Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Puedo darte la información sobre Jordan.

– Lo quiero todo, y si no me queda más remedio que recurrir a Canaris, recurriré a Canaris.

– ¡Oh, por los clavos de Cristo, Kurt! No me digas que vas a ir corriendo a tío Willy, ¿eh?

Vogel se levantó y se abrochó la chaqueta.

– Quiero su nombre y quiero su historial.

Vogel dio media vuelta y salió del despacho.

– Kurt, vuelve -le llamó Müller-. Arreglemos esto. ¡Dios mí0!

– Si quieres hablar, estaré en el despacho del Viejo -respondióVogel, que ya se alejaba por el estrecho pasillo.

– Está bien, tú ganas. -Las pálidas manos de Müller excavaban ya en un archivador-. Aquí está la jodida documentación. No necesitas ir a ver a tío Willy. Dios santo, a veces eres peor que esos condenados nazis.

Vogel dedicó el resto de la mañana a leer lo referente a Peter Jordan. Cuando terminó, extrajo un par de carpetas de sus archivadores, volvió a la mesa y leyó atentamente sus documentos.

La primera carpeta contenía datos relativos a un irlandés que había colaborado como espía durante una breve temporada y al que se despidió porque la información que proporcionaba carecía de valor. Vogel se hizo cargo de su expediente y lo colocó en la nómina de la Cadena-V. A Vogel no le preocupaban las críticas desfavorables que el sujeto recibiera en el pasado, no buscaba un espía. El agente tenía otras cualidades que a Vogel le parecieron atractivas. Trabajaba en una pequeña granja situada en una zona aislada de la costa británica de Norfolk. Era una casa franca perfecta, lo bastante cerca de Londres como para cubrir el trayecto en tres horas, por ferrocarril, y lo bastante distante como para que el lugar no estuviera plagado de agentes del MI-5.

En la segunda carpeta estaba el historial de un antiguo paracaidista de la Wehrmacht al que se había apartado del salto por haber sufrido una herida en la cabeza. El hombre contaba con todos los atributos que le gustaban a Vogel: perfecto inglés, ojo atento al detalle, inteligencia fría. Ulbricht lo había encontrado en un puesto de escucha de radio de la Abwehr, en el norte de Francia. Vogel lo colocó en la nómina de la Cadena-V y lo pasó a la reserva, a la espera de la misión oportuna. Apartó a un lado las carpetas y redactó dos mensajes. Añadió las claves que debían emplearse, la frecuencia en que tenían que enviarse los mensajes y el programa de transmisión. Luego levantó la cabeza y llamó a Ulbricht.

– Sí, herr capitán -dijo Ulbricht al entrar en el despacho cojeando pesadamente sobre su pierna de madera.

Vogel alzó la vista y contempló a Ulbricht durante unos segundos antes de hablar. Se preguntó si aquel hombre estaría a la altura de las exigencias de una operación como la que se aprestaba a desencadenar. Ulbricht tenía veintisiete años, pero no aparentaba menos de cuarenta. Su negro pelo cortado al uno estaba jaspeado de hebras grises. Arrugas dejadas por el dolor descendían como regatos desde el borde de su único ojo sano. El otro lo había perdido en una explosión y un limpio parche negro ocultaba la cuenca vacía. Pendía de su cuello una Cruz de Caballero. Llevaba desabrochado el botón superior de la guerrera porque el esfuerzo del más mínimo movimiento le acaloraba y le hacía sudar. En todo el tiempo que llevaban trabajando juntos, Vogel no había oído quejarse a Ulbricht una sola vez.

– Quiero que vayas a Hamburgo mañana por la noche. -Tendió a Ulbricht la transcripción de los mensajes-. No te muevas del lado del radiotelegrafista mientras envía esto. Asegúrate de que no se producen errores. Comprueba que el acuse de recibo de los agentes está en orden. Si observas algo fuera de lo normal, quiero enterarme de ello. ¿Entendido?

– Sí, señor.

– Antes de irte, localízame a Horst Neumann.

– Creo que está en Berlín.

– ¿Dónde se hospeda?

– No estoy seguro -dijo Ulbricht-, pero me parece que hay una mujer por medio.

