– Ja, ja ja -exclamé en tono claramente irónico.
¿Quién se iba a tomar tantas molestias?
Aun así, tomé la carretera de la derecha y conduje a Gladys hacia St. Elfrieda. Era bajada todo el camino, así que fui ganando velocidad. Cuando pedaleé hacia atrás, el cambio Sturmey-Archer de tres marchas que llevaba Gladys en la rueda trasera emitió un sonido como el que producirían un montón de iracundas serpientes de cascabel escupiendo veneno. Imaginé que me seguían y que intentaban morderme los talones. ¡Fue increíble! No me había sentido tan en forma desde el día en que por primera vez conseguí extraer, tras sucesivos procesos de extracción y evaporación, curare sintético de una cala obtenida en el estanque de nenúfares del vicario.
Apoyé los pies en el manillar de la bicicleta y dejé que Gladys me guiara. Mientras descendíamos a toda velocidad por la polvorienta colina, entoné al más puro estilo tirolés una cancioncilla:
They call her the lass
With the delicate air… [8]
Al llegar a los pies de Okashott Hill pensé de repente en papá y me invadió de nuevo la tristeza. ¿De verdad creían que había asesinado a Horace Bonepenny? Y, si así era, ¿cómo lo había hecho? Si papá lo había asesinado justo debajo de la ventana de mi habitación, debía de haberlo hecho con el sigilo más absoluto y, la verdad, me costaba bastante imaginar a papá matando a alguien sin levantar la voz.
Pero antes de que pudiera seguir especulando, la carretera se niveló y después torció en dirección a Cottesmore y a Doddingsley Magna. A la sombra de un viejo roble se hallaba el banco de una parada de autobús, en el cual descubrí una figura conocida: un viejo gnomo vestido con pantalones bombachos, con el aspecto de un George Bernard Shaw que se hubiera encogido al lavarlo. Estaba allí sentado, con los pies colgando a diez centímetros del suelo. Se lo veía tan tranquilo que era como si hubiera nacido en aquel banco y llevara allí toda su vida.
Era Maximilian Brock, uno de nuestros vecinos de Buckshaw, y recé para que no me hubiera visto. En Bishop's Lacey se rumoreaba que Max, que ya se había jubilado del mundo de la música, se ganaba en secreto la vida escribiendo -bajo seudónimos femeninos como Lala Dupree- escandalosas historias que se publicaban en revistas estadounidenses como Confidential Confessions y Red Hot Romances.
Debido a que metía las narices en los asuntos de todo el que se cruzaba en su camino y luego convertía en oro periodístico todo lo que extraía, a Max lo llamaban, por lo menos a sus espaldas, «La bomba del pueblo». Pero dado que en otros tiempos había sido el profesor de piano de Feely, era alguien a quien no podía ignorar educadamente.
Me detuve en la cuneta poco profunda y fingí que no lo había visto mientras manipulaba la cadena de Gladys. Con un poco de suerte seguiría mirando hacia el otro lado y yo podría ocultarme tras el seto hasta que se hubiese marchado.
– ¡Flavia! Haroo, mon vieux.
¡Maldición! ¡Me había descubierto! Ignorar un haroo de Maximilian -aunque lo hubiera pronunciado desde el banco de la parada del autobús- equivalía a ignorar el undécimo mandamiento. Fingí que acababa de verlo y le dediqué una sonrisa de lo más falsa mientras me acercaba a él empujando a Gladys por la hierba.
Maximilian había vivido durante muchos años en las islas del canal de la Mancha, donde había sido pianista de la Sinfónica de Alderney, puesto que según él requería mucha paciencia y una buena provisión de novelas de detectives.
Según me había contado una vez Maximilian en la Exposición Anual de Flores de St. Tancred, mientras charlábamos sobre la delincuencia, lo único que había que hacer en Alderney para que la ley cayera con todo su peso sobre alguien era plantarse en medio de la plaza del pueblo y gritar: « Haroo, haroo, mon prince. On me jait tort! » Era una especie de «¡Al ladrón!», y significa, básicamente, «¡Atención, mi príncipe, alguien me está agraviando!». O, dicho de otro modo, alguien está cometiendo un delito contra mí.
