– ¿Qué es lo que trama Vogel, pues? Quizás el SD pueda prestarle alguna ayuda.
Canaris se permitió un raro pero breve estallido de risa.
– Por favor, Brigadeführer Schellenberg. Si va a ser tan transparente, estos matinales paseos a caballo van a perder en seguida todo su aliciente. Además, si quiere enterarse de lo que está haciendo Vogel, lo único que ha de hacer es preguntar al granjero avícola. Sé que ha pinchado nuestros teléfonos y ha plantado sus espías dentro de Tirpitz Ufer.
– Es interesante que diga eso. Precisamente saqué a relucir esa misma cuestión durante la cena de anoche con el Reichsführer Himmler. Parece que Vogel es muy cuidadoso. Muy reservado. Tengo entendido que ni siquiera tiene sus archivos en el registro central de la Abwehr.
– Vogel es un auténtico paranoico, además de extremadamente cauteloso. Lo guarda todo en su despacho. Y a mí no se me ocurriría emplear el sistema duro con él. Tiene un ayudante llamado Walter Ulbricht que ha visto lo peor de la guerra. El tipo siempre está limpiando sus Lugers. Ni siquiera yo me acerco al despacho deVogel.
Schellenberg tiró de las riendas para detener su montura. La mañana era tranquila y silenciosa. De la lejanía llegaba amortiguado el rumor del primer tránsito matinal de la Wilhelmstrasse.
– Vogel es la clase de hombre que nos gusta en el SD: inteligente, dinámico…
– Sólo hay una pega -dijo Canaris-. Vogel es un ser humano. Tiene corazón y conciencia. Algo me dice que no encajaría entre sus huestes.
– ¿Por qué no permite un encuentro entre nosotros dos? Quizá se nos ocurriera algún modo de unir nuestros recursos en beneficio del Reich. No hay razón alguna para que el SD y la Abwehr estén siempre a la greña, buscando uno la yugular del otro.
Canaria sonrió.
– Nos lanzamos el uno contra la yugular del otro, Brigadeführer Schellenberg, porque usted está convencido de que soy traidor al Reich y porque hace cuanto puede para que me arresten.
Lo cual era cierto. Schellenberg había reunido un expediente que contenía docenas de alegatos de las traiciones cometidas por Canaris. En 1942 entregó el expediente a Heinrich Himmler, pero éste no emprendió ninguna acción. Canaris también tenía expedientes y Schellenberg sospechaba que el archivo de la Abwehr sobre Himmler contenía material que el Reichsfürer preferiría que no se hiciese público.
– Eso fue hace mucho tiempo, herr almirante. Pertenece al pasado.
Canaris picó espuelas a su corcel y reanudaron la marcha. A lo lejos aparecieron los establos.
– ¿Se me permite la audacia de exponer una interpretación de su oferta de ayuda, Brigadeführer Schellenberg?
– Desde luego.
– A usted le gustaría participar en esta operación por una de estas dos razones. Razón número uno: podría sabotear la operación con el fin de reducir el prestigio de la Abwehr. O, razón número dos: podría sustraer las informaciones de Vogel y atribuirse todo el mérito y la gloria.
Schellenberg meneó lentamente la cabeza.
– Qué lástima, ese recelo entre nosotros. ¡Es tan desconsolador!
– Sí, ¿verdad?
Cabalgaron hasta los establos y desmontaron en su interior. Un par de mozos de cuadra se precipitaron hacia ellos y se hicieron cargo de los caballos.
– Ha sido un placer, como de costumbre -dijo Canaris-. ¿Desayunamos juntos?
– Me encantaría, pero me temo que el deber me llama.
– ¿Ah?
– Una reunión con Himmler y Hitler, a las ocho en punto.
– Afortunado usted. ¿Cuál es el tema?
Walter Schellenberg sonrió y apoyó su mano enguantada sobre el hombro de su interlocutor.
– No le haría gracia saberlo.
– ¿Cómo está el Viejo Zorro esta mañana? -preguntó Adolf Hitler cuando Walter Schellenberg cruzó el umbral de la puerta exactamente a las ocho en punto. Himmler ya estaba allí. Tomaba café sentado en el mullido sofá. Era la imagen que a Schellenberg le gustaba presentar ante sus superiores: lo bastante disciplinado como para ser puntual y excesivamente abrumado de trabajo como para asistir a una reunión a primera hora de la mañana y entretenerse charlando de trivialidades.