– Eso es lo normal. -Vogel se llegó a la ventana y miró la calle-. Ponte en contacto con el personal de la granja de Dahlem. Diles que nos esperen esta noche. Quiero que te reúnas con nosotros allí mañana, cuando vuelvas de Hamburgo. Indícales que monten la plataforma de saltos del granero. Ha transcurrido una eternidad desde la última vez que Neumann se tiró desde un avión. Necesitará entrenamiento.

– Sí, señor.

Ulbricht se retiró, dejando a Vogel solo en el despacho. Éste permaneció largo rato en la ventana, mientras repasaba mentalmente una vez más todo el plan operativo. El secreto mejor guardado de la guerra y él pensaba escamotearlo con la colaboración de una mujer, un lisiado, un paracaidista de tierra y un traidor británico. ¡Menudo equipo has reunido, Kurt, viejo! Si no estuviera en la línea de fuego su propio cuello, podría parecerle divertido todo el asunto. Pero no, se limitó a estar allí de pie, como una estatua, a observar la nieve que caía silenciosa, como planeando, sobre Berlín, y a preocuparse a muerte.

6

Londres

El Servicio de Seguridad Imperial de Inteligencia, más conocido por la designación de Información Militar, o MI-5, tenía su cuartel general en el pequeño y compacto edificio de oficinas del número 58 de la calle St. James. El cometido del MI-5 era el contraespionaje. En el vocabulario del mundo de la información reservada, contraespionaje significa proteger los secretos propios y, cuando es necesario, capturar espías. Durante buena parte de los cuarenta años de su existencia, el Servicio de Seguridad trabajó duro a la sombra de su primo, más seductor, el Servicio Secreto de Inteligencia, o MI-6. Tales rivalidades, recíprocamente destructivas, no importaban gran cosa al profesor Alfred Vicary. Vicary ingresó en el MI-5 en mayo de 1940, donde aún se le podía encontrar una sombría tarde lluviosa, cinco días después de la conferencia secreta de Hitler en Rastenberg.

El piso superior era el dominio de los altos mandos: los despachos del director general, de su secretaría, de los directores asistentes y de los jefes de división. La oficina del general de brigada sir Basil Boothby se encontraba allí, oculta tras un par de intimidatorias puertas de roble. Desde lo alto de las mismas, sobre el dintel, un par de luces enviaban su resplandor: la roja significaba que había demasiada inseguridad para permitir el acceso, la verde que uno podía entrar bajo su propia responsabilidad. Como siempre, Vicary dudó antes de oprimir el timbre.

Había recibido la convocatoria a las nueve, cuando aún estaba guardando sus cosas en el armario metálico color gris cañón de arma de fuego y se disponía a ordenar el cuchitril, como llamaba a su despachito. Cuando el MI-5 estalló en volumen, al empezar la guerra, el espacio se convirtió en artículo de lujo. Vicary se vio relegado a una celda sin ventanas de las dimensiones de un cuarto de escobas, con una burocrática alfombra verde y una maciza mesita de maestro de escuela. El compañero de Vicary, un antiguo funcionario de la Policía Metropolitana llamado Harry Dalton, ocupaba con otros subalternos una zona común en el centro del piso. Reinaba en dicha zona una escandalera de sala de redacción de periódico y Vicary sólo se aventuraba allí cuando era estrictamente imprescindible.

Oficialmente, Vicary tenía la graduación de comandante del Cuerpo de Inteligencia, aunque la jerarquía militar significaba prácticamente nada dentro del departamento. La mayor parte del personal se refería a él llamándole «el profesor», y sólo se había puesto el uniforme en dos ocasiones. No obstante, Vicary había cambiado su forma de vestir. Había abandonado las prendas de tweed de la universidad y ahora llevaba trajes gris claro adquiridos antes de que se racionara la ropa, como se racionó casi todo. De vez en cuando se tropezaba con algún colega del University College. A pesar de los incesantes avisos del gobierno advirtiendo del peligro de hablar más de la cuenta, inevitablemente le preguntaban a Vicary qué hacía exactamente. Vicary solía esbozar una sonrisa cansina, se encogía de hombros y daba la respuesta prescrita: trabajaba en un aburridísimo departamento de la Oficina de Guerra.

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