51043. Prisionero: becker, k.
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Berlín
– ¡Santo Dios, vaya frío que hace esta mañana! -exclamó el general de brigada Walter Schellenberg.
– Al menos usted tiene un techo sobre la cabeza -respondió el contraalmirante Wilhelm Canaris-. Los Halifax y Lancaster se lo pasaron anoche en grande. Centenares de muertos, miles de personas sin hogar. A cuenta de la invulnerabilidad de nuestro ilustre Reich milenario.
Canaris miró a Schellenberg en busca de su posible reacción. Como siempre, le asombró la juventud de aquel hombre. A sus treinta y tres años era ya jefe de la Sección VI del Sicherheitsdienst -más conocido por SD-, el servicio de información y seguridad de las SS. La sección VI se encargaba de recoger información de los enemigos del Reich en los países extranjeros, una tarea muy similar a la de la Abwehr. Como consecuencia, ambos hombres estaban empeñados en una desesperada competencia.
Constituían una pareja dispar: el almirante corto de estatura, lacónico, de pelo blanco, de ligero ceceo en el habla; el apuesto, enérgico y absolutamente despiadado joven Brigadeführer. Hijo de un fabricante de pianos, a Schellenberg lo reclutó para el aparato de seguridad nazi el propio Reinhard Heydrich, jefe del SD que murió asesinado en mayo de 1942 por los combatientes de la resistencia checoslovaca. Una de las luminarias del partido nazi, Schellenberg medró extraordinariamente en su peligrosa atmósfera paranoide. El despacho catedralicio de Schellenberg tenía micrófonos ocultos por todas partes y en la mesa escritorio había dispuesto una bateríade ametralladoras disimuladas que, con sólo apretar un botón, le capacitaban para matar a cualquier visitante que representase una amenaza. En las raras ocasiones en que se permitía relajarse, a Schellenberg le encantaba dedicar el tiempo a su selecta colección de pornografía. Una vez desplegó sus fotos ante Canaris igual que un hombre hubiera enseñado los retratos de su familia, jactándose de las imágenes que él mismo había escenografiado para satisfacer sus extraños apetitos sexuales. Schellenberg lucía en la mano un anillo con una piedra preciosa azul, bajo la cual llevaba una cápsula de cianuro. También le habían provisto de una falsa pieza dentaria con una dosis letal de veneno.
Schellenberg sólo tenía ahora dos objetivos: destruir a Canaris y a la Abwehr y facilitar a Adolf Hitler el secreto más importante de la guerra, el momento y lugar de la invasión anglonorteamericana de Francia. Schellenberg sólo sentía desprecio hacia la Abwehr y el puñado de viejos oficiales que rodeaban a Canaris, a los que burlonamente llamaba Santa Claus. Canaris sabía perfectamente que Schellenberg iba a por él, pese a lo cual entre ambos existía una especie de incómoda tregua. Schellenberg trataba al anciano almirante con deferencia y respeto; Canaris admiraba sinceramente al impetuoso y brillante joven oficial y le encantaba estar en su compañía.
Motivo por el cual la mayoría de las mañanas emprendían y recorrían juntos el mismo camino, paseando a caballo uno junto a otro por el Tiergarten. Eso proporcionaba a cada uno de ellos la oportunidad de comprobar qué era lo que hacía el otro, fintar y tantearse en busca de los puntos débiles del contrario. A Canaris le gustaban aquellas cabalgadas por otra razón. Al menos durante una hora, todas las mañanas, el joven general no intrigaba activamente para acabar con él.
– Ya está otra vez con lo mismo, herr almirante -dijo Schellenberg-. Siempre contemplando las cosas por el lado negro. Supongo que eso le convierte en un cínico, ¿no es así?
– No soy ningún cínico, herr Brigadeführer. Soy un escéptico. Hay una diferencia importante.
Schellenberg se echó a reír.
