Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– No seas ridículo, Harry. Al cumplir con tu trabajo como es debido salvas vidas en el campo de batalla. La invasión de Francia se habrá ganado y se habrá perdido antes de que el primer soldado ponga pie en una playa francesa. Millares de vidas pueden de pender de lo que tú hagas. Si crees que no cumples tu parte, considéralo desde ese punto de vista. Además, te necesito. Aquí, eres la única persona en la que confío.

Permanecieron sentados, sumidos en un silencio momentáneo, torpe y embarazoso, tal como les suele ocurrir a los ingleses después de haber compartido unos cuantos pensamientos íntimos. Luego, Harry se puso en pie, fue hasta la puerta, donde se detuvo y se volvió.

– ¿Qué me dices de ti, Alfred? ¿Por qué no hay nadie en tu vida? ¿Por qué no bajas también a la fiesta y te buscas una mujer simpática y cariñosa con la que pasar un buen rato?

Vicary se palpó los bolsillos de la pechera, en busca de las gafas de leer de media luna y se las puso en la nariz.

– Buenas noches, Harry -dijo con cierto exceso de firmeza en la voz, mientras hojeaba uno de los montones de papeles que tenía encima del escritorio-. Que te diviertas en la fiesta. Nos veremos por la mañana.

Cuando Harry se marchó, Vicary tomó el auricular y marcó el número de Boothby. Le sorprendió que descolgara el propio sir Basil. Al preguntarle Vicary si estaba libre, Boothby se interrogó en voz alta si el asunto no podía esperar hasta el lunes por la mañana. Vicary repuso que era importante. Sir Basil le concedió una audiencia de cinco minutos y le dijo que subiera en seguida.

– He redactado este comunicado para el general Eisenhower, el general Betts y el primer ministro -manifestó Vicary, una vez, hubo informado a Boothby de los descubrimientos que Harry había efectuado aquel día. Tendió la nota a Boothby, que permanecía en pie, con las piernas ligeramente separadas como para mantener el equilibrio. Tenía prisa por marcharse al campo. Su secretaria ya le había preparado una cartera de seguridad con material de lectura para el fin de semana y una pequeña bolsa de cuero con objetos personales. Llevaba un abrigo sobre los hombros, con las mangas balanceándose a los costados-. En mi opinión, sir Basil, seguir manteniendo silencio sobre esto sería negligencia.

Boothby aún no había acabado de leer; Vicary lo comprendió así porque los labios de sir Basil se movían. Entornaba tanto los párpados que los ojos habían desaparecido bajo las espesas cejas. Sir Basil se complacía en pretender que aún contaba con una vista perfecta y se negaba a llevar gafas delante de su equipo de colaboradores.

– Creí que ya habíamos tratado antes este asunto, Alfred -dijo Boothby, al tiempo que agitaba el papel en el aire. Un problema que se ha debatido una vez no debe salir de nuevo a la superficie: esa era una de las muchas máximas personales y profesionales de sir Basil. Tenía una facilidad tremenda para ponerse de uñas cuando los subalternos sacaban a relucir cuestiones que él ya había despachado. Reflexionar meticulosamente y pensarse las cosas dos veces eran el dominio de las mentes débiles. Sir Basil valoraba las decisiones rápidas por encima de todo lo demás. Vicary echó una mirada a la mesa de sir Basil. Limpia, pulimentada y absolutamente libre de papeles o expedientes, constituía un monumento al estilo de gestión de Boothby.

– Ya hemos tratado esto una vez, sir Basil -dijo Vicary pacientemente-. Pero la situación ha cambiado. Parece que han conseguido introducir un agente en el país y que ese agente se ha entrevistado con otro que lo ha asentado en un punto. Parece que su operación, sea cual fuere, está ahora en marcha. Mantener secreta esta noticia, en vez de darle curso, equivale a precipitarse hacia el desastre.

– Tonterías -saltó Boothby.

– ¿Por qué son tonterías?

– Porque este departamento no va a informar oficialmente a los norteamericanos y al primer ministro de que es incapaz de cumplir su tarea. De que es incapaz de controlar la amenaza que los espías alemanes plantean a los preparativos de la invasión.

