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Fred Vargas: El hombre de los círculos azules

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Fred Vargas El hombre de los círculos azules

El hombre de los círculos azules: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra. El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido. El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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– No sé qué tiene que ver conmigo -había protestado el chico, molesto-. Si usted es más valiente que yo, es asunto suyo.

– No, pero no importa. ¿Le parece que su madre está triste?

– Naturalmente.

– Bueno. Muy bien. No vaya demasiado a verla.

Y luego había dicho al joven que se fuera.

Adamsberg entró en la comisaría. Su inspector preferido, de momento, era Adrien Danglard, un hombre no muy guapo, muy bien vestido, con el vientre y el culo bajos, que bebía bastante y no parecía muy fiable después de las cuatro de la tarde, y a veces antes. Sin embargo era real, muy real, y Adamsberg aún no había encontrado otro término para definirle. Danglard le había dejado sobre su mesa un resumen del archivo de los clientes del comerciante de tejidos.

– Danglard, me gustaría ver hoy a ese joven, Patrice Vernoux.

– ¿Otra vez, señor comisario? Pero ¿qué quiere de ese pobre chico?

– ¿Por qué dice «pobre chico»?

– Es tímido, se está repeinando sin parar, es conciliador, hace esfuerzos por agradarle, y cuando le espera, sentado en el pasillo, sin saber lo que usted va a preguntarle, parece tan desconcertado que da un poco de pena. Por eso digo «pobre chico».

– Danglard, ¿no ha advertido usted nada más?

Danglard movió la cabeza.

– ¿No le he contado la historia del perrazo baboso? -le preguntó Adamsberg.

– No. Debo decir que no.

– Después, usted me considerará el poli más asqueroso de la tierra. Tiene usted que sentarse un momento, hablo muy despacio, me cuesta mucho resumir, a veces incluso me despisto. Soy un hombre impreciso, Danglard. Salí temprano del pueblo para pasar el día en la montaña, tenía once años. No me gustan los perros y tampoco me gustaban cuando era pequeño. Aquél, un perrazo baboso, me miraba en medio del sendero. Me lamió los pies, me lamió las manos, era un perrazo cretino y simpático. Le dije: «Escucha, perrazo, voy muy lejos, intento perderme y volver a encontrarme después, puedes venir conmigo, pero haz el favor de dejar de lamerme porque me molesta». El perrazo me entendió y me siguió.

Adamsberg se interrumpió, encendió un cigarrillo y sacó un trozo de papel del bolsillo. Cruzó una pierna, se apoyó en ella para garabatear un dibujo y continuó tras mirar de reojo a su colega.

– Me da igual aburrirle, Danglard, quiero contar la historia del perrazo. El perrazo y yo charlamos durante todo el camino de las estrellas de la Osa Menor y de los huesos de vaca, y nos detuvimos en un establo abandonado. Allí había seis chavales de otro pueblo a los que conocía bien. Nos habíamos peleado muchas veces. Dijeron: «¿Es tu chucho?». «Sólo por hoy», respondí. El más pequeño tiró al perrazo de sus largos pelos, al perrazo que era miedoso y blando como una alfombra, y tiró de él hasta el borde del precipicio. «No me gusta tu chucho -dijo-, tu chucho es un gilipollas.» El perrazo gimió sin reaccionar, es verdad que era un gilipollas. El crío le dio una patada en el culo y el perro cayó al vacío. Puse mi mochila en el suelo, lentamente. Yo todo lo hago lentamente. Soy un hombre lento, Danglard,

