Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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El asunto había ido en aumento.

– ¿Has visto? -dijo a Conti.

Ante ellos, el círculo azul rodeaba los restos de un gato espachurrado. No había una gota de sangre, por lo que seguramente el gato había sido recogido en una alcantarilla, ya muerto desde hacía varias horas. Ahora resultaba mórbido ese montón de pelos sucios en aquella calle siniestra, y ese redondel y ese «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?». Era como una irrisoria pantomima de brujas.

– He terminado -dijo Conti.

Era absurdo pero Danglard creyó advertir que Conti estaba un poco impresionado.

– Yo también -dijo Danglard- he terminado. Ven, vámonos, no merece la pena que los tipos de la zona nos encuentren aquí.

– Es verdad -dijo Conti-. ¿Qué cara pondríamos?

Adamsberg escuchó el informe de Danglard con calma, dejando humear el cigarrillo en los labios, con los ojos medio cerrados para evitar que le picaran. Lo único que hizo fue cortarse una uña de una dentellada. Y cuando Danglard empezaba a delimitar un poco el personaje, éste comprendió que Adamsberg apreciaba el descubrimiento de la Rué Emile-Richard en su justo valor.

Pero ¿qué valor? Sobre eso, Danglard aún no se pronunciaba. La forma en que funcionaba la mente de Adamsberg seguía siendo para él enigmática y temible. A veces, aunque no duraba más que un instante, se decía: «Huye de él».

Sin embargo sabía que cuando se empezara a saber en la comisaría que el jefe perdía su tiempo y el de sus inspectores con el hombre de los círculos, tendría que defenderle. Y trataba de prepararse para ello.

– Ayer, el ratón -dijo Danglard, como si hablara consigo mismo, ensayando su futuro discurso para enfrentarse a sus colegas-, y luego, esta noche, el gato. Es un poco desagradable. Aunque también estaba la correa del reloj. Conti tiene razón, la correa del reloj no está muerta.

– Claro que está muerta -dijo Adamsberg-. ¡Por supuesto que está muerta! Danglard, vuelva a hacer lo mismo mañana por la mañana. Yo voy a ver a Vercors-Laury, el psiquiatra que ha planteado el asunto. Me interesa saber su opinión. Pero evite hablar de ello. Cuanto más tarde se metan conmigo, mejor.

Antes de salir, Adamsberg escribió a Mathilde Forestier. No había tenido que dedicar ni una hora aquella mañana para encontrarle a su Charles Reyer, después de haber llamado por teléfono a los principales organismos que empleaban a ciegos en París: afinadores musicales, editoriales, conservatorios. Reyer estaba en la ciudad desde hacía unos meses, vivía en una habitación cerca del Panteón, en el Hotel des Grands Hommes. Adamsberg envió a Mathilde todos los datos y luego los olvidó.

«Rene Vercors-Laury no es ninguna maravilla», se dijo Adamsberg inmediatamente. Se quedó muy decepcionado porque siempre esperaba mucho y luego las caídas le resultaban muy dolorosas.

No, claramente ninguna maravilla. Y además exasperante. Entrecortaba las frases con coletillas como: «¿Me sigue usted? ¿Me sigue atentamente?», o declaraciones como: «Estará de acuerdo conmigo en que el suicidio socrático no es sino un modelo», sin esperar la respuesta de Adamsberg porque sólo le servían para darse importancia. Y Vercors-Laury perdía un tiempo y un número de frases inimaginable en darse importancia. El grueso médico se echaba hacia atrás en la butaca, con las manos en la cintura, fingiendo reflexionar con intensidad, y luego se echaba hacia delante de repente para empezar una frase: «Comisario, ese tío no es normal…».

Aparte de eso, por supuesto, estaba claro que el tipo no era un cretino en absoluto. Durante el primer cuarto de hora de entrevista, todo había ido incluso bien, en ningún momento maravillosamente, pero bien.

