Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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– Se lo han llevado, señorita Flavia. La policía se lo ha llevado.

Doce

Feely y Daffy estaban sentadas en un floreado sofá del salón, la una en brazos de la otra, ululando igual que sirenas antiaéreas. Ya me había adentrado unos cuantos pasos en el salón para unirme a ellas cuando Ophelia me vio.

– ¿Dónde has estado, mala bestia? -me dijo entre dientes al tiempo que se ponía en pie de un salto y se acercaba a mí como un gato montés. Tenía los ojos hinchados y rojos como los catadióptricos de las bicicletas-. Todo el mundo te estaba buscando. Pensábamos que te habías ahogado. Ah, no sabes cuánto he rezado para que fuera así.

«Bien venida al hogar, Flave», pensé.

– A papá lo han arrestado -dijo Daffy como si fuera lo más normal del mundo-. Se lo han llevado.

– ¿Adónde? -pregunté.

– ¿Y cómo quieres que lo sepamos? -me escupió Ophelia con desdén-. A donde se lleven a los detenidos, supongo. ¿Dónde has estado?

– ¿Bishop's Lacey o Hinley?

– ¿Qué quieres decir? Habla más claro, so estúpida.

– Bishop's Lacey o Hinley -repetí-. La comisaría de Bishop's Lacey sólo tiene una sala, así que no creo que lo hayan llevado allí. La policía del condado está en Hinley, por lo que lo más probable es que lo hayan llevado a Hinley.

– Lo acusarán de asesinato -dijo Ophelia-, ¡y luego lo ahorcarán!

Se echó a llorar de nuevo y dio media vuelta. Durante un segundo, casi la compadecí.

Al salir del salón y dirigirme al vestíbulo vi a Dogger subiendo muy despacio la escalinata oeste, como un condenado que estuviera subiendo los escalones del patíbulo.

¡Era mi oportunidad!

Esperé hasta que Dogger desapareció en lo alto de la escalinata, después entré sigilosamente en el estudio de papá y eché el cerrojo sin hacer ruido. Era la primera vez en mi vida que entraba yo sola en aquella estancia.

Una pared entera estaba consagrada a los álbumes de sellos de papá, gruesos volúmenes de piel cuyo color indicaba el reinado de los distintos monarcas: negro para la reina Victoria, rojo para Eduardo VII, verde para Jorge V y azul para nuestro actual monarca, el rey Jorge VI. Recordé un delgado volumen de color rojo escarlata, situado entre el álbum verde y el azul, que contenía sólo unos cuantos artículos: las nueve variantes conocidas de los cuatro sellos emitidos con la efigie del rey Eduardo VIII, antes de que éste se largara con aquella aristócrata estadounidense.

Me constaba que a papá le producían un inagotable placer las incontables y diminutas variaciones de sus papelitos de colores, pero desconocía por completo los detalles. Sólo cuando papá se emocionaba lo suficiente con algún cotilleo banal publicado en The London Philatelist, lo bastante interesante como para que nos lo contara extasiado durante el desayuno, descubríamos algo más de su reducido mundo. Aparte de esas raras ocasiones, tanto mis hermanas como yo éramos unas auténticas ignorantes en cuestión de sellos de correos, a diferencia de papá: el pobre se entretenía muchísimo colocando sus trocitos de papel de colores, cosa que hacía con un fervor más inquietante que el que llevaba a otros hombres a colgar de la pared cabezas de venado o de tigre.

En la pared opuesta a la que ocupaban los álbumes había un aparador de estilo jacobino cuya superficie y cajones estaban llenos hasta los topes de material filatélico: fijasellos, odontómetros, bandejas esmaltadas para humedecer los sellos, botellitas de fluido para revelar las filigranas, goma de borrar, sobres, arandelas de refuerzo, pinzas para sellos y una lámpara ultravioleta.

En el extremo más alejado de la habitación, frente a las puertaventanas que daban a la galena, se hallaba el escritorio de papá: una mesa de biblioteca tan grande como un campo de fútbol que en otros tiempos tal vez hubiera prestado servicio en la contaduría de Scrooge y Marley. Sospeché de inmediato que los cajones estaban cerrados con llave… y no me equivoqué.

