– Una impresionante representación, como de costumbre, herr Brigadeführer -dijo Himmler.
Schellenberg conocía lo suficiente a su superior para darse cuenta de que el comentario distaba mucho de ser un cumplido. A Himmler, el segundo hombre más poderoso de Alemania, le irritaba que se le contradijera delante del Führer.
– Gracias, herr Reichsfürer .
– El Führer anhela de tal forma el secreto de la invasión que ese deseo nubla su buen juicio -declaró Himmler con naturalidad-. Le corresponde a usted la misión de protegerle. ¿Comprende lo que le digo, herr Brigadeführer ?
– Perfectamente.
– Quiero saber a qué juega Vogel. Si el Führer no nos permite averiguarlo desde dentro, tendremos que hacerlo desde fuera. Ponga a Vogel y a su ayudante Ulbricht bajo una vigilancia de veinticuatro horas. Utilice todos los medios a su disposición para penetrar en Tirpitz Ufer. Y encuentre también algún modo de infiltrar un hombre en el centro de radio de Hamburgo. Vogel tiene que comunicarse con sus agentes. Quiero que alguien escuche lo que se dice allí.
– Sí, herr Reichsführer .
– Ah, Walter, no ponga esa cara tan larga. Vamos a echar mano a la Abwehr bastante pronto. No se preocupe. Será suya.
– Gracias, herr Reichsführer.
– A menos, claro, que vuelva a llevarme la contraria otra vez delante del Führer.
Himmler dio unos golpecitos en el cristal de separación, tan débiles que casi resultaron inaudibles. El coche frenó junto a la acera; el de Schellenberg se detuvo inmediatamente detrás. El joven general permaneció inmóvil en el asiento hasta que uno de sus hombres de seguridad apareció junto a la portezuela para acompañarle durante los tres metros de trayecto que le separaban de su propio automóvil.
Londres
Catherine Blake lamentaba profundamente su decisión de recurrir a los Pope en busca de ayuda. Sí, le habían proporciona una relación minuciosa de las actividades cotidianas de Peter Jordan en Londres. Pero a un precio exorbitante. Se había visto amenazada de extorsión, atraída a un peregrino juego sexual y obligada a asesinar a dos personas. El homicidio de un relevante traficante del mercado negro y figura destacada del hampa como Vernon Pope era la gran noticia de todos los periódicos londinenses. La policía, sin embargo, había engañado a los periodistas: la prensa decía que los cadáveres se encontraron degollados, no apuñalados uno en el ojo y otro en el corazón. Evidentemente, trataban de filtrar datos erróneos que desviaran la atención de lo que realmente ocurrió. ¿O estaba ya complicado el MI-5? Según los periódicos, la policía deseaba interrogar a Robert Pope, pero no habían logrado localizarle. Catherine hubiera podido echarles una mano. Pope estaba sentado a seis metros de ella, en el bar del Savoy, degustando rabiosamente un whisky.
¿Por qué estaba Pope allí? Catherine creía conocer la respuesta. Pope estaba allí porque sospechaba que Catherine tenía algo que ver en la muerte de su hermano Vernon. Dar con ella no le habría resultado difícil. Pope sabía que Catherine buscaba a Peter Jordan. Lo único que él tenía que hacer era ir a los lugares que Peter Jordan frecuentaba, donde contaría con muchas probabilidades de que apareciese Catherine.
Se puso de espaldas a él. Robert Pope no le inspiraba ningún miedo… era más una molestia que una amenaza. Mientras ella se mantuviese a la vista de la gente, Pope se resistiría a intentar alguna agresión. Catherine ya se había esperado aquello. Como medida preventiva había empezado a llevar su pistola en todo momento. Era necesario, aunque fastidioso. Para ocultar el arma se veía obligada a cargar con un bolso mayor en el que ocultarla. Era pesada y le golpeaba la cadera al andar. Irónicamente, la pistola era una amenaza para su seguridad. Cualquiera trataba de explicar a un agente de policía londinense la razón por la que una lleva en el bolso una pistola Mauser de fabricación alemana, equipada con silenciador.
Decidir si matar o no a Robert Pope no era la preocupación más importante de Catherine Blake, porque en aquel preciso momento peter Jordan entraba en el bar del Savoy, acompañado de ShepherdRamsey.
