Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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La puerta de la habitación de Harriet estaba tapizada en paño verde, lo que le confería el aspecto de una mesa de billar puesta de pie. La empujé suavemente y se abrió con un inquietante silencio.

La estancia era un derroche de luz. A través de los ventanales que ocupaban tres de sus lados, el sol penetraba a raudales, difuminado por incontables guirnaldas de tela italiana de encaje, e iluminaba una habitación que podría haber sido perfectamente el escenario de una obra de teatro sobre los duques de Windsor. En la superficie del aparador aguardaban un buen número de cepillos y peines de Fabergé, como si Harriet acabara de entrar en la habitación de al lado para darse un baño. Los frascos de perfume diseñados por Lalique estaban rodeados de vistosos brazaletes de baquelita y ámbar, mientras que un llamativo calientaplatos y una tetera de plata esperaban pacientemente, listos para prepararle su té matutino. Una única rosa amarilla se marchitaba en un esbelto jarrón de cristal.

Sobre una bandeja ovalada vi una minúscula botellita de cristal que no contenía más de una o dos gotitas de perfume.

La cogí, le quité el tapón y me la acerqué con gesto lánguido a la nariz. Olía a florecillas azules, a praderas y a hielo.

Me embargó una emoción muy particular… o, mejor dicho, me atravesó, como si yo fuera un paraguas que trata de recordar lo que se siente cuando lo abren bajo la lluvia. Me fijé en la etiqueta y vi que constaba de una única palabra: «Miratrix.»

Vi también una pitillera con las iniciales «H. de L.», junto a un espejo de mano en cuya parte de atrás estaba grabada la imagen de Flora, la de La primavera de Botticelli. Nunca antes, en las reproducciones que había visto del original, me había fijado en que Flora parecía embarazada y muy feliz de estarlo. ¿Sería papá quien le había regalado aquel espejo a Harriet cuando estaba embarazada de una de nosotras? Y si ése era el caso, ¿de cuál? ¿De Feely, de Daffy o de mí? Me pareció bastante improbable que se tratara de mí: tener una tercera niña difícilmente podía considerarse un regalo de los dioses…, sobre todo en lo que respecta a papá.

No, seguramente se trataba de Ophelia, la primogénita, la que parecía haber llegado a este mundo con un espejo en la mano…, tal vez ese mismo espejo.

Junto a una de las ventanas había una silla de mimbre que constituía un rincón perfecto para leer, y allí mismo, al alcance de la mano, se hallaba la reducida biblioteca de Harriet. Se había traído los libros de su época de estudiante en Canadá y de los veranos que pasaba en Boston con una tía suya: Ana, la de Tejas Verdes y Jane de Lantern Hill estaban junto a Penrod y Merton of the Movies, mientras que al final del estante se hallaba un gastado ejemplar de The Awful Disclosures of Maria Monk. No había leído ninguno de aquellos libros, pero por lo poco que sabía de Harriet, seguro que todos ellos hablaban de espíritus libres y de renegadas.

Muy cerca, sobre una mesita redonda, descubrí un álbum de fotos. Abrí la tapa y me fijé en que las páginas eran de grueso papel negro y que, debajo de cada foto en blanco y negro, figuraba una leyenda escrita a mano con tiza blanca: Harriet a los dos años en Morris House; Harriet a los quince años en la Academia Femenina de la señorita Bodycote (1930, Toronto, Canadá); Harriet con el avión Blithe Spirit, su De Havilland Gipsy Moth (1938); Harriet en el Tibet (1939).

Las fotos mostraban la evolución de Harriet desde que era un querubín regordete con una mata de pelo rubio hasta convertirse en una muchacha alta, delgada y sonriente (completamente plana, al parecer), vestida con un traje de hockey; o en una estrella de cine de rubio flequillo que apoyaba despreocupadamente una mano, cual Amelia Earhart, en el borde de la cabina del Blithe Spirit. No había ni una sola fotografía de papá, ni tampoco de ninguna de nosotras.

