Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Kidlington rompió el silencio:

– ¿Hora aproximada de la muerte?

– En algún momento de la noche pasada, quizás al principio de la velada.

– ¿Arma?

– No está muy claro. Desde luego, nada de cuchillo corriente. Observe el tajo del hombro. Los bordes de la herida presentan mellas.

– ¿Conclusión?

– Algo fino y puntiagudo. Quizás un destornillador o un punzón de hielo.

La mirada de Kidlington recorrió la estancia.

– El de Pope está todavía en el carrito de las bebidas. A menos que el asesino ande por ahí con su propio punzón de hielo, dudo mucho que esa sea el arma del crimen. -Kidlington volvió a mirar el cadáver-. Yo diría que fue un estilete. Es un arma que se clava, no que corta dando tajos. Eso explicaría la herida irregular del hombro y la perforación limpia del ojo.

– Exacto, señor.

Kidlington ya había visto suficiente. Se puso en pie e indicó con un ademán a Meadows que cubriese el cadáver.

– ¿La mujer?

– En la alcoba. Por aquí, señor.

Robert Pope ocupaba el asiento del pasajero en la furgoneta, visiblemente pálido y estremecido, mientras Dicky Dobbs conducía a gran velocidad rumbo al hospital St. Thomas. Fue Robert quien, aprimera hora de aquella mañana, descubrió los cadáveres de su hermano y de Vivie. Había estado esperando a Vernon en el café del East End donde acostumbraban a desayunar todos los días y se alarmó al ver que no se presentaba. Fue a buscar a Dicky a su piso y se dirigieron juntos al almacén. Soltó un alarido al ver los cadáveres y su pie atravesó el cristal de la mesa.

Robert y Vernon Pope eran hombres realistas. Tenían perfectamente asumido que sus actividades comportaban bastante peligro y que cualquiera de ellos, incluso los dos, podía morir joven. Como todos los hermanos, a veces regañaban, pero Robert Pope quería a su hermano mayor más que a ninguna otra persona del mundo. Vernon había sido como un padre para él, cuando dicho padre, un desempleado déspota y alcohólico, se marchó para no volver nunca más. La forma en que murió Vernon fue lo que más horrorizó a Robert, apuñalado en el ojo, para luego dejarlo tirado en el suelo, desnudo. Y Vivie, un ser inocente, con el corazón atravesado por un puñal.

Cabía la posibilidad de que ambas muertes fuesen obra de alguno de sus rivales. La guerra les había permitido ampliar muy provechosamente los negocios y se introdujeron en un nuevo territorio. Pero aquellos asesinatos no le parecían cosa propia de ninguna banda que conociese. Robert sospechaba que debía de estar relacionado con aquella mujer, Catherine, o como se llamase en realidad. Robert hizo una llamada anónima a la policía -tarde o temprano iban a tener que tomar cartas en el asunto-, pero no confiaba en que descubriesen al asesino de su hermano. De eso se encargaría él personalmente.

Dicky aparcó junto al río y entró en el hospital por una puerta de servicio. Volvió a salir cinco minutos después y regresó a la furgoneta.

– ¿Estaba? -preguntó Pope.

– Sí. Cree que puede agenciárnoslo.

– ¿Cuánto tiempo va a tardar?

– Veinte minutos.

Media hora después un individuo escuálido, de rostro chupado, vestido con uniforme de enfermero, salió por la parte trasera del hospital y se acercó trotando a la furgoneta.

Dicky bajó el cristal de la ventanilla.

– Lo tengo, señor Pope -dijo-. Una chica del despacho de la entrada me lo proporcionó. Dijo que va contra el reglamento, pero me la camelé. Le prometí un papiro de cinco libras. Espero que a usted no le importe.

Dicky alargó la mano y el enfermero le entregó un trozo de papel. Dicky se lo pasó a Pope.

– Buen trabajo, Sammy -encomió Pope al tiempo que echaba un vistazo al papel-. Dale su dinero, Dicky.