Catherine se preguntó cuál de aquellos hombres efectuaría el primer movimiento. Las cosas estaban a punto de ponerse interesantes.
– Diré algo bueno acerca de esta guerra -declaró Shepherd Ramsey, en tanto Peter Jordan y él tomaban asiento en una mesa del fondo-. Ha hecho maravillas por mis beneficios netos. Mientras estaba en la playa dándomelas de héroe, mis acciones no han dejado de subir. He ganado más dinero durante los pasados seis meses que en los diez años que estuve trabajando en la compañía de seguros de mi padre.
– ¿Por qué no le dices a tu anciano papi que te despida?
– Estaría perdido sin mí.
Shepherd llamó al camarero y pidió un martini. Jordan, un whisky escocés doble.
– ¿Una jornada dura en la oficina, querido?
– Brutal.
– La fábrica de rumores asegura que estan trabajando en una diabólica arma secreta nueva.
– Soy ingeniero, Shep. Construyo puentes y carreteras.
– Cualquier idiota podría hacerlo. Tú no estás aquí para construir una maldita autopista.
– No, no estoy aquí para eso.
– Así, ¿cuándo vas a decirme qué es lo que estás haciendo?
– No puedo. Sabes que no puedo.
– No soy más que yo, el viejo Shep. Puedes contarme cualquier cosa.
– Te adoro, Shep, pero si te lo contase, tendría que matarte, y entonces Saily sería una viuda y Kippy se quedaría sin padre.
– Kippy vuelve a tener problemas en Buckley. Ese condenado chico se mete en más jaleos de los que me metía yo.
– Eso sí que es exagerar.
– El director del colegio amenaza con expulsarle. Sally tuvo que ir el otro día y aguantar todo un sermón acerca de las grandes dosis de fuerte influencia masculina que Kippy necesita ahora en su vida.
– La primera noticia de que la haya tenido alguna vez.
– Muy gracioso, soplagaitas. Sally tiene problemas con el coche. Dice que necesita neumáticos nuevos, pero no puede comprarlos por culpa del racionamiento. Dice que este año no puede abrir la casa de Oyster Bay por Navidades porque no hay petróleo para calentar aquel dichoso edificio.
Shepherd observó que Jordan contemplaba su bebida.
– Lo siento, Peter, ¿te aburro?
– No más de lo acostumbrado.
– Sólo te daba algunas noticias de casa para animarte.
– ¿Quién dice que necesito ánimos?
– Peter Jordan, hacía mucho, mucho tiempo que no veía esa expresión en tu cara. ¿Quién es la chica?
– No tengo ni idea.
– ¿Te importaría explicarme eso?
– Literalmente, tropecé con ella durante el oscurecimiento. Con el golpe se le cayeron los comestibles que llevaba en los brazos. Fue muy embarazoso. Pero esa mujer tiene algo.
– ¿Te hiciste con su número de teléfono?
– No.
– ¿Qué hay de su nombre?
– Sí, me dio un nombre.
– Bueno, ya es algo. ¡Por Dios! Yo diría que estás un poco desentrenado. Explícame qué aspecto tiene.
Peter Jordan se lo dijo: «Alta, pelo castaño con una melena que le cae sobre los hombros, boca amplia, pómulos preciosos y los ojos más espectaculares que hayas visto en tu vida».
– Eso es interesante -comentó Shepherd.
– ¿Por qué?
– Porque esa mujer está precisamente allí de pie.
Por regla general, los hombres uniformados ponían nerviosa a Catherine Blake. Pero cuando Peter Jordan cruzaba el bar hacia ella, pensó que nunca había visto un hombre tan apuesto ni tan elegante como aparecía aquel con su uniforme azul oscuro de la Armada estadounidense. Era sorprendentemente atractivo; la noche anterior Catherine no se percató de lo atractivo que era. La guerrera del uniforme le sentaba a la perfección, ceñida al pecho y resaltando los cuadrados hombros, como si la hubiese cortado un sastre de Manhattan. Tenía la cintura delgada y sus andares irradiaban esa tranquila confianza que sólo poseen los hombres seguros de sí mismos nacidos para triunfar en la vida. Su pelo era oscuro, casi negro, én agudo contraste con su blanca epidermis. Sus ojos tenían un vago toque verde -verde claro, como el de un gato- y la boca era suave y sensual. Sonrió con aire simpático al percatarse de que ella le estaba mirando.
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