«Sí -tuvo ganas de decir Danglard-, ya me he dado cuenta.» Un hombre impreciso, un hombre lento, aunque no podía decirlo porque Adamsberg era su nuevo superior. Y además le respetaba. A los oídos de Danglard habían llegado, como a los de todo el mundo, las principales investigaciones de Adamsberg, y, como todo el mundo, había acogido favorablemente la genialidad del desenlace, cosa que hoy le parecía incompatible con lo que había descubierto del hombre desde su llegada. Ahora que le veía, estaba sorprendido, pero no solamente por la lentitud de sus gestos y sus palabras. En primer lugar le había decepcionado su cuerpo pequeño, delgado y sólido, aunque no impresionante, la negligencia general del personaje, que no se había presentado a ellos a la hora fijada y que se había hecho el nudo de la corbata sobre una camisa deformada, metida de cualquier manera en los pantalones. Luego la seducción había subido, como el nivel de un recipiente de agua. Había empezado con la voz de Adamsberg. A Danglard le gustaba oírle, le calmaba, le adormilaba casi. «Es como una caricia», había dicho Florence, aunque bueno, Florence era una chica y la única responsable de las palabras que elegía. Castreau había vociferado: «No dirás que es guapo,…». Florence se había quedado pensativa. «Espera, tengo que pensarlo», había respondido. Florence siempre decía eso. Era una chica escrupulosa que pensaba mucho antes de hablar. No muy segura de sí misma, había balbuceado: «No, pero tiene que ver con el atractivo, o algo así. Lo pensaré». Como sus compañeros se habían reído al ver que Florence parecía tan reflexiva, Danglard había dicho: «Florence tiene razón, es evidente». Margellon, un joven agente, había aprovechado la ocasión para tratarle de maricón. Margellon jamás había dicho nada inteligente, jamás. Y Danglard necesitaba la inteligencia como el beber. Se había encogido de hombros pensando furtivamente que sentía mucho que Margellon no tuviera razón, porque había sufrido un montón de desengaños con las mujeres y pensaba que seguramente los hombres eran menos egoístas. Oía decir que los hombres eran unos cerdos y que cuando se habían acostado con una mujer la clasificaban, pero las mujeres eran peores, porque se negaban a acostarse con nosotros si en ese momento no les convenía. De este modo, no solamente se nos evaluaba y sopesaba, sino que además no nos acostábamos con nadie.

Es triste.

Es duro lo que ocurre con las chicas. Danglard conocía chicas que le habían evaluado y no habían querido nada con él. Como para echarse a llorar. Sea como fuere, sabía que la seria Florence tenía razón en lo que se refería a Adamsberg, y Danglard, hasta ahora, se había dejado seducir por el encanto de ese hombre que le llegaba a la tripa. Empezaba a entender un poco que el deseo difuso de contarle algo que invadía a todos podía explicar que tantos asesinos le hubieran detallado sus masacres, así, podría decirse que como quien no quiere la cosa. Simplemente para hablar con Adamsberg.

Danglard, que tenía buena mano con el lápiz, como solía decirle la gente, hacía caricaturas de sus colegas. Y eso hacía que conociera un poco sus caras. Por ejemplo la jeta de Castreau le había salido muy bien. Sin embargo sabía de antemano que la cara de Adamsberg le costaría mucho, porque era como si sesenta caras se hubieran entrechocado en ella para componerla. Porque la nariz era demasiado grande, porque tenía la boca torcida, cambiaba sin parar y sin duda era sensual, porque tenía los ojos borrosos y caídos, porque los huesos del maxilar inferior eran demasiado evidentes, y le parecía un regalo tener que caricaturizar aquella jeta heteróclita, nacida de una auténtica mezcolanza que no tenía en cuenta una posible armonía un poco clásica. Se podía imaginar que Dios se había encontrado sin materias primas cuando había fabricado a Jean-Baptiste Adamsberg, y que había tenido que rebuscar en los bolsillos, encolar trozos que jamás habrían tenido que estar juntos si Dios hubiera dispuesto de un buen material ese día. Sin embargo, precisamente por eso, parecía que Dios, consciente del problema, se había tomado en cambio la molestia, e incluso mucha molestia, de hacer un esfuerzo magistral por conseguir de forma inexplicable aquella cara. Y Danglard, que por lo que recordaba jamás había visto una cabeza semejante, pensaba que resumirla en tres plumazos habría sido una traición, y que en lugar de conseguir que sus trazos rápidos extrajeran su originalidad, harían, por el contrario, que desapareciera su luz.

Por eso, en este momento, Danglard pensaba en lo que podía haber en el fondo de los bolsillos de Dios.

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