El enfermero lo tomó y la decepción se reflejó en su semblante.-¿Qué pasa, Sammy? -preguntó Dicky-. Diez chelines, tal como te prometí.

– ¿Y qué hay de las cinco libras para la chica?

– Considéralas gastos generales por tu cuenta -dijo Pope.-Pero, señor Pope…

– Sammy, no jodas la marrana viniéndome ahora con puñetas. Dicky puso la primera y la furgoneta arrancó con estridente chirrido de neumáticos.

– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Dicky.

– Islington. ¡Rápido!

Doña Eunice Wright, del número 23 de Norton Lane, Islington, hacía juego con su casa: alta, delgada, de unos cincuenta y cinco años, toda robustez, energía y modales victorianos. Ignoraba -nunca llegaría a saberlo, ni siquiera cuando aquel desagradable episodio hubo acabado por completo- que una agente del servicio de inteligencia militar alemán, llamada Catherine Blake, había utilizado su domicilio como dirección falsa.

Eunice Wright llevaba quince días esperando que un operario de reparaciones fuese a examinar la caldera averiada. Antes de la guerra, los huéspedes de su bien atendida y cuidada pensión eran en su mayoría muchachos jóvenes, siempre dispuestos a echarle una mano cuando algo fallaba en las tuberías, en la estufa o en la cocina. Ahora, todos los jóvenes estaban en el ejército. Su propio hijo, presente de modo continuo en su pensamiento, se encontraba en aquellos instantes en algún lugar de África del Norte. Los huéspedes actuales no le proporcionaban ninguna satisfacción: dos ancianos que se pasaban el tiempo venga a hablar de la guerra pasada y dos jovencitas pueblerinas y más bien tontas que habían salido huyendo de su tediosa aldea de las East Midlands para trabajar en una fábrica de Londres. Cuando vivía, Leonard se encargaba de todas las reparaciones. pero Leonard llevaba diez años difunto.

La señora tomaba una taza de té junto a la ventana del salón. La tranquilidad reinaba en la casa. Arriba, los hombres jugaban a las damas. Ella les había recomendado con insistencia que se abstuvieran de hacer resonar las fichas, para no despertar a las chicas, que acababan de llegar tras su tarea en el turno de noche. Asediada por el aburrimiento, la mujer encendió la radio y se puso a escuchar el boletín de noticias de la BBC.

Al detenerse delante de la casa, la furgoneta despertó la extrañeza de Eunice Wright. No llevaba ningún distintivo -el nombre de una compañía pintado en el panel lateral- y los dos hombres que iban delante del vehículo no se parecían a ningún operario de reparaciones que ella hubiese visto nunca. El que estaba al volante era alto y robusto, con el pelo cortado casi al rape y un cuello tan grueso que parecía como si simplemente le hubieran plantado la cabeza encima de los hombros. El otro era más bajo, moreno de pelo y con expresión de estar furioso con el mundo entero. Sus ropas también eran raras. En vez del mono de trabajo que suelen llevar los obreros, vestían trajes que sin duda eran caros, a juzgar por su aspecto.

Abrieron las portezuelas y se apearon. Eunice tomó nota mental del detalle de que no llevaban herramientas. Tal vez querían examinar los daños que sufría la caldera antes de entrar las herramientas. Sólo comprobar de qué se trataba, para asegurarse de que cargaban con los útiles necesarios y nada más. Los examinó con más atención mientras avanzaban hacia la puerta de la fachada. Parecían razonablemente sanos. ¿Por qué no estaban en el ejército? Observó que mientras se acercaban miraron por encima del hombro hacia un lado y otro de la calle, como si trataran de cerciorarse de que nadie reparaba en su aproximación a la casa. De súbito, la señora Wright deseó que Leonard estuviese allí.

La forma en que llamaron a la puerta no era en absoluto cortés. Imaginó que la policía llamaría así cuando supusieran que al otro lado de la puerta se encontraba un delincuente. Repitieron la llamada, tan fuerte que hizo trepidar los cristales de la ventana del salón.

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