En todas las fotos, las facciones de Harriet eran el resultado de coger las de Feely, las de Daffy y las mías, meterlas en un tarro y sacudirlas a base de bien para después redistribuirlas y diseñar el rostro sonriente, seguro de sí mismo y al mismo tiempo increíblemente tímido, de aquella aventurera.

Mientras contemplaba ese rostro, intentando descubrir el alma de Harriet a través del papel fotográfico, alguien llamó a la puerta con suavidad.

Se produjo un silencio y en seguida volvieron a llamar. De repente, la puerta empezó a abrirse.

Era Dogger, que introdujo muy despacio la cabeza en la habitación.

– ¿Coronel De Luce? -dijo-. ¿Está usted aquí?

Me quedé helada y apenas me atreví a respirar. Dogger no movió ni un solo músculo, pero miró hacia el frente, como suelen hacer los sirvientes bien adiestrados que conocen el lugar que ocupan, y confió en que su oído le dijera si estaba o no interrumpiendo algo.

Pero… ¿a qué jugaba? ¿Acaso no acababa de decirme que la policía se había llevado a papá? ¿Por qué diantre, entonces, esperaba encontrarlo allí, en el vestidor de Harriet? ¿Tan confuso estaba Dogger? ¿O es que me estaba vigilando de cerca?

Entreabrí ligeramente los labios y respiré despacio por la boca para que no me delatara un díscolo silbido de la nariz, y al mismo tiempo recé en silencio para que no me entraran ganas de estornudar.

Dogger se quedó allí durante lo que me pareció una eternidad, como un cuadro vivo. En la biblioteca había visto grabados de aquella antigua forma teatral, según la cual los actores debían blanquearse el rostro con afeites y polvos antes de adoptar poses inmóviles, a menudo de naturaleza provocativa, que supuestamente representaban escenas de las vidas de los dioses.

Transcurrido un rato, justo cuando ya empezaba a entender cómo se siente un conejo cuando «se queda paralizado», Dogger retiró muy despacio la cabeza y cerró la puerta sin hacer ruido.

¿Me habría visto? Y, en el caso de que me hubiera visto, ¿estaba fingiendo que no había sido así?

Aguardé y escuché, pero no me llegó ningún ruido de la habitación de al lado. Sabía que Dogger no se quedaría allí mucho, así que cuando consideré que había transcurrido el tiempo suficiente, abrí la puerta y eché un vistazo.

La habitación de papá estaba tal y como yo la había dejado. Los dos relojes seguían marcando el paso del tiempo, pero me pareció -supongo que por el susto- que el tictac se oía mucho más. Al darme cuenta de que disponía de una oportunidad que jamás se me volvería a presentar, empecé la búsqueda utilizando el mismo método que había empleado en el estudio, pero dado que la habitación de papá era tan espartana como seguramente lo fue la tienda de campaña de Leónidas, la verdad es que no me llevó mucho tiempo.

El único libro de la habitación era un catálogo de Stanley Gibbons para una subasta de sellos que iba a celebrarse dentro de tres meses. Le di la vuelta y pasé ávidamente las páginas, pero no encontré nada.

Sorprendentemente, en el armario de papá había muy poca ropa: un par de viejas chaquetas de tweed con coderas de piel (los bolsillos estaban vacíos), dos jerséis de lana y unas cuantas camisas. Rebusqué en los zapatos y en un par de botas militares de agua, pero tampoco encontré nada.

Con una punzada de dolor, me di cuenta de que, aparte de esa ropa, lo único que tenía papá era su traje de los domingos, que seguramente aún llevaba puesto cuando el inspector Hewitt se lo había llevado (me negaba a decir que lo habían «arrestado»).

Tal vez hubiera escondido el Penny Black agujereado en algún otro sitio, como la guantera del Rolls-Royce de Harriet. Que yo supiera, incluso podría haberlo destruido. Y pensándolo bien, la verdad es que tenía sentido. El sello estaba roto y, por tanto, no tenía ningún valor. Había algo en él, sin embargo, que había alterado a papá, así que no era descabellado pensar que le hubiese pegado fuego el mismo viernes, nada más regresar a su habitación.

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