Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Le acarició el pene. Vernon gimió y la besó con más fuerza. Ahora lo tenía inerme y desvalido. Le obligó a dar media vuelta y quedar de espaldas a la cama.

A continuación le propinó un violento rodillazo en la ingle. Pope se dobló sobre sí mismo, jadeó en busca de aire y se llevó las manos a las partes. Vivie chilló.

Catherine giró sobre sí misma y disparó el codo contra el puente de la nariz de Vernon. Percibió el chasquido que produjeron hueso y cartílago al romperse. Pope se desplomó sobre el suelo, a los pies de la cama; le manaba la sangre por las ventanas de la nariz. Vivie seguía chillando, de rodillas encima de la cama. Ya no constituía amenaza alguna para Catherine.

La muchacha dio media vuelta y se dirigió veloz hacia la puerta. Pope, todavía en el suelo, alargó la pierna.

Golpeó a Catherine en el tobillo derecho y consiguió que se le enredaran las piernas y diese un traspié. Cayó pesadamente contra el suelo y el fuerte impacto la dejó sin aliento. Estuvo unos segundos viendo las estrellas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Temió estar a punto de perder el conocimiento.

Bregó para apoyarse en las manos y las rodillas y se disponía a tomar impulso para levantarse cuando Pope le agarró un tobillo y empezó a tirar de ella. Con un giro celérico, Catherine se puso de costado y descargó el tacón de su zapato contra la nariz rota.

Pope lanzó un alarido de dolor agónico, pero su presa del tobillo no hizo sino que cobrar más fuerza.

197

Catherine le golpeó otra vez, y luego otra.

Por último; Vernon soltó la presa.

Catherine se puso en pie trabajosamente y corrió hacia el sofá, donde Pope la había obligado a dejar el bolso. Lo abrió y descorrió la cremallera del compartimento interior. Llevaba allí el estilete de hoja retráctil. Lo empuñó y accionó el muelle. La hoja ocupó su sitio.

Pope se había levantado y se precipitaba a través de la oscuridad, con los brazos extendidos para cogerla. Catherine dio media vuelta y lanzó una feroz cuchillada. La punta de la hoja del estilete desgarró el hombro derecho de Vernon en un alargado tajo.

Pope se llevó la mano izquierda a la herida y chilló de dolor, mientras la sangre se deslizaba entre sus dedos. Al tener el brazo cruzado sobre el pecho, a Catherine no le era posible clavarle el estilete en el corazón. La Abwehr le había enseñado otro método, pero sólo pensar en él encogía el ánimo de Catherine. Sin embargo, iba a tener que emplearlo. No le quedaba otra elección.

Catherine se acercó al hombre un paso más, echó el brazo hacia atrás para cobrar impulso y hundió la hoja del estilete en el ojo de Vernon Pope.

Caída en el suelo en postura fetal, en un rincón del dormitorio, Vivie lloraba histéricamente. Catherine la agarró por un brazo, tiró de ella, obligándola a ponerse en pie, y la puso de espaldas contra la pared.

– ¡Por favor, no me hagas daño!

– No voy a hacerte daño.

– No me hagas daño.

– Te digo que no voy a hacerte daño.

– Te prometo que no se lo diré a nadie, ni siquiera a Robert. Lo juro.

– ¿Ni a la policía?

– No diré nada a la policía.

– Bueno. Sabía que podía confiar en ti.

Catherine le acarició el pelo, le tocó la cara. Vivie pareció tranquilizarse. Su cuerpo se caía inerte y Catherine tuvo que sostenerla para impedir que fuese a parar al suelo.

– ¿Qué eres tú? -preguntó Vivie-. ¿Cómo pudiste hacerle eso?

Catherine no dijo nada, se limitó a acariciar el pelo de Vivie con una mano mientras la otra se deslizaba suavemente tratando de localizar el punto preciso del fondo de la caja torácica. Los ojos de Vivie se desorbitaron cuando el estilete penetró a través de su corazón. Un grito de dolor nació en su garganta pero cuando llegó a sus labios lo hizo convertido en un sordo gorgoteo. Murió rápida y silenciosamente, con la mirada fija de sus ojos clavada en los de Catherine.

