Vicary se despertó en los suburbios del este de Londres, con una ligera sonrisa en los labios. Aquella primera vez con Helen no le pareció decepcionante…, sólo distinta a lo que había esperado. El sexo de sus fantasías juveniles siempre implicaba mujeres de pechos enormes que se ponían a gemir y a chillar en éxtasis. Pero con Helen todo fue pausado y apacible y en vez de gritos ella sonrió y le besó con ternura. No fue un acto apasionado pero sí perfecto. Y fue perfecto porque él la amaba desesperadamente.
Con Alice Simpson también fue igual, pero por otras razones. Vicary la apreciaba mucho; incluso llegó a suponer que podía enamorarse de ella. Lo que más le gustaba era estar en su compañía. Era inteligente e ingeniosa y, lo mismo que Helen, tenía un toque de irreverencia. Enseñaba literatura en una escuela secundaria femenina y escribía comedias mediocres protagonizadas por personajes ricachones que siempre parecían tener a punto un discurso catártico y reformista mientras tomaban jerez blanco y té Earl Grey en salones elegantemente amueblados. También escribía, con seudónimo, novelas románticas que Vicary, pese a no ser un entusiasta del género, consideraba bastante buenas. Lillian Walford, su secretaria en el University College, le sorprendió leyendo uno de los libros de Alice Simpson. Al día siguiente le llevó un montón de novelas de Barbara Cartland. Vicary se sintió mortificado. Los personajes de los relatos de Alice, cuando hacían el amor, oían el estallido de las olas al romper contra la tierra firme y sentían el arrebato de los cielos volcando su diluvio sobre ellos. En la vida real, Alicia era tímida, dulce y un poco susceptible, e insistía siempre en copular con la luz apagada. En más de una ocasión, Vicary cerraba los ojos y veía la imagen de Helen con su camisón blanco bañada por el sol de la mañana.
Su relación con Alice Simpson languideció con la guerra. Aún se veían y charlaban al menos una vez a la semana. Durante el blitz ella perdió su piso y se alojó durante un tiempo en el domicilio de Vicary en Chelsea. De vez en cuando quedaban para cenar pero habían transcurrido meses desde la última vez que hicieron el amor. Vicary comprendió de pronto que aquella era la primera vez que Alice Simpson irrumpía en sus pensamientos desde que Edward Kenton, cuando cruzaba el paseo de acceso a la casita de Matilda, pronunció el nombre de Helen.
Ham Common (Surrey)
Rodeaban el perímetro de la enorme y más bien fea mansión victoriana un par de cercas y una barrera de estacas que la protegían de las miradas del mundo exterior. Para albergar a la mayor parte del personal se habían dispuesto refugios prefabricados Nissen en las cuarenta hectáreas de la finca. Tiempo atrás se la había conocido por el nombre de Latchmere House, hospital psiquiátrico y centro de recuperación destinado a víctimas de traumas causados por la Primera Guerra Mundial. Pero en 1939 se la convirtió en el principal centro de interrogatorios y encarcelamiento del MI-5 y se le asignó la denominación de Campo 020.
La estancia a la que llevaron a Vicary olía a moho, a desinfectante y a berzas hervidas. No había ninguna percha en la que colgar el abrigo -los guardias del Cuerpo de Inteligencia estaban dispuestos a todo para evitar los suicidios-, así que Vicary continuó con él puesto. Además, aquel lugar era como una mazmorra del Medievo, frío, húmedo, auténtico foco de infecciones bronquiales. El aposento sólo disponía de un detalle que lo hacía altamente funcional: una ventana que parecía una minúscula aspillera para lanzar flechas y cuya angosta hendidura permitía el paso de una antena. Vicary levantó la tapa del maletín en el que iba la radio de la Abwehr, que había llevado consigo; el mismo equipo que quitó a Becker en 1940. Lo conectó a la antena y lo enchufó a la corriente eléctrica. Brillaron las luces amarillas mientras Vicary sintonizaba la oportuna frecuencia.