Me pregunté en qué parte de una habitación llena de sellos escondería papá un sello. No me cabía la menor duda de que lo había escondido…, que es exactamente lo mismo que habría hecho yo. Papá y yo compartíamos la pasión por la privacidad y me di cuenta de que mi padre jamás sería tan estúpido como para esconderlo en un lugar obvio.

Más que mirar encima de las cosas, o en el interior de las cosas, lo que hice fue tumbarme en el suelo, como si fuera un mecánico inspeccionando los bajos de un coche, y deslizarme de espaldas por toda la habitación, examinando la parte inferior de los muebles. Miré debajo del escritorio, debajo de la mesa, debajo de la papelera y debajo de la silla Windsor de papá. Miré también debajo de la alfombra turca y detrás de las cortinas. Miré detrás del reloj y en la parte de atrás de todos los cuadros que colgaban de la pared.

Había demasiados libros como para comenzar a buscar entre ellos, así que me puse a pensar en aquellos en los que probablemente nadie buscaría. ¡Claro! ¡La Biblia! Sin embargo, tras ojear rápidamente la versión autorizada del rey Jaime, no encontré más que un viejo folleto de la iglesia y una tarjeta de condolencias escrita con motivo del fallecimiento de algún De Luce de la época de la Gran Exposición.

Y entonces me acordé de que papá había arrancado el sello del pico de la agachadiza chica y se lo había guardado en el bolsillo del chaleco. Tal vez lo hubiera dejado allí con la intención de deshacerse de él más tarde.

¡Sí, claro! El sello no estaba allí. ¡Qué estúpida había sido al pensar que estaría allí! El estudio al completo encabezaba, desde luego, la lista de escondites demasiado obvios. Sentí de golpe la certeza, como si fuera una ola que me empapaba, y supe, gracias a lo que Feely y Daffy denominaban incorrectamente «intuición femenina», que el sello estaba en otra parte.

Tratando de no hacer ruido, giré la llave y salí al vestíbulo. Mis hermanas las Raritas aún estaban llorando en el salón: sus voces aumentaban o disminuían de intensidad según las notas de rabia o de dolor. Podría haberme quedado a escuchar junto a la puerta, pero no quise. Tenía cosas más importantes que hacer.

Subí por la escalinata oeste con el sigilo de una sombra y me dirigí al ala sur.

Tal y como imaginaba, la habitación de papá se hallaba casi a oscuras cuando entré. En muchas ocasiones, había contemplado las ventanas de aquella estancia desde el jardín, y siempre había visto las gruesas cortinas cerradas.

Una vez dentro, la habitación parecía tan melancólica como un museo fuera de horas de visita. La poderosa fragancia de las colonias y las lociones de papá me hizo pensar en sarcófagos abiertos y vasos canopos que en otros tiempos hubieran contenido especias. Las patas delicadamente talladas de un lavamanos estilo reina Ana se me antojaron casi indecentes en comparación con la siniestra cama gótica del rincón, como si un chambelán viejo y avinagrado estuviera contemplando dispépticamente a su querida mientras ésta se bajaba las medias de seda por sus largas y lozanas piernas.

Hasta los dos relojes de la estancia parecían hablar de tiempos pasados. Sobre la repisa de la chimenea había una aberración de similor cuyo péndulo de latón, como si del filo curvo de El pozo y el p é ndulo se tratara, marcaba el tiempo y resplandecía débilmente al final de cada oscilación, iluminado por la luz tenue de la estancia. Junto a la cama, un precioso reloj de estilo georgiano expresaba en silencio su desacuerdo: sus agujas marcaban las tres y quince, mientras que las del reloj de péndulo indicaban las tres y doce.

Crucé la larga habitación hasta el otro extremo y me detuve: el vestidor de Harriet -al que sólo se podía acceder desde la habitación de papá- era territorio prohibido. Papá nos había educado para respetar el santuario en que había convertido aquel espacio el día que se enteró de la muerte de Harriet. Y nos había educado haciéndonos creer, aunque jamás llegara a decírnoslo abiertamente, que si violábamos aquella norma seríamos conducidas en fila india hasta el fondo del jardín, donde se nos colocaría frente al muro y se nos fusilaría sumariamente.

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