Catherine la soltó. El movimiento de su cuerpo al deslizarse pared abajo hizo que el estilete abandonara su corazón. Catherine contempló la sangre, toda la devastación humana que la rodeaba. «Dios mío, ¿en qué me han convertido?» Luego cayó de rodillas junto al cuerpo sin vida de Vivie y empezó a vomitar violentamente.

Cumplió los ritos de la huida con sorprendente serenidad. En el cuarto de baño, se lavó a fondo, eliminando la sangre de las manos, de la cara y de la hoja del estilete. No podía hacer nada respecto a la sangre del jersey, salvo ocultar la prenda bajo el chaquetón de cuero. Atravesó el dormitorio, dejó a su espalda el cadáver de la mujer y pasó a la otra habitación. Se llegó a la ventana y miró la calle. Todo indicaba que Pope había cumplido su palabra. No se veía a nadie fuera del almacén. Aunque seguramente encontrarían el cadáver por la mañana y, en cuanto lo hicieran, se lanzarían tras ella. Por el momento, al menos, estaba a salvo. Recogió el bolso y, de encima de la mesa, las cien libras en efectivo que había entregado a Pope. Tomó el montacargas, cruzó el almacén y se esfumó en la noche.

22

Londres Este

A diferencia de la mayoría de los miembros de su profesión, el comisario jefe Andrew Kidlington evitaba aparecer por la escena de un homicidio siempre que le era posible. Pastor lego de la iglesia de su localidad, hacía mucho tiempo que perdió el gusto por las facetas más macabras de su oficio. Contaba con un completo y cualificado equipo de funcionarios profesionales, reunido a lo largo de los años, y creía que lo mejor era darles carta blanca. Poseía un talento legendario para deducir y sacar más conclusiones acerca de un asesinato examinando un buen archivo que visitando la escena del crimen, y siempre se aseguraba de que pasara por su mesa hasta el más ínfimo trozo de papel generado por su departamento. Pero no todos los días le clavaba alguien un cuchillo a un individuo de la calaña de Vernon Pope. Eso era algo que tenía que ver con sus propios ojos.

El agente uniformado que montaba guardia ante la puerta del almacén se apartó al ver acercarse a Kidlington.

– El montacargas está al fondo del almacén, señor. Suba en él a la primera planta. En el rellano hay otro agente. Le indicará el camino.

Kidlington cruzó despacio la planta baja del almacén. Era alto y anguloso, de grisácea cabellera rizada como lana y el gesto de alguien perennemente preparado para dar malas noticias. Como consecuencia, sus hombres tendían a moverse a su alrededor con ligereza.

Un joven sargento detective llamado Meadows le aguardaba en el rellano. Para el gusto de Kidlington, Meadows vestía prendas demasiado ostentosas y salía con demasiadas mujeres. Pero era un detective excelente y llevaba el ascenso escrito sobre su persona.

– Menudo desbarajuste hay ahí dentro, señor -dijo Meadows.

Kidlington percibió el sabor de la sangre cuando Meadows le acompañó al interior. El cadáver de Vernon Pope yacía sobre una alfombra oriental, al lado del sofá. El círculo oscuro de la sangre rehusaba la cobertura gris de la sábana. Pese a llevar treinta años en la Policía Metropolitana, Kidlington notó que la bilis le subía rauda hacia la garganta cuando Meadows se arrodilló junto al cuerpo y levantó la sábana.

– Dios santo! -exclamó Kidlington entre dientes. Hizo una mueca y se apartó unos segundos para recuperar la compostura. -Jamás vi nada parecido -comentó Meadows.

El cuerpo sin vida de Vernon Pope estaba desnudo, boca arriba, en medio de un charco de sangre seca y negra. Saltaba a la vista que la herida mortal le llegó sólo después de una pelea brutal. En el hombro tenía una abrupta cuchillada de buen tamaño. Le habían partido la nariz de mala manera. La sangre brotó de ambas fosas nasales, para deslizarse hasta la boca, a la que la muerte sorprendió abierta, como si Vernon estuviera lanzando su último grito. Y luego estaba el ojo. Kidlington tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo. La sangre y el fluido ocular habían resbalado por la parte lateral del rostro. El globo del ojo estaba destrozado, la pupila ya no era visible. Sería preciso hacerle la autopsia para determinar la profundidad de la herida, pero todo indicaba que aquella puñalada había sido fatal. Alguien atravesó con un arma afilada el ojo de Vernon Pope, hasta llegar al cerebro.

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