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Fred Vargas: El hombre de los círculos azules

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Fred Vargas El hombre de los círculos azules

El hombre de los círculos azules: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra. El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido. El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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Adrien Danglard le esperaba en el despacho, con un vaso de plástico en la mano lleno de vino blanco y sentimientos encontrados en el rostro.

– Comisario, faltan las botas del joven Vernoux. Unas botas bajas con hebillas.

Adamsberg no dijo nada. Trató de respetar el disgusto de Danglard.

– No he querido hacerle una demostración esta mañana -le dijo-, no puedo evitar que haya sido el joven Vernoux el asesino. ¿Ha buscado las botas?

Danglard puso una bolsa de plástico sobre la mesa.

– Aquí están -suspiró-. El laboratorio ya ha empezado a trabajar, pero sólo con echar un vistazo está claro que hay arcilla de la obra en las suelas, tan pegajosa que el agua de la alcantarilla no la ha quitado. Unos zapatos muy bonitos. Es una pena.

– ¿Estaban en la alcantarilla?

– Sí, a veinticinco metros río abajo de la boca más próxima a su casa.

– Danglard, trabaja usted deprisa.

Se produjo un silencio entre los dos hombres. Adamsberg se mordió los labios. Había cogido un cigarrillo, sacado un lápiz del bolsillo y apoyado un papelito sobre sus rodillas. Pensó: «Este tipo me va a soltar un discurso, está enfadado, impresionado, jamás debí contarle la historia del perrazo que babeaba, jamás debí decirle que Patrice Vernoux supuraba crueldad como el chaval de la montaña».

No debió hacerlo. Adamsberg miró a su colega. El cuerpo grande y blando de Danglard, que había adquirido en la silla la forma de una botella a punto de derretirse, estaba tranquilo. Había metido sus enormes manos en los bolsillos de su bonito traje, había dejado el vaso en el suelo, tenía la mirada fija en el vacío, e incluso así, Adamsberg vio que era excesivamente inteligente. Danglard dijo:

– Le felicito, comisario.

Luego se levantó, como había hecho antes, doblando primero la parte superior de su cuerpo hacia delante, después alzando el trasero, y después, por fin, irguiéndose.

– Tengo que decirle -añadió volviéndose de espaldas a medias- que, después de las cuatro de la tarde, parece ser que no valgo gran cosa, como usted sabe. Si tiene algo que pedirme, hágalo por la mañana. Y en cuanto a la persecución, el disparo, la caza del hombre y otras fruslerías, ni lo intente, tengo la mano temblorosa y las rodillas débiles. Aparte de eso, podemos utilizar mis piernas y mi cabeza. Creo que mi cabeza no está demasiado mal construida, aunque me parece muy diferente de la suya. Un colega zalamero me dijo un día que, si yo seguía siendo inspector, con lo que le doy a la botella, era gracias a la benevolencia ciega de algunos superiores y porque había realizado la hazaña de tener dos veces gemelos, cosa que suma cuatro hijos si se hace bien la cuenta, a los que educo solo porque mi mujer se fue con su amante a estudiar las estatuas de la isla de Pascua. Cuando era un recién nacido, es decir, cuando tenía veinticinco años, quería escribir las Memorias de ultratumba o nada. No le sorprenda si le digo que eso ha cambiado completamente. Bueno. Recojo las botas y voy a ver a Patrice Vernoux y su novia que me esperan ahí al lado.

– Danglard, le aprecio mucho -dijo Adamsberg mientras dibujaba.

– Creo que lo sé -dijo Danglard recogiendo su vaso.

– Pida al fotógrafo que se presente aquí mañana por la mañana y acompáñele. Quiero una descripción y clichés precisos del círculo de tiza azul que seguramente será trazado esta noche en París.

– ¿Del círculo? ¿Se refiere a esa historia de redondeles alrededor de chapas de botellas de cerveza? ¿«Víctor mala suerte qué haces fuera»?

– A eso me refiero, Danglard. Exactamente a eso.

– Pero si es una estupidez… Qué es lo que…

Adamsberg movió la cabeza con impaciencia.

– Lo sé, Danglard, lo sé, pero hágalo. Se lo ruego. Y no hable de ello con nadie, de momento.

