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Fred Vargas: El hombre de los círculos azules

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Fred Vargas El hombre de los círculos azules

El hombre de los círculos azules: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra. El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido. El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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– ¿El jueves, el viernes y el sábado?

– Eso es. Si observamos atentamente, vernos más sorpresas importantes en el trozo 1, en general, digo bien, en general, y más precipitación y diversión en el trozo 2. Es una cuestión de ritmo porque no alterna jamás, a diferencia de los aparcamientos para coches en algunas calles, donde durante una quincena se puede aparcar y durante la siguiente no se puede. ¿Por qué? ¿Para que la calle descanse? ¿Para dejar la tierra en barbecho? Misterio. De todas formas, en los trozos de semana nada cambia jamás. Trozo 1: nos interesamos, creemos los chismes, encontramos cosas. Drama y milagro antrópicos. Trozo 2: no encontramos absolutamente nada, no aprendemos nada, la vida y la compañía resultan irrisorias. En el trozo 2, da igual cualquier persona y cualquier cosa, y entonces nos dedicamos a beber, mientras que el trozo 1 es más importante, evidentemente. Prácticamente, un trozo 2 no puede estropearse, o digamos que no tiene importancia. Sin embargo, un trozo 1, cuando lo hacemos polvo como el de esta semana, produce un impacto. Lo que también ha ocurrido es que en el café había lentejas con carne en el menú. Las lentejas con carne me ponen triste. He sentido una gran desesperanza. Y eso, en pleno final del trozo 1. Ha sido una mala suerte ese puñetero plato.

– ¿Y el domingo?

– ¡Ah, claro! El domingo es el trozo 3. Ese día solo cuenta como un grupo completo, cosa que explica su gravedad. El trozo 3 es la desbandada. Si usted conjuga unas lentejas con carne y un trozo 3, realmente lo único que puede hacer es morirse.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó Adamsberg, que tenía la repentina y nada desagradable impresión de desorientarse mucho más con aquella mujer que consigo mismo.

– No estábamos en ninguna parte.

– ¡Ah, sí! Es verdad, en ninguna parte.

– Ya me acuerdo -dijo Mathilde-. Como mi trozo 1 estaba prácticamente echado a perder, al pasar ante esta comisaría de policía, he pensado que, como todo era una mierda, podía intentar probar suerte a pesar de todo. Sin embargo, ya lo ve, intentar salvar un trozo 1 en su final es tentador pero no produce nada bueno. Y a usted, ¿le ha ido bien?

– No ha estado mal -reconoció Adamsberg.

– Pues para mí, el trozo 1 de la semana pasada, tenía que haberlo visto, fue estupendo.

– ¿Qué ocurrió?

– No puedo resumirlo así, sin más, tendría que consultar mi agenda. Bueno, mañana empieza el trozo 2 y podré soltar un poco el freno.

– Mañana voy a ver a un psiquiatra. ¿Es un buen comienzo para un trozo 2?

– ¡No me diga! ¿Para usted? -dijo Mathilde-. No, qué idiota soy, es imposible. Imagino que aunque tuviera la manía de mear contra las farolas de las aceras de la izquierda, se diría «que ocurra lo que tenga que ocurrir y que Dios haga que sigan existiendo las farolas y las aceras de la izquierda», pero no iría a preguntarse por qué a la consulta de un psiquiatra. Y luego, mierda, hablo demasiado. Estoy harta. Me aburro a mí misma.

Mathilde le cogió un cigarrillo diciendo «¿Puedo?» y le quitó el filtro.

– Seguramente va usted a ver al psiquiatra por el hombre de los círculos azules -añadió-. No me mire así, le aseguro que no he estado espiando, pero los recortes de periódico están ahí, bajo el pie de su lámpara, así que lógicamente, me pregunto…

– Es verdad -reconoció Adamsberg-, es por él. ¿Por qué ha entrado usted en la comisaría?

– Busco a un tipo al que no conozco.

– Entonces, ¿por qué le busca?

– Porque no le conozco, ¡qué pregunta!

– Naturalmente -dijo Adamsberg.

