Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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El modesto imperio de Vogel consistía en dos habitaciones de la cuarta planta de la sede de la Abwehr, situada en un par de austeras casas de piedra gris, en el 7476 de Tirpitz Ufer. Las ventanas daban al Tiergarten, el parque de doscientas cincuenta y cinco hectáreas del centro de Berlín. Tiempo atrás había disfrutado de una vista espectacular, pero meses de bombardeos aliados sembraron los caminos nupciales de cráteres del tamaño de carros de combate y redujeron a tocones ennegrecidos casi todos los castaños y tilos. La mayor parte de la oficina de Vogel la ocupaba una hilera de armarios metálicos cerrados con llave y una pesada caja de caudales. Vogel sospechaba que los funcionarios del registro central de la Abwehr habían sido sobornados por la Gestapo y se negaba a llevar archivos a dicho registro central. Su único ayudante -un condecorado teniente de la Wehrmacht que se llamaba Werner Ulbricht, que resultó mutilado combatiendo a los rusos- trabajaba en la antesala. Guardaba un par de pistolas Luger en el cajón superior de su mesa y tenía instrucciones precisas de Vogel para disparar contra cualquiera que entrase sin permiso. Ulbricht sufría pesadillas en las que se veía matando por error a Wilhelm Canaris.

Oficialmente, Vogel ostentaba el grado de capitán de la Kriegsmarine, pero eso era puro formulismo destinado a proporcionarle la jerarquía necesaria para operar en determinadas instancias. Como su mentor, Canaris, rara vez vestía uniforme. Su guardarropa variaba poco: un traje negro carbón de gerente de funeraria, camisa blanca y corbata oscura. Su pelo era de tonalidad gris acero y parecía que se lo cortaba él mismo. Tenía la mirada intensa de un revolucionario de café. Su voz sonaba como el chirrido de una bisagra cubierta de óxido; al cabo de diez años de conversaciones en cafés, habitaciones de hotel y oficinas repletas de micrófonos ocultos, esa voz casi nunca se elevaba por encima de un murmullo de capilla. Ulbricht, sordo de un oído, tenía que esforzarse constantemente para oírle.

La pasión de Vogel por el anonimato rozaba el absurdo. En su despacho sólo conservaba un objeto personal, el retrato de su esposa, Gertrude, y sus dos hijas gemelas. Cuando empezaron los bombardeos, las envió a la casa de la madre de Gertrude en Baviera, y las veía con muy poca frecuencia. Cada vez que abandonaba el despacho, aunque sólo fuera por unos instantes, cogía el retrato de encima de la mesa y lo guardaba con llave en un cajón. Hasta su placa de identificación era un acertijo. No llevaba imagen alguna -durante años se había negado a que le fotografiaran- y el nombre era falso. Tenía un pequeño piso cerca del despacho, al que llegaba tras un agradable paseo por las frondosas orillas del canal de Landwehr, las noches que se permitía escapar. Su casera creía que era un profesor universitario con un montón de novias.

Incluso en las entrañas de la Abwehr poco más se conocía de él.

Kurt Vogel había nacido en Düsseldorf. Su padre era director de un colegio, su madre profesora de música a tiempo parcial que abandonó una prometedora carrera de concertista de piano para casarse y criar una familia. Vogel se doctoró en Derecho por la Universidad de Leipzig, donde dos de los más importantes cerebros jurídicos de Alemania, Herman Heller y Leo Rosenberg, le enseñaron derecho civil y político. Fue un alumno brillante -el primero de la clase- y sus profesores auguraron tranquilamente que algún día Vogel iba a sentarse en el Reichgericht, el tribunal supremo de Alemania.

Hitler cambió todo eso. Hitler creía en el gobierno de los hombres, no en el gobierno de la ley. Pocos meses después de su toma del poder había puesto patas arriba todo el sistema judicial de Alemania. Führergewalt -el poder del Führer- se convirtió en la ley absoluta de la tierra y todo capricho maniático de Hitler se traducía inmediatamente en códigos y normativas. Vogel recordaba algunas de las ridículas máximas acuñadas por los arquitectos de la revisión jurídica alemana que hizo Hitler: «¡Ley es lo que es útil al pueblo alemán! ¡La ley debe interpretarse a través de las emociones saludables del pueblo!» Cuando el sistema jurídico normal se interponía en su camino, los nazis establecían sus propios tribunales, Volksgerichtschoff, los Tribunales Populares. En opinión de Vogel, el día más negro de la historia de la jurisprudencia alemana llegó en octubre de 1933, cuando diez mil abogados se concentraron en la escalinata del Reichsgericht y, con el brazo levantado en saludo nazi, juraron «seguir el rumbo del Führer hasta el fin de nuestros días». Vogel había figurado entre ellos. Aquella noche volvió a casa, al pequeño piso que compartía con Gertrude, quemó en la estufa todos sus libros de leyes y bebió hasta vomitar.