Después, Adamsberg terminó el dibujo que estaba haciendo sobre las rodillas. Oyó ruido de voces en el despacho contiguo. La novia de Vernoux gritaba. Era evidente que ella no tenía nada que ver en el asesinato del viejo comerciante. Su único error de juicio, pero que podía llegar lejos, era haber amado mucho a Vernoux, o haber sido demasiado dócil para cubrir su mentira. Lo peor para ella no iba a estar en el tribunal sino en este momento, y era el descubrimiento de la crueldad de su amante.

¿Qué había podido comer Adamsberg a mediodía que le había producido tanto dolor de estómago? Imposible acordarse. Descolgó el teléfono para pedir una cita con el psiquiatra Rene Vercors-Laury. Mañana a las once, propuso la secretaria. Había dicho su nombre, Jean-Baptiste Adamsberg, y eso le había abierto las puertas. Aún no estaba acostumbrado a esa clase de celebridad. Aunque duraba desde hacía un instante. Sin embargo, Adamsberg tenía la impresión de no tener relación alguna con su imagen pública, cosa que le hacía desdoblarse. Pero como desde la infancia se había sentido dos, por un lado Jean-Batiste y por otro Adamsberg, que miraban actuar a Jean-Baptiste, él les pisaba los talones riendo burlonamente, y resultaba que ahora eran tres: Jean-Baptiste, Adamsberg y el hombre público, Jean-Baptiste Adamsberg. Santísima y desgarrada Trinidad. Se levantó para ir a buscar un café a la habitación de al lado, en la que había una máquina ante la que solía estar Margellon. Sin embargo, en ese momento allí estaban casi todos, con una mujer que parecía estar armando un jaleo espantoso, y a la que Castreau decía con paciencia: «Señora, tiene que irse».

Adamsberg se sirvió un café y se quedó observando: la mujer hablaba con voz ronca, estaba nerviosa y también triste. Estaba claro que los polis la cabreaban. Iba vestida de negro. Adamsberg pensó que tenía una cabeza egipcia, o de cualquiera de esos lugares que producen esas magníficas caras afiladas y oscuras que no se olvidan jamás y que se llevan a todas partes, un poco como su querida pequeña.

Ahora, Castreau le decía:

– Señora, esto no es una agencia de información, así que sea amable y váyase, váyase, váyase ahora mismo.

La mujer ya no era joven, Adamsberg le calculó entre cuarenta y cinco y sesenta años. Sus manos eran morenas, violentas, con las uñas cortas, las manos de una mujer que seguramente había pasado la vida fuera, buscando algo con ellas.

– Entonces, ¿de qué sirven los polis? -decía la mujer moviendo su melena negra que le llegaba a los hombros-. Un pequeño esfuerzo, un consejito, no creo que se vayan a morir por eso, ¿no? Yo voy a tardar diez años en encontrarle, algo que a ustedes les llevaría ¡un día!

Esta vez Castreau perdió la calma.

– ¡Su problema me importa un carajo! -gritó-. El tipo que busca no está inscrito entre las personas desaparecidas, ¿verdad? Bueno, pues entonces déjeme en paz, nosotros no nos ocupamos de los anuncios por palabras. Y si sigue armando escándalo ¡llamaré a mi superior!

Adamsberg estaba apoyado en la pared del fondo.

– Yo soy el superior -dijo sin moverse.

Mathilde se volvió. Vio a ese hombre de ojos caídos que la miraba con una dulzura poco común, con la camisa por un lado dentro de unos pantalones negros, y fuera por otro, vio que ese rostro delgado no pegaba con sus manos copiadas de una estatua de Rodin, y comprendió que ahora la vida iba a ser más fácil.

Despegándose un poco de la pared, Adamsberg empujó la puerta de su despacho y le hizo un gesto para que entrara.

– Es verdad -admitió Mathilde sentándose-, ustedes no son una agencia de información. Mi jornada ha sido un desastre. Ayer y anteayer no fue mejor. El resultado es un trozo de semana echado a perder. Le deseo que haya pasado un trozo mejor que yo.

– ¿Un trozo?

– En mi opinión, el lunes, el martes y el miércoles forman un trozo de semana, el trozo 1. Lo que ocurre en el trozo 1 es completamente distinto de lo que ocurre en el trozo 2.

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