– Esto ya me gusta más -comentó Pope.
Observaron a Jordan mientras pagaba al taxista y entraba en el hotel Savoy.
La inmensa mayoría del personal civil británico de a pie sobrevivió a la guerra a base de un nivel de alimentación que a duras penas les permitía subsistir: unos cuantos centenares de gramos de carne y queso a la semana, análogas cantidades equivalentes de leche, un huevo y, si la suerte les sonreía, alguna golosina, como tomates y melocotones en conserva de vez en cuando, pero muy de vez en cuando. Nadie se moría de hambre, pero muy pocas personas ganaron peso. Sin embargo, existía otro Londres, el Londres de los restaurantes finos y los hoteles de lujo, a los cuales el mercado negro les garantizaba un suministro regular de carne, pescado, frutas y verduras, vino y café. Luego cargaban a sus clientes precios exorbitantes por el privilegio de comer allí. El hotel Savoy era uno de tales establecimientos.
El portero lucía abrigo verde, con adornos de plata, y chistera. Pope pasó junto a él y entró en el local. Atravesó el vestíbulo del hotel y pasó al salón. Lo ocupaban adinerados hombres de negocios, reclinados en cómodos butacones, hermosas damas ataviadas con elegantes vestidos de noche según la moda de los tiempos de guerra, docenas de uniformados oficiales británicos y estadounidenses, miembros de la alta burguesía y de la pequeña aristocracia rural llegados del campo para pasar unos días en la ciudad. Mientras cruzaba la estancia detrás de Jordan, encontrados sentimientos se agitaron dentro de Pope ante aquel escenario opulento. El rico West End vivía a lo grande, mientras que los desamparados vecinos del East End pasaban hambre y sufrían las peores consecuencias de los bombardeos. Por otra parte, sin embargo, su hermano y él habían amasado una fortuna en el mercado negro. Rechazó aquella desigualdad considerándola una desdichada consecuencia de la guerra.
Pope siguió a Jordan hasta el bar de la parrilla del hotel. Jordan permaneció solo entre el gentío, tratando en vano de llamar la atención del camarero del mostrador para que le sirviera una copa. Pope se mantuvo a cosa de un metro de él. El mozo se fijó en Pope, que pidió un whisky. Cuando volvió la cabeza, vio que Jordan estaba con un oficial naval estadounidense alto, de semblante rojizo y sonrisa bonachona. Pope dio un paso, acercándose a ellos para escuchar la conversación.
El hombre alto estaba diciendo:
– Hitler debería venir aquí el viernes por la noche y pretender tomar una copa. Estoy seguro de que se lo pensaría dos veces antes de querer invadir este país.
– ¿Qué te parece si probamos suerte en Grosvenor House? -propuso Jordan.
– ¿Willow Run? ¿Te has vuelto loco? El chef francés se despidió el otro día. Le ordenaron que preparase sus platos con víveres enlatados de la intendencia militar y se negó en redondo.
– Da la impresión de ser el último hombre cuerdo de Londres.
– Yo diría que sí.
– ¿Qué hay que hacer para conseguir un trago aquí?
– Esto suele dar resultado. ¡Dos martinis, por los clavos de Cristo!
El camarero del mostrador alzó la cabeza, sonrió y alargó la mano hacia una botella de Beefeaters.
– ¡Hola, señor Ramsey!
– ¡Hola, William!
Pope tomó nota mental. El amigo de Jordan se apellidaba Ramsey.
– Bien hecho, Shepherd.
Pope pensó: «Shepherd Ramsey».
– De algo sirve ser un palmo más alto que todos los demás.
– ¿Reservaste mesa? Sin reserva, esta noche no va a haber forma de entrar en la parrilla.
– Claro que hice la reserva, compañero. ¿Dónde diablos estuviste metido? Te llamé varias veces la semana pasada. Debiste dejar descolgado el teléfono: comunicaba. También llamé a tu oficina. Dijeron que no podías ponerte al teléfono. Repetí la operación al día siguiente y la misma historia. ¿Qué rayos estabas haciendo para no poder ponerte al aparato en dos días?
– Eso no te importa.
– Ah, sigues trabajando en ese proyecto tuyo, ¿no?