Esa es la diferencia entre nosotros, los integrantes de la Sicherheitsdienst , y ustedes, los elementos de la vieja escuela que constituyen la Abwehr. Nosotros sólo vemos posibilidades infinitas. Ustedes no ven más que peligro. Nosotros somos intrépidos, no nos asusta correr riesgos. Ustedes prefieren enterrar la cabeza en la arena… No pretendo ofenderle, herr almirante.
– No me ofende, mi joven amigo. Tiene perfecto derecho a sus opiniones, con todo lo mal informado que pueda estar.
El caballo de Canaris levantó la cabeza y resopló. Al enfriarse, su aliento formó una nubecilla de vapor, aventada al instante por la suave brisa de la mañana. Canaris miró a su alrededor la devastación del Tiergarten. Habían desaparecido la mayoría de limeros y castaños, achicharrados por las bombas incendiarias aliadas. Frente a los dos jinetes, en el camino, había un cráter del tamaño de un Kübelwagen, un coche descubierto de campaña. Diseminados por el parque se veían miles de cráteres más. Canaris tiró de las riendas y dejó que su montura lo rodease. Un par de silenciosos escoltas de seguridad de Schellenberg marchaban a pie tras ellos. A unos metros por delante, otro guardaespaldas miraba a un lado y a otro. Canaris sabía que iban varios más, que ni siquiera sus bien adiestrados ojos podían localizar.
– Ayer por la mañana aterrizó en mi mesa algo interesante -dijo Schellenberg.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo se llamaba la moza?
Schellenberg soltó la carcajada, al tiempo que ponía su corcel al trote con un golpe de espuela.
– Tengo una fuente informativa en Londres. Bastante tiempo atrás hizo algunos trabajos para la NKVD, incluida la leva de un estudiante de Oxford que ahora ocupa un alto cargo en el MI-5. Aún conversa con él de vez en cuando, y oye cosas. Cosas que luego me comunica a mí. El susodicho alto cargo del MI-5 es agente ruso, pero yo participo en la cosecha, por expresarlo así,
– Extraordinario -comentó Canaris secamente.
– Churchill y Roosevelt no se fían de Stalin. Lo mantienen a oscuras. Se han negado a comunicarle nada acerca de la fecha y el lugar de la invasión. Creen que Stalin podría filtrarnos el secreto para posibilitar la destrucción de los aliados en Francia. Con los británicos y estadounidenses fuera de combate, Stalin intentaría acabar con nosotros solo y apoderarse de Europa.
– Ya he oído esa teoría. No estoy seguro de prestarle mucha credibilidad.
– De cualquier forma, mi agente afirma que el MI-5 está en crisis. Dice que su hombre, Vogel, ha montado una operación que los tiene acoquinados. Las investigaciones del caso las lleva un oficial llamado Vicary. ¿Lo conoce?
– Alfred Vicary -dijo Canaris-. Antiguo profesor del University College, de Londres.
– Impresionante -reconoció Schellenberg con sinceridad.
– Conocer al adversario es condición imprescindible para todo agente de información eficaz, herr Brigadeführer -Canaris titubeó,dando tiempo a Schellenberg para que asimilase el golpe-. Me alegro de que Kurt les proporcione un quebradero de cabeza para que se ganen el sueldo.
– La situación es tan tensa que Vicary ha mantenido una entrevista personal con Churchill para ponerle al cabo de la calle sobre los progresos de su investigación.
– Eso no tiene nada de extraño, herr Brigadeführer. Vicary y Churchill son viejos amigos, -Canaris dirigió a Schellenberg una mirada de soslayo para comprobar si en su rostro aparecía algún indicio de sorpresa. Sus conversaciones se transformaban a menudo en pruebas por puntos, en las que cada uno de los dos contendientes trataba de sorprender al rival con sus rasgos de ingenio-. Vicary es un historiador célebre. He leído sus obras. Me sorprende que no lo haya hecho usted. Tiene un cerebro agudo. Piensa como Churchill. Ya advertía al mundo contra usted y sus amigos mucho antes de que nadie se percatara de por dónde iban los tiros.
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