– Ese no es un argumento válido que justifique ocultar esta información.

– Es un argumento válido, Alfred, si yo digo qué es un argumento válido.

Las conversaciones con Boothby asumían a menudo las características del juego de un gato que persigue su propia cola: disputas saturadas de contradicciones, faroles, maniobras de diversión y marcaje de tantos. Vicary juntó las manos, apoyó juiciosamente en ellas la barbilla y fingió estudiar el dibujo de la costosa alfombra de Boothby. En la estancia se impuso un silencio sólo interrumpido por el crujir del entarimado del piso bajo la musculosa mole de sir Basil.

– ¿Está dispuesto a transmitir mi comunicado al director general? -preguntó Vicary. Lo expresó en el tono de voz menos amenazador que le fue posible.

– Absolutamente no.

– En ese caso, yo estoy dispuesto a ir directa y personalmente al director general.

Boothby dobló el cuerpo hasta situar su rostro muy cerca del de Vicary. Sentado en el mullido sofá de Boothby, Vicary percibió el olor a tabaco y a ginebra que impregnaba el aliento de sir Basil.

– Y yo estoy dispuesto a aplastarte, Alfred.

– Sir Basil…

– Permite que te recuerde cómo funciona el sistema. Tú me informas a mí y yo informo al director general. Tú me has informado y yo he decidido que sería inoportuno ahora transmitir este asunto al director general.

– Hay otra alternativa.

Boothby echó bruscamente la cabeza hacia atrás, como si le hubieran sacudido un puñetazo. Recobró su compostura en un santiamén y cuadró la mandíbula con cara de mal genio.

– Yo no informo al primer ministro ni le hago el caldo gordo. Pero si a ti se te ocurre saltarte las normas del departamento e ir a hablar directamente con Churchill, te llevaré ante una comisión investigadora interna. Y cuando la comisión haya terminado contigo, será preciso tu historial odontológico para identificar el cadáver.

– Eso es sumamente injusto.

– ¿De veras? Desde que te hiciste cargo de este caso los desastres se han encadenado uno tras otro. Dios mío, Alfred, unos cuantos espías alemanes más sueltos por el país y podrían formar un equipo completo de rugby.

Vicary se negó a morder el anzuelo.

– Si no va a presentar mi informe al director general, quiero que en el registro oficial de este asunto quede constancia del hecho de que formulé la sugerencia oportuna en este momento y que usted la rechazó.

Las comisuras de la boca de Boothby se curvaron hacia arriba en una repentina sonrisa. Que alguien protegiera sus flancos era algo que él sabía entender y apreciar.

– Ya tienes pensado tu lugar en la historia, ¿no es cierto, Alfred?

– Es usted un completo bastardo, sir Basil. Y, por si fuera poco, un bastardo incompetente.

– ¡Se está dirigiendo a un superior, comandante Vicary!

– Créame, no se me ha pasado por alto la ironía.

Boothby cogió con ademán brusco la cartera y la bolsa de cuero y a continuación miró a Vicary y dijo:

– Tienes mucho que aprender.

– Supongo que usted podría enseñármelo.

– En nombre del Altísimo, ¿qué se supone que significa eso? Vicary se puso en pie.

– Significa que usted debería pensar más en la seguridad de este país y menos en su medro personal a través de Whitehall. Boothby sonrió con simpatía, como si tratara de seducir a una dama más joven que él.

– Pero mi querido Alfred -dijo-. Siempre consideré que tú y yo actuaríamos íntegra y complementariamente entrelazados.

21

Londres Este

Al día siguiente por la tarde, cuando apresuraba el paso por la acera en dirección al almacén de los Pope, Catherine Blake llevaba un estilete en el bolso. Había solicitado una entrevista a solas con Vernon Pope y, mientras se aproximaba al local, no advirtió el menor rastro de los hombres del gángster. Se detuvo ante la puerta y accionó el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave, tal como Pope dijo. La abrió y entró en el almacén.

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