– Déjalo, Shepherd, si no quieres que te sacuda una patada en el trasero aquí mismo, en este bar.
– Ni en sueños te lo crees, viejo compañero. Aparte de que, si montas una escena aquí, ¿a dónde infiernos iríamos a tomar nuestras copas? Ningún establecimiento decente admitiría tipos de tu calaña.
– Buen tanto.
– De modo que, ¿cuándo vas a decirme en qué estás trabajando?
– Cuando haya terminado la guerra.
– Es así de importante, ¿eh?
– Exacto.
– Bueno, al menos uno de nosotros hace algo importante. -Shepherd apuró su bebida-. William, otra ronda, por favor.
– ¿Vamos a emborracharnos antes de cenar?
– Sólo quiero que te relajes, ni más ni menos.
– No puedo estar más relajado. ¿Qué te traes entre manos, Shepherd? Conozco ese tono de voz.
– Nada, Peter. Dios, tómatelo con calma.
– Dímelo. Ya sabes que me fastidian las sorpresas.
– He invitado a un par de personas para que nos acompañen esta noche.
– ¿Personas?
– Chicas, eso es. Lo cierto es que precisamente acaban de llegar.
Pope siguió la dirección de la mirada de Jordan hacia la parte delantera del bar. Había allí dos mujeres, jóvenes las dos, y muy guapas. Las muchachas localizaron a Shepherd Ramsey y a Jordan y se reunieron con ellos en la barra.
– Peter, ésta es Barbara. Pero casi todo el mundo la llama Baby.
– Es comprensible. Es un placer conocerte, Barbara.
Barbara miró a Shepherd.
– ¡Dios, tenías razón! Es un bomboncete. -Hablaba con el acento propio de la clase obrera londinense-. ¿Vamos a cenar en la parrilla?
– Sí. Nuestra mesa ya debería estar preparada.
El maitre les indicó su mesa. Desde el bar, Pope no tenía modo, alguno de seguir escuchando la conversación. Necesitaba sentarse en la mesa contigua. Al mirar a través de la entrada al comedor, Pope observó que aquella mesa estaba desocupada, aunque sobre la superficie de la misma se veía un letrero de «Reservada». No hay problema, pensó Pope. Cruzó el bar rápidamente y salió a la calle. Dicky esperaba al volante de la camioneta. Pope le indicó mediante, una seña que entrase en el local. Dicky se apeó y atravesó la calle.
– ¿Qué pasa, Robert?
– Vamos a cenar. Necesito que hagas la reserva.
Pope envió a Dicky a hablar con el maitre. La primera vez que Dicky solicitó la mesa, el maitre denegó con la cabeza, frunció el ceño y agitó las manos para demostrar que no le quedaba ninguna libre. Entonces, Dicky se inclinó sobre él y le susurró al oído algo que hizo que el hombre se pusiera blanco como el papel y empezase a temblar. Un momento después Pope y Dicky estaban sentadosa la mesa contigua a la de Peter Jordan y Shepherd Ramsey.
– ¿Qué le dijiste, Dicky?
– Le dije que si no nos daba la mesa le arrancaría la nuez y la dejaría caer en ese recipiente de flamear que ves ahí.
– Bueno, el cliente siempre tiene razón. Es lo que digo. Abrieron la carta.
– ¿Vas a empezar por el salmón ahumado o por el pâté de foiegras? -preguntó Pope.
– Por las dos cosas. Me muero de hambre. Se supone que aquí no sirven salchichas ni puré de patatas, ¿verdad, Robert?
– No es condenadamente probable. Prueba el coq au vin. Y ahora cierra el pico para que pueda oír lo que dicen esos yanquis.
Fue Dicky quien se encargó de seguirlos después de la cena. Los vio acomodar a las dos mujeres dentro un taxi, que se alejó en dirección al Strand.
– Podías haber sido un poco más cortés.
– Lo siento. Shepherd. No teníamos gran cosa de qué hablar.
– ¿Acaso había que hablar de algo? Se trataba de tomar unas copas, soltar unas cuantas risas, llevarla a su casa y pasar una noche de maravilla en su cama. No era cuestión de hacer preguntas.
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