Bostezó y se estiró. Eran las doce menos cuarto de la noche. Según estaba programado, Becker debía enviar su mensaje a medianoche. Vicary pensó: «Maldita sea, ¿por qué tiene la Abwehr que ordenar a sus agentes que envíen los mensajes a horas tan horribles?».
Karl Becker era un embustero, un ladrón y un pervertido sexual… un hombre sin sentido de la moral y la lealtad. Sin embargo, a veces podía mostrarse encantador e inteligente y, a lo largo de años, Vicary y él desarrollaron algo parecido a una especie de afectuoso compañerismo profesional. Becker entró en el cuarto, emparedado entre dos gigantescos guardias, con las manos trabadas por las esposas. Los guardias se las quitaron y salieron de la habitad sin pronunciar palabra. Becker sonrió y tendió la mano. Vicary se la estrechó; estaba tan fría como la piedra caliza de la celda.
En la estancia había una mesita de madera cortada toscamente. Vicary y Becker se sentaron a ambos lados de la mesa, frente a frente como si fueran a jugar una partida de ajedrez. La brasa los cigarrillos olvidados allí había quemado y ennegrecido los bordes de la mesa. Vicary tendió un pequeño paquete a Becker, que abrió con la precipitada avidez de un niño. Contenía media docede cajetillas de tabaco y una caja de bombones suizos.
Becker los contempló y luego miró a Vicary.
– Cigarrillos y chocolate…, no habrás venido aquí para seducirme, ¿eh, Alfred?
Becker se las arregló para emitir una risita tonta, pero la vida en la cárcel le había cambiado. Su elegantísimo terno francés se veía sustituido por un austero mono, muy bien planchado y que sentaba de maravilla ceñido en los hombros. Oficialmente esta sometido a una vigilancia antisuicidio -lo que Vicary consideraba absurdo- y calzaba zapatillas de lona sin cordones. Su piel, en otro tiempo bronceada, tenía ahora el tono descoloridamente blancuzco resultado de horas y horas de calabozo. Su tieso y menuda cuerpo se había plegado a la súbita disciplina impuesta por los lugares reducidos; desaparecidos estaban los movimientos de los brazos agitando el aire y olvidadas las risas que Vicary vio en viejas fotografías. Permaneció sentado, derecho como un huso, como si alguien le encañonase la espalda con una pistola. Dispuso los bombones, los cigarrillos y las cerillas como si estableciese una frontera a través de la cual Vicary no tenía que aventurarse.
Becker abrió uno de los paquetes de cigarrillos y sacó un par pitillos; ofreció uno a Vicary y se quedó con el otro. Frotó una cerilla y dio fuego a Vicary antes de encender su cigarrillo. Continuaron en silencio durante unos segundos, cada uno de ellos estudiando su propia situación sobre la pared de la celda, viejos compinches que se habían contado ya todas las historias que conocían y que ahora se contentaban cada uno con la simple presencia del otro. Becker saboreó su cigarrillo, haciendo remolinear el humo sobre la lengua como si se tratara de saborear un excelente burdeos, antes de expulsado en lento y prolongado chorro hacia el bajo techo de pidra.
En la diminuta cámara el humo fue concentrándose encima de suscabezas como un conglomerado de nubes de tormenta.
– Por favor, dale recuerdos a Harry de mi parte -pidió Becker al final.
– Se los daré.
– Es un buen hombre…, con cierta tendencia a la testarudez, como todo policía. Pero no es de los de mala ralea.
– Sin él, yo estaría perdido.
– ¿Y qué tal está el hermano Boothby?
Vicary dejó escapar una larga bocanada de aire.
– Como siempre.
– Todos tenemos nuestros nazis, Alfred.
– Estamos pensando en mandarle al otro bando.
Becker se echó a reír, al tiempo que encendía otro cigarrillo con la colilla del primero.
– Ya veo que has traído mi radio -dijo-. ¿Qué heroica proeza he hecho ahora por el Tercer Reich?
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