– Tan reservado como siempre -dijo Schellenberg, al tiempo que se servía una taza de humeante café. Había una jarra con leche de verdad. En aquellas fechas hasta el SD tenía dificultades para contar con un suministro regular-. Se negó a contarme nada acerca de la operación de Vogel. Alega que lo ignora todo sobre el asunto. Ha autorizado a Vogel a trabajar en condiciones extraordinariamente secretas, permitiéndole mantenerse en la más absoluta oscuridad en cuanto a los detalles.
– Tal vez sea mejor así -comentó Himmler, impasible el rostro y sin que la voz trasluciera el menor rastro de emoción-. Cuanto menos sepa el buen almirante, menos podrá contar al enemigo.
– He realizado algunas investigaciones por mi cuenta -dijo Schellenberg-. Sé que Vogel ha enviado por lo menos un nuevo agente a Inglaterra. Tuvo que valerse de la Luftwaffe para lanzarlo y el piloto que llevó a cabo la misión se mostró muy dispuesto a colaborar. -Schellenberg abrió la cartera y retiró dos copias del mismo documento. Tendió una a Hitler y la otra a Himmler. -El nombre del agente es Horst Neumann. Puede que el Reichsführer recuerde aquel asunto de París, hace algún tiempo. Mataron a un miembro de las SS en un bar. Neumann era el hombre complicado en eso.
Himmler dejó que el expediente se le cayera de las manos y fuese a parar encima de la mesita de café ante la que estaba sentado.
– Para la Abwehr emplear a ese hombre representa propinar una bofetada a las SS en pleno rostro, y el recuerdo de la víctima a la que asesinó demuestra el desprecio que siente Vogel hacia el partido y hacia el Führer.
Hitler aún estaba leyendo el expediente y parecía verdaderamente interesado en su contenido.
– Quizá Neumann es sencillamente el hombre ideal para la misión, herr Reichsführer. Observe su historial: nacido en Inglaterra, miembro condecorado del Fallschirmjäger, Cruz de Caballero con hojas de roble. Sobre el papel, un hombre de lo más notable.
El Führer se mostraba más lúcido y razonable de lo que Schellenberg le había visto un mucho tiempo.
– Estoy de acuerdo -dijo Schellenberg-. Aparte de ese baldón en su historial, Neumann parece ser un extraordinario soldado.
Himmler lanzó a Schellenberg una mirada asesina. Maldita la gracia que le hacía que le llevaran la contraria delante del Führer, por muy brillante que Schellenberg pudiera ser.
– Quizá deberíamos emprender ahora nuestra acción contra Canaris -sugirió Himmler-. Destituirlo, poner al mando al Brigadeführer y fusionar la Abwehr y el SD convirtiéndolos en una poderosa agencia de información. Así el Brigadeführer Schellenberg podrá supervisar personalmente la operación de Vogel. Las cosas parecen ir mal en todo lo que interviene el almirante Canaris.
De nuevo, Hitler se mostró en desacuerdo con su ayudante de toda confianza.
– Si ese amigo ruso de Schellenberg está en lo cierto, el tal Vogel parece que lleva a los británicos por la calle de la amargura. Inmiscuirse ahora sería un error. No, herr Reichsführer, Canaris sigue en su puesto por ahora. Tal vez esté haciendo algo a derechas para variar.
Hitler se puso en pie.
– Ahora, si me dispensan, caballeros, tengo otros asuntos que reclaman mi atención.
Dos Mercedes de Estado Mayor aguardaban junto al bordillo, con los motores en marcha. Hubo un instante de incómoda duda, mientras decidían en el automóvil de quién iban a subir, pero Schellenberg acabó por ceder tranquilamente y fue a sentarse en el asiento posterior del coche de Himmler. Se sentía vulnerable cuando no le rodeaban sus hombres de seguridad, incluso cuando estaba con Himmler. Durante el corto trayecto, el Mercedes blindado de Schellenberg apenas se separó unos metros del parachoques trasero de la limusina de Himmler.
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