– Ya -dijo el inspector Hewitt-. ¿Y luego qué hiciste?
– Entré de nuevo en casa y fui a buscar a Dogger. El resto ya lo sabe usted, creo.
Pero un momento… Yo sabía que Dogger no le había contado al inspector que ambos habíamos escuchado a escondidas la discusión de papá con Horace Bonepenny. Aun así, no era muy creíble que Dogger le dijera al inspector que yo lo había despertado a las cuatro de la mañana pero no le hubiera dicho que acababa de matar a un hombre. ¿O sí lo era?
Necesitaba tiempo para resolver esa cuestión.
– Forcejear con un agresor no se puede considerar asesinato -dijo el inspector.
– No -admití-, pero es que no se lo he contado todo.
Repasé a la velocidad del rayo mi fichero mental: venenos desconocidos para la ciencia (demasiado lento); hipnotismo letal (ídem); técnicas secretas y prohibidas de jiu-jitsu (poco creíble; demasiado complicado de explicar). De repente, empecé a darme cuenta de que para ser un mártir había que poseer un gran talento imaginativo, pues no bastaba con la labia.
– Pero es que me da vergüenza -dije al fin.
«Cuando tengas dudas -me dije-, recurre al sentimentalismo.» Me sentí muy orgullosa de mí misma por haber encontrado esa salida.
– Ajá -dijo el inspector-. Bueno, vamos a dejarlo de momento. ¿Le dijiste a Dogger que habías matado al merodeador?
– No, creo que no. Estaba tan alterada por todo lo sucedido, ¿sabe usted?…
– ¿Se lo contaste más tarde?
– No, supuse que sus nervios no soportarían algo así.
– Bueno, todo lo que dices es muy interesante -repuso el inspector Hewitt-, pero los detalles son un poco escasos.
Sabía bien que me hallaba al borde de un precipicio: un paso más y ya no habría vuelta atrás.
– Hay más -dije-, pero…
– ¿Pero?
– No pienso contarle ni una palabra más si no me deja hablar con mi padre.
Tuve la sensación de que el inspector Hewitt estaba intentando tragarse algo que se negaba a bajar. Abrió la boca como si en su garganta se hubiera formado algún tipo de obstrucción y luego la cerró de nuevo. Tragó saliva y a continuación hizo algo que me pareció admirable, tanto que tomé buena nota mental de añadirlo a mi repertorio de trucos: se sacó un pañuelo del bolsillo y transformó su asombro en un estornudo.
– En privado -añadí.
El inspector Hewitt se sonó ruidosamente la nariz y se acercó de nuevo a la ventana, desde donde miró hacia ninguna parte en concreto con las manos de nuevo a la espalda. Empecé a intuir lo que significaba esa actitud: que estaba reflexionando.
– De acuerdo -dijo con brusquedad-. Ven conmigo.
Bajé de mi silla de un alegre brinco y lo seguí. Ya en la puerta, me impidió salir al pasillo con un brazo y se volvió hacia mí para dejar caer la otra mano sobre mi hombro tan suavemente como si fuera una pluma.
– Estoy a punto de hacer algo de lo que tal vez me arrepienta -declaró-. Me juego el puesto. No me dejes en mal lugar, Flavia… Por favor, no me dejes en mal lugar.
– ¡Flavia! -exclamó papá. Estaba claro que se había quedado de piedra al verme allí, pero lo estropeó al añadir-: Llévese a la niña, inspector. Se lo ruego, sáquela de aquí.
Me dio la espalda y se dedicó a contemplar la pared.
Aunque la puerta de la habitación estaba pintada con esmalte de color amarillento, era más que obvio que estaba revestida de acero. Cuando el inspector la había abierto, me había permitido comprobar que la estancia en realidad no era más que un pequeño despacho con un catre plegable y un lavabo sorprendentemente limpio. Gracias a Dios, no habían encerrado a papá en una de las celdas con rejas que había visto antes.