– Ese tío -embistió Vercors-Laury- no pertenece a la categoría «normal» de los maníacos, si lo que usted solicita es mi opinión clínica. Por definición, los maníacos son maníacos, y eso no hay que olvidarlo, ¿me sigue usted? -Vercors-Laury no estaba descontento de su fórmula. Prosiguió-: Y porque son maníacos, son precisos, altivos, ritualistas. ¿Me sigue atentamente? Ahora bien, ¿qué encontramos en nuestro personaje? Ningún rito en la elección del objeto, ningún rito en la elección del barrio, ningún rito en la elección del momento, ningún rito en la elección del número de círculos que traza por la noche… ¡Ah!, ¿percibe usted ese inmenso fallo? Todos los parámetros que participan en su acción, objeto, lugar, hora, cantidad, varían, como si dependiera un poco de esto o de aquello. Sin embargo, comisario Adamsberg, para un maníaco nada depende de esto o aquello. ¿Me sigue usted atentamente? Ésta es incluso la característica del maníaco. El maníaco doblegará el «esto» y el «aquello» a su voluntad, antes que dejarse llevar por ellos. Ninguna contingencia puede tener la fuerza suficiente como para competir con el invariable desarrollo de su manía. No sé si usted me sigue.

– Entonces, ¿no es un maníaco normal? ¿Se podría incluso decir que no es un maníaco?

– Es verdad, comisario, incluso se podría decir eso. Lo cual abre entonces todo un campo de preguntas: si no se trata de un maníaco en el sentido patológico del término, significa que los círculos persiguen un objetivo que está perfectamente pensado por su autor, o sea que nuestro personaje se interesa de forma auténtica por los objetos que dibuja intencionadamente, como para hacernos una demostración. ¿Me sigue usted? Para decirnos por ejemplo: los seres humanos no aprecian los objetos que abandonan. En el momento en que los objetos han dejado de ser eficaces, de funcionar, nuestros ojos ya no los perciben, ni siquiera como materia. Yo le enseño a usted una acera y le digo: ¿qué hay en el suelo? Y usted me responde: no hay nada. Sin embargo, en realidad -resaltó esta palabra-, hay miles de cosas. ¿Me sigue atentamente? Ese hombre parece enfrentarse a una dolorosa pregunta, metafísica, filosófica, o por qué no poética, sobre el modo en que el ser humano elige hacer que empiece y cese la realidad de las cosas, de las que él se erige en arbitro, cuando a sus ojos, quizá, la presencia de las cosas sigue estando fuera de nosotros. Y todo lo que yo he pretendido, interesándome por ese hombre, ha sido decir: cuidado, no bromeéis con esa manía, el hombre de los círculos es quizás un espíritu lúcido, que no sabe hablar de otra manera que a través de esas manifestaciones, que son, claramente, la prueba de una mente trastornada pero muy organizada, ¿me sigue usted atentamente? Alguien muy fuerte, de todas formas, créalo.

– Sin embargo, en la serie aparecen errores: el ratón, el gato, no son cosas.

– Ya se lo he dicho, en todo esto hay mucha menos lógica de lo que parece a primera vista, y deberíamos encontrarla si se tratara de una manía auténtica. Eso es lo desconcertante. Sin embargo, desde el punto de vista de nuestro personaje, nos demuestra que la muerte transforma lo vivo en cosa, lo cual es verdad desde el instante en que lo afectivo deja de investir el cuerpo sin vida. Desde el instante en que la chapa ya no tapa la botella, la chapa ya no es nada, y desde el instante en que el cuerpo de un amigo ya no se mueve… ¿en qué se convierte? Es una cuestión de ese orden la que devora la mente de nuestro hombre… Que es tanto como decir para nombrarla: la muerte.

Vercors-Laury hizo una pausa balanceando hacia atrás la butaca. Miró a Adamsberg directamente a los ojos, como para decirle: «Ahora abra bien los oídos porque voy a anunciarle algo sensacional». Adamsberg pensó que seguramente no iba a ser para tanto.

– Desde su punto de vista como policía, usted se pregunta si hay peligro para las vidas humanas, ¿verdad, comisario? Le diré una cosa: el fenómeno puede permanecer estacionario y agotarse en sí mismo, aunque, por otra parte, no veo ninguna razón, en teoría, para que un hombre de esa calaña, es decir un loco dueño de sí mismo, si usted me ha seguido bien, y carcomido por la necesidad de exhibir sus pensamientos, se detenga en el camino. Digo bien: en teoría.

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