Varios meses después, en el invierno de 1934, le abordó un hombrecillo adusto que iba con un par de perros salchicha, Withehm Canaris, el nuevo jefe de la Abwehr. Canaris preguntó a Vogel si estaría dispuesto a trabajar para él. Vogel aceptó con una condición, que no se le obligara a ingresar en el partido nazi, y en el curso de la semana siguiente desapareció en el mundo del espionaje militar alemán. Oficialmente, servía como consejero legal interno de Canaris. Oficiosamente, tenía asignada la tarea de llevar a cabo los preparativos para la guerra con Gran Bretaña, que Canaris consideraba inevitable.

Ahora, sentado en su despacho, Vogel se inclinaba sobre un memorándum y se apretaba las sienes con los nudillos. Luchaba para concentrarse y prescindir de los ruidos: el traqueteo vibrante del achacoso ascensor en sus esfuerzos para subir y bajar por el hueco situado justo al otro lado de la pared, el repiqueteo de la helada lluvia al chocar contra los cristales de la ventana, el estrépito de las bocinas de los automóviles que acompañaba el presuroso tráfico del anochecer de Berlín. Trasladó las manos de las sienes a los oídos y apretó hasta que alcanzó el silencio.

El memorándum se lo había entregado Canaris aquel mismo día, pocas horas después del que el Viejo Zorro hubiese regresado de una reunión con Hitler en Rastenberg. Canaris lo consideraba prometedor y Vogel tuvo que mostrarse de acuerdo.

– Hitler quiere resultados, Kurt -había dicho Canaris, sentado detrás de su antigua y destartalada mesa, igual que un impenetrable viejo profesor universitario, mientras sus ojos vagaban por las desbordantes librerías como si buscase un preciado pero largo tiempo perdido volumen-. Quiere pruebas de si será en Calais o en Normandía. Quizás ha sonado la hora de que entre en juego tu pequeño nido de espías.

Vogel lo había leído una vez rápidamente. Ahora lo leyó por segunda vez, con más atención. Desde luego, era más que prometedor, era perfecto, la oportunidad que había estado esperando. Al concluir la lectura, alzó la cabeza y murmuró el nombre de Ulbricht varias veces, como si le estuviera hablando directamente al oído. Por último, al no obtener respuesta, se levantó y fue a la antesala. Ulbricht estaba limpiando sus Lugers.

– Werner, llevo cinco minutos llamándote -dijo Vogel, con voz casi inaudible.

– Lo siento, capitán…, no le había oído.

– Lo primero que quiero hacer mañana por la mañana es ver a Müller. Prepárame una cita.

– Sí, señor.

– Y, Werner, haz algo con tus condenados oídos. He estado gritando a pleno pulmón.

Los bombarderos se presentaron a medianoche, cuando Vogel dormitaba de forma intermitente en la dura cama de campaña que tenía en el despacho. Llevó los pies al suelo, se levantó y anduvo hasta la ventana mientras la aviación zumbaba sobre su cabeza. Berlín se estremeció cuando los primeros incendios estallaron en los distritos de Pankow y Weissensee. Vogel se preguntó cuánto castigo más podría absorber la ciudad. Vastos sectores de la capital del Reich de los mil años habían quedado ya reducidos a escombros. Muchos de los barrios más famosos de la urbe parecían desfiladeros de ladrillos machacados y hierros retorcidos. Los tilos del Unter den Linden estaban calcinados, lo mismo que las en otro tiempo rutilantes tiendas y oficinas bancarias que se alineaban en el amplio bulevar. El célebre reloj de la Iglesia Memorial del Emperador Guillermo llevaba parado a las siete treinta desde el mes de noviembre, cuando los bombarderos aliados sembraron la destrucción sobre cuatrocientas cincuenta hectáreas de Berlín en una sola noche.

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