– ¿Cómo estás, mi pequeño pelícano? -me preguntó Max, y ladeó la cabeza como una urraca que espera una respuesta antes incluso de que se la ofrezcan.
– Bien -dije con cautela, mientras recordaba que Daffy me había dicho en una ocasión que Max era como una araña: mordía a sus víctimas para paralizarlas y no las dejaba hasta haberles chupado hasta la última gota de jugo… suyo y de sus familiares.
– ¿Y tu padre, el bueno del coronel?
– Está muy ocupado entre unas cosas y otras -dije, y noté que el corazón me daba una voltereta dentro del pecho.
– ¿Y la señorita Ophelia? -prosiguió Max-. ¿Aún se maquilla como una mala pécora y luego se contempla a sí misma en el servicio de té?
Ese comentario era demasiado personal, incluso para mí. No era asunto suyo, pero sabía muy bien que Maximilian era capaz de montar en cólera en cualquier momento. Feely lo llamaba a veces, siempre a sus espaldas, «Rumpelstiltskin» y Daffy lo llamaba «Alexander Pope»… o cosas peores.
Aun así, a mí me parecía que Maximilian, a pesar de sus desagradables hábitos, o tal vez porque teníamos una estatura similar, era un interlocutor interesante e instructivo…, siempre y cuando no se confundiese su diminuto tamaño con debilidad.
– Está muy bien, gracias -le dije-. Esta mañana tenía un estupendo color de piel. -No añadí «y exasperante»-. Max -empecé a decir antes de que tuviera tiempo de colarme otra pregunta-, ¿cree usted que yo podría aprender esa tocata tan bonita de Paradisi?
– No -respondió él sin la más mínima vacilación-. No tienes las manos de una gran artista. Tienes las manos de una envenenadora.
Sonreí. Era una broma privada entre nosotros. Y estaba claro que aún no sabía nada del asesinato en Buckshaw.
– ¿Y la otra? -me preguntó-. Daphne, la hermana torpe.
«Torpe» era una referencia al talento de Daffy o, mejor dicho, a la ausencia del mismo, al piano: una lucha eterna y dolorosa por colocar unos dedos muy poco dispuestos sobre unas teclas que parecían querer evitar el contacto. La batalla de Daffy con el piano era como la de la gallina que se enfrenta al zorro, una batalla perdida que siempre acababa en un mar de lágrimas. Y aun así, la guerra se prolongaba debido a la insistencia de papá.
Un día, cuando encontré a Daffy llorando en el banco del piano, con la cabeza apoyada en la tapa cerrada, le susurré «Ríndete, Daffy». Y ella me saltó encima como un gallo de pelea.
Incluso había intentado animarla. Cada vez que la oía tocando el Broadwood entraba en el salón, me apoyaba en el piano y contemplaba a lo lejos, como si su forma de tocar me hubiera hechizado. Por lo general, Daffy me ignoraba, pero una vez, cuando le dije «¡Qué pieza tan hermosa! ¿Cómo se titula?», a punto estuvo de aplastarme los dedos con la tapa. «¡Es la escala en sol mayor!», chilló antes de abandonar corriendo el salón.
La vida no resultaba fácil en Buckshaw.
– Está bien -respondí-. Leyendo a Dickens a toda mecha. Es imposible hablar con ella.
– Ah -dijo Maximilian-, el bueno de Dickens.
Al parecer, no se le ocurrió nada más para ampliar el tema, así que aproveché aquel silencio momentáneo.
– Max -le dije-, usted es un hombre de mundo…
Al oír esas palabras se pavoneó un poco y se irguió todo lo que un hombre de su estatura podía erguirse.
– Pero no un hombre de mundo cualquiera…, un boulevardier -dijo.
– Exacto -le dije, mientras me preguntaba qué significaría esa palabra-. ¿Ha estado alguna vez en Stavanger? -le pregunté, lo que ahorraba tener que consultar el atlas.
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