– Estaba siguiendo a una mujer por la calle y la perdí. Entonces seguí vagando hasta un café y así fue como conocí al ciego guapo. Es increíble la gente que puede haber por la calle. Uno ya no sabe con quién va a tropezar, así que habría que seguir a todo el mundo para cerciorarse. Hablamos un momento, el ciego guapo y yo, de qué, no lo sé, tendría que consultar mi agenda, y lo que en realidad pasó es que ese hombre me gustó. Normalmente, cuando alguien me gusta, no me preocupa en absoluto porque siempre estoy segura de que volveré a encontrarle. Y éste, nada. El mes pasado seguí a veintiocho personas y descubrí nueve escondites. Llené dos agendas y media. Tiempo suficiente para ver gente, ¿no cree? Y sin embargo, nada, ni el menor rastro del ciego. Es un tipo de fracaso difícil de asimilar. Se llama Charles Reyer y eso es todo lo que sé de él. Dígame, ¿se pasa usted la vida dibujando?

– Sí.

– Supongo que no se puede ver.

– Es verdad. No se puede.

– Es divertido cuando se mueve usted en la silla. Su perfil izquierdo es duro y su perfil derecho tierno. Eso hace que, si quiere inquietar a un sospechoso, se vuelva de un modo, o si quiere conmoverle, se vuelva en el otro sentido.

Adamsberg sonrió.

– ¿Y si me vuelvo todo el tiempo en un sentido y luego en otro?

– Entonces ya nadie sabe a qué atenerse. El infierno y el paraíso.

Mathilde soltó una carcajada. Luego se puso seria.

– No -continuó diciendo-, hablo demasiado. Estoy avergonzada. «Mathilde, hablas a tontas y a locas», me dice un amigo mío filósofo. «Sí -respondo-, pero ¿cómo se habla con inteligencia y cordura?»

– ¿Quiere que lo intentemos? -preguntó Adamsberg-. ¿Usted trabaja?

– No va a creerme. Me llamo Mathilde Forestier.

Adamsberg guardó el lápiz en el bolsillo.

– Mathilde Forestier -repitió-. Entonces es usted la famosa oceanógrafa… ¿De verdad?

– Sí, pero eso no tiene por qué impedirle seguir dibujando. Yo también sé quién es usted. He leído su nombre en la puerta, y su nombre lo conoce todo el mundo. Y a mí no me impide actuar a tontas y a locas, y además en pleno final del trozo 1.

– Si encuentro al ciego guapo, se lo diré.

– ¿Por qué? ¿A quién quiere agradar? -preguntó Mathilde recelosa-. ¿A mí o a la famosa oceanógrafa que sale en los periódicos?

– Ni a una ni a otra. A la mujer a la que he invitado a entrar en mi despacho.

– Eso está bien -dijo Mathilde.

Permaneció un instante sin decir nada, como si dudara en tomar una decisión. Adamsberg había vuelto a sacar tabaco y papel. No, no olvidaría a aquella mujer, ese fragmento de la belleza del mundo a punto de romperse. Y era incapaz de saber de antemano lo que ella iba a decirle.

– ¿Sabe? -continuó de repente Mathilde-. Cuando ocurren las cosas es cuando cae la noche, tanto en el océano como en la ciudad. Todos se levantan, los que tienen hambre y los que sufren. Y los que buscan como usted, Jean-Baptiste Adamsberg, también se levantan.

– ¿Usted cree que yo busco?

– Sin la menor duda, y además muchas cosas al mismo tiempo. Así, el hombre de los círculos azules sale cuando tiene hambre. Camina, espía, y de repente, traza. Yo le conozco. Le busqué desde el principio, y le encontré, la noche del mechero, la noche de la cabeza de la muñeca de plástico. Incluso ayer por la noche, en la Rué Caulaincourt.

– ¿Cómo lo consiguió?

– Se lo diré, no es importante, son cosas mías. Y resulta gracioso porque es casi como si el hombre de los círculos me permitiera estar allí, como si se familiarizara conmigo de lejos. Si una noche quiere verle, venga a reunirse conmigo, pero sólo para verle de lejos, en ningún caso para acercarse, para joderle. No es al poli famoso al que confío mi secreto, sino al hombre que me ha invitado a entrar en su despacho.

– Eso está bien -dijo Adamsberg.

– Pero ¿por qué el hombre de los círculos azules? No ha hecho nada grave. ¿Por qué le interesa?

Adamsberg levantó la cara hacia Mathilde.

– Porque un día todo esto se hará más grande. Poco a poco el asunto del círculo irá en aumento. No me pregunte cómo lo sé, se lo ruego, porque no tengo ni idea, pero es inevitable.

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