El inspector Hewitt me hizo un gesto brusco con la barbilla, como si quisiera decirme «Tú verás», y luego cerró la puerta tan silenciosamente como pudo. No oí el ruido de ninguna llave al girar en la cerradura, ni tampoco el de ningún cerrojo al correr, aunque tal vez amortiguaron el sonido el intenso resplandor procedente del exterior y el repentino estallido de un trueno.
Papá debió de pensar que me había marchado con el inspector, porque se sobresaltó al volverse y comprobar que yo aún seguía allí.
– Vete a casa, Flavia -dijo.
Aunque permanecía con la espalda rígida, totalmente erguido, su voz sonaba cansada y sin fuerzas. Intentaba ser el impasible caballero inglés de siempre, impávido ante el peligro, y me di cuenta, con una punzada de dolor, de que su actitud me hacía odiarlo y quererlo al mismo tiempo.
– Está lloviendo -dije, señalando la ventana. Las nubes se habían abierto, como ya habían hecho antes en el disparate arquitectónico, y había empezado a llover con fuerza. Se oía claramente el ruido de las gruesas gotas al rebotar como balas en el alféizar de la ventana. En un árbol que había al otro lado de la calle, un solitario grajo se sacudía como un paraguas mojado-. No puedo volver a casa hasta que pare. Además, alguien se ha llevado a Gladys.
– ¿ Gladys? -repitió, observándome como una criatura marina extinguida que surge de las profundidades más remotas.
– Mi bicicleta -le aclaré.
Papá asintió con gesto ausente y supe que no me había oído.
– ¿Quién te ha traído? -preguntó-. ¿Él?
Indicó la puerta con el pulgar para referirse al inspector Hewitt.
– He venido yo sola.
– ¿Tú sola? ¿Desde Buckshaw?
– Sí -dije.
Al parecer, aquello era más de lo que papá alcanzaba a comprender, así que se volvió de nuevo hacia la ventana. No pude evitar fijarme en que había adoptado la misma postura que el inspector Hewitt, con las manos unidas a la espalda.
– Tú sola. Desde Buckshaw -dijo, como si por fin lo hubiera entendido.
– Sí.
– ¿Y Daphne y Ophelia?
– Están bien las dos -lo tranquilicé-. Te echan muchísimo de menos, claro, pero entre las dos se ocupan de todo hasta que vuelvas a casa.
« Si dices una mentira, tu madre expira. »
Eso era lo que solían cantar las niñas cuando saltaban a la cuerda en el cementerio. Bueno, pues como mi madre ya había expirado, tampoco iba a pasar nada, ¿verdad? Y, ¿quién sabe?, a lo mejor hasta me servía de algo en el cielo.
– ¿Hasta que vuelva a casa? -dijo al fin papá, como si se le hubiera escapado un suspiro-. Me temo que aún falta un poco para eso… No…, me temo que aún falta bastante.
De la pared, junto a una ventana de barrotes, colgaba el calendario de un verdulero de Hinley: el almanaque mostraba una foto del rey Jorge y otra de la reina Isabel, cada cual herméticamente encerrado en su burbuja privada, pero vestidos de tal guisa que lo primero que pensé fue que el fotógrafo los había sorprendido por azar mientras se dirigían a un baile de disfraces en el castillo de algún principito bávaro.
Papá lanzó una mirada furtiva al calendario y empezó a caminar sin sosiego de un lado a otro de la pequeña habitación, pero evitó mirarme en todo momento. Tuve la sensación de que había olvidado mi presencia, pues empezó a emitir irregulares murmullos salpicados de vez en cuando con un resoplido de indignación, como si se estuviera defendiendo ante un tribunal invisible.
– Acabo de confesar -dije.
– Ya, ya -asintió papá, pero siguió caminando de un lado a otro y murmurando para sus adentros.
– Le he dicho al inspector Hewitt que yo maté a Horace Bonepenny.
Papá se detuvo en seco, como si hubiera topado con una espada. Se volvió hacia mí y me observó con esos formidables ojos azules que tan a menudo se convertían en su arma favorita a la hora de batallar con sus hijas.
– ¿Y qué sabes tú de Horace Bonepenny? -me preguntó en un tono gélido.
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