Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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A veces era aburrido, pero no muy a menudo. Churchill tenía razón, era hora de que volviese a vivir. Su llegada al MI-5, en mayo de 1940, fue como volver a nacer. Floreció en aquella atmósfera de espionaje en tiempo de guerra: las largas horas, las crisis, el deprimente té en la cantina. Incluso había vuelto a caer en la costumbre de fumar cigarrillos, vicio que el año anterior, en Cambridge, había jurado abandonar definitivamente. Le encantaba ser actor en el teatro de lo real. Dudaba seriamente de que volviera a satisfacerle el santuario de la academia.

Seguramente las horas y la tensión le pasarían factura, pero nunca se había sentido mejor. Podía trabajar durante más tiempo y necesitaba menos horas de sueño. En cuanto caía en la cama se quedaba dormido automáticamente. Como los demás funcionarios, pasaba muchas noches en la sede del MI-5, donde descabezaba sus sueñecitos en la pequeña cama de campaña que tenía plegada al lado de su despacho.

Sólo el menoscabo de sus gafas de media luna de lectura sobrevivían a la catarsis de Vicary, todavía manchadas, maltrechas y objeto de bromas por parte de los integrantes del departamento. En momentos de congoja, aún se palpaba los bolsillos en su busca y se las ponía sobre la nariz en busca de alivio.

Cosa que hizo en aquel momento, cuando la luz de encima del despacho de Boothby encendió de pronto su color verde. Vicary pulsó el timbre con el aire meditabundo del hombre que asiste al funeral de un amigo de la infancia. Se oyó un suave zumbido, se abrió la puerta y Vicary entró.

El despacho de Boothby era amplio y alargado, con pinturas estupendas, chimenea de gas, magníficas alfombras persas y una espléndida vista desde los altos ventanales. Sir Basil mantuvo esperando a Vicary los diez minutos de rigor antes de entrar finalmente en la estancia a través de una segunda puerta que conectaba el despacho con la secretaría del director general.

El general de brigada sir Basil Boothby tenía la talla y la envergadura clásicas inglesas: alto, anguloso, aún daba muestras de la agilidad física que había hecho de él una estrella del atletismo en la escuela. Allí estaba a sus anchas, una comodidad que se apreciaba en la forma en que su fuerte mano sostenía el vaso con la bebida, en los cuadrados hombros y el grueso cuello, en la estrechez de las caderas, donde los pantalones, el chaleco y la chaqueta convergían en elegante perfección. Poseía ese sólido buen aspecto que cierto tipo de mujeres jóvenes encuentran atractivo. Su cabellera y sus cejas rubio ceniza eran tan lozanas que daban pie a los ocurrentes del departamento para referirse a Boothby llamándole «la escobilla de la quinta planta».

Poco se sabía oficialmente de la carrera de Boothby, sólo que durante toda su vida profesional había trabajado en los servicios de espionaje y en las organizaciones de seguridad. Vicary creía que los rumores y cotilleos que envuelven a un hombre con frecuencia dicen más acerca de su persona que su currículum vitae. Las especulaciones referentes a Boothby habían producido toda una industria artesanal dentro del departamento. De acuerdo con la fábrica de habladurías, Boothby dirigió durante la Primera Guerra Mundial una red de espías que llegó a introducirse en el Estado Mayor General germano. En Delhi ejecutó personalmente a un indio acusado de asesinar a un ciudadano británico. En Irlanda mató a un hombre a culatazos con su pistola por negarse a confesar la localización de un alijo de armas. Era un experto en artes marciales y dedicaba su tiempo libre a perfeccionar sus habilidades. Era ambidextro y podía escribir, fumar, beber su ginebra y sus bitters y romperle a uno el cuello con cualquiera de sus dos manos. Su tenis era tan bueno que hubiese podido ganar Wimbledon. «Engañoso» era el calificativo que se aplicaba con mayor frecuencia a su juego y la destreza con que cambiaba la raqueta de mano a mitad del partido aún confundía a sus oponentes. Se hablaba mucho de su vida sexual y aún se discutía más acerca de ella: mujeriego empedernido que se había llevado a la cama a la mitad de las mecanógrafas y secretarias del Registro; homosexual.

En opinión de Vicary, sir Basil Boothby simbolizaba todo lo malo que tenía la Inteligencia Británica de entregueñas, el inglés de alta cuna educado en Eton y Oxford, convencido de que el ejercicio del poder secreto era un derecho de nacimiento, lo mismo que la fortuna familiar y la mansión de Hampshire con varios siglos de antigüedad. Rígido, indolente. ortodoxo. polizonte que calzaba zapatos hechos a mano y trajes de Savile Row, Boothhy había sido eclipsado intelectualmente por los nuevos reclutas que ingresaron en el M1- 5 a raíz del inicio de la guerra: los cerebros más brillantes de las universidades, los mejores abogados de los más prestigiosos bufetes de Londres. Ahora se encontraba en una situación nada envidiable: tenía que supervisar a hombres que eran mucho más inteligentes que él y al mismo tiempo pretender reivindicar crédito burocrático por los logros de esos colaboradores.

– Lamento haberte hecho esperar, Alfred. Una reunión en las Salas de Guerra Subterráneas con Churchill, el director general, Menzies e Ismay. Me temo que tenemos entre manos un pedazo de crisis. Bebo coñac con soda. ¿Te apetece?

– Whisky -repuso Vicary, sin apartar los ojos de Boothhy. Pese a la circunstancia de ser uno de los altos jerarcas del MI-5, Boothby aún se permitía el orgullo infantil de dejar caer como si tal cosa los nombres de las personalidades poderosas con las que trataba regularmente. El grupo de hombres que acababa de reunirse en la fortaleza del subsuelo del primer ministro era la elite de la comunidad del servicio de información británico en tiempos de guerra: el director general del M1-5, sir David Petrie; el director general del M1-6, sir Stewart Menzies: y el jefe del estado mayor personal de Churchill, el general sir Hastings Ismay. Boothby oprimió un botón del escritorio y pidió a su secretaria que trajese la bebida de Vicary. Anduvo hasta la ventana, levantó la persiana, bajada debido al oscurecimiento impuesto por las autoridades, y miró al exterior.

– Espero por Dios que no vuelvan a venir esta noche…, me refiero a la puñetera Luftwaffe. Era distinto en 1940. Entonces todo era nuevo y emocionante en cierto extraño modo. Llevar el casco de acero bajo el brazo al ir a cenar. Correr a los refugios. Disparar observando a los aviones desde el tejado. Pero no creo que Londres pudiera resistir otro invierno de blitz riguroso. Todo el mundo está demasiado cansado. Cansado, hambriento, mal vestido y enfermo por culpa de las miserables humillaciones que comporta la guerra. No estoy seguro de si esta nación podrá soportar mucho más.

La secretaria de Boothby entró con el whisky de Vicary. La llevaba en el centro de una bandeja de plata, sobre una servilleta de papel. Boothby tenía una especie de obsesión contra los cercos que dejaban los líquidos en los muebles de su despacho. El brigadier general se sentó en la silla situada junto a Vicary y cruzó las piernas, de forma que la puntiaguda puntera de su zapato apuntaba a la rótula de Vicary como un arma de fuego cargada.

– Tenemos una nueva misión para ti, Alfred. Y al objeto de que comprendas verdaderamente su importancia, hemos decidido que es necesario levantar un poco el velo y enseñarte algo más de lo que se te ha permitido ver hasta ahora. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

– Creo que sí, sir Basil.

– Eres el historiador. ¿Estás muy impuesto en Sun Tzu?

– Siglo cuarto antes de Jesucristo. China no es precisamente mi terreno, sir Basil, pero he leído algo acerca de él.

– ¿Sabes lo que escribió respecto al engaño militar?

– Sun Tzu escribió que toda acción de guerra se basa en el engaño al enemigo. Predicó que una batalla se gana o se pierde antes de que se libre. Su consejo era simple: atacar al enemigo en el punto donde no está preparado y aparecer allí donde a uno no se le espera. Dijo que es de vital importancia socavar, subvertir y corromper al enemigo, sembrar la discordia interna entre sus mandos y destruirlo sin combatirle.

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