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Daniel Silva: Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat. El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament. És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– ¿Le importaría explicarme eso?

– Te elegimos porque eras inteligente, ingenioso y, en circunstancias normales, les habrías dejado satisfechos por el precio que hubieran pagado. Dios mío, estuviste a punto de calar el engaño mientras la operación estaba en pleno desarrollo; te faltó muy poco. También te elegimos porque la tensión entre nosotros dos era legendaria. -Boothby hizo una pausa y bajó la vista sobre Vicary-. Tú no has sido precisamente discreto a la hora de ponerme verde ante el resto del personal. Pero, lo más importante, te elegimos a ti porque eras amigo del primer ministro y la Abwehr lo sabía.

– Y cuando me despidió, comunicó la noticia a los alemanes vía Gavilán y Pelícano. Esperaba que el sacrificio de un amigo personal de Winston Churchill estimularía la confianza de los alemanes, induciéndoles a creer en la autenticidad del material de Timbal.

– Exactamente, eso era parte del guión.

– ¿Y Churchill estaba enterado?

– Sí, lo sabía. Lo aprobó personalmente. Tu viejo amigo te traicionó. Le gusta la magia negra, a nuestro Winston. Si no hubiese sido primer ministro, creo que habría sido oficial de engaño. Me parece que más bien disfrutó con todo esto. He oído que la pequeña arenga que te dirigí en las Salas de Guerra del Subsuelo es un clásico.

– Hijos de puta -murmuró Vicary- Cabrones manipuladores. Claro que, de cualquier modo, debo considerarme afortunado. Podría estar muerto como los otros. ¡Dios mío! ¿Se da cuenta de cuántas personas han muerto por su jueguecito? Pope, su chica, Rose Morely, los dos hombres de la Sección Especial en Earl’s Court, los cuatro policías en Louth, otro en Cleethorpes, Sean Dogherty, Martin Colville.

– Te olvidas de Peter Jordan.

– ¡Por el amor de Dios, mató usted a su propio agente!

– No, Alfred, lo mataste tú. Fuiste tú quien le envió en aquella barca. Debo reconocer que el asunto más bien me complace. El hombre cuya negligencia personal casi nos cuesta perder la guerra muere al salvar la vida de una joven y expía sus pecados. Así es como lo hubiera filmado Hollywood. Y así es como los alemanes creen que sucedió en realidad. Y, además, el número de vidas que se han perdido no es nada en comparación con la carnicería que hubiera tenido efecto si Rommel nos hubiese estado esperando en Normandía.

– ¿Es cuestión de Debe y Haber? ¿Así es como usted lo mira? ¿Como una gigantesca hoja de contabilidad? ¡Me alegro de estar fuera! ¡No deseo ninguna participación en eso! No, si ello significa hacer cosas de esa clase. Dios, hace mucho tiempo que deberíamos de haber quemado en la pira a las personas como usted.

Coronaron una última colina. La casa de Vicary apareció frente a ellos, a lo lejos. Las florecientes enredaderas se derramaban por encima de la protectora tapia de piedra caliza. Deseaba estar de regreso en la casa, cerrar la puerta de golpe, sentarse junto al fuego y no volver a pensar en nada de aquello. Sabía que eso era imposible ahora. Quería desembarazarse cuanto antes de Boothby. Apretó el paso, pisando fuerte monte abajo, y en un tris estuvo de perder el equilibrio. Con su alto cuerpo y sus piernas atléticas, Boothby tuvo que esforzarse para no quedar rezagado.

– La verdad es que no es eso lo que sientes, ¿eh, Alfred? Te gustaba. Te seducía. Te encantaba la manipulación y el engaño. Tu colegio universitario quiere que vuelvas y tú no estás seguro de desear volver porque comprendes que todo en lo que siempre has creído es mentira y mi mundo, este mundo, es el mundo real.

– Usted no es el mundo real. No estoy seguro de lo que es usted, pero no es real.

– Ahora puedes decir eso, pero me consta que lo echarás de menos desesperadamente. La clase de trabajo que hacemos es más bien como una amante. A veces no te gusta demasiado. A veces tampoco te gusta la cosa cuando estás con ella. Los momentos en los que disfrutas son fugaces. Pero cada vez que intentas dejarla, siempre algo tira de ti y te obliga a volver.

– Me temo que, aplicada a mí, esa es una metáfora perdida, sir Basil.

– Ahí vuelves a estar tú, pretendiendo ser superior, mejor que el resto de nosotros. Hubiera pensado que a estas alturas ya habrías aprendido la lección. Necesitas a las personas como nosotros. El país nos necesita.

Franquearon el portillo de la cerca y avanzaron por el acceso a la casa. La gravilla crujió bajo sus pies. Lo cual recordó a Vicary la tarde en que le convocaron a Chartwell y le dieron el trabajo en el MI-5. Recordó la mañana en las Salas de Guerra del Subsuelo, las palabras de Churchill: «Debe desprenderse de los restos de moral y de ética que aún le queden, prescindir de cuantos sentimientos de bondad humana posea todavía y hacer lo que sea necesario para alcanzar la victoria».

Al menos, alguien había sido sincero con él, incluso aunque fuese mentira en aquel momento.

Se detuvieron al llegar al Humber de Boothby.

– Lo comprenderá si no le invito a un refresco -dijo Vicary-. Me gustaría entrar y lavarme la sangre que mancha mis manos.

– Eso es lo bonito, Alfred. -Boothby alzó sus enormes zarpas para que Vicary las observara-. También yo tengo las manos manchadas de sangre. Pero no puedo verla, como tampoco puede verla nadie. Es una mancha secreta.

– ¿Quién es Broome? -preguntó Vicary por última vez.

Se oscureció el semblante de Boothby, como si pasara por él un nubarrón.

– Broome es Brendan Evans, tu viejo amigo de Cambridge. Nos contó el truco que empleaste para ingresar en el Cuerpo de Inteligencia en la Gran Guerra. También nos contó lo que te sucedió en Francia. Sabíamos qué era lo que te impulsaba y lo que te motivaba. Teníamos que… íbamos a manipularte, después de todo.

Vicary notó que empezaba a dolerle la cabeza.

– Tengo una pregunta más.

– Quieres saber si Helen formaba parte de la intriga o si llegó a ti por propia iniciativa.

Vicary se mantuvo muy rígido, a la espera de la respuesta.

– ¿Por qué no vas, la buscas y se lo preguntas tú mismo? Acto seguido, Boothby subió al automóvil y desapareció.

64

Londres, mayo de 1945

A las seis de aquella tarde, Lillian Walford se aclaró la garganta, llamó suavemente con los nudillos a la puerta y entró sin esperar respuesta. El profesor estaba allí, sentado ante la ventana que dominaba la plaza de Gordon, con su cuerpecito inclinado sobre un viejo manuscrito.

– Me voy ya, profesor, si no me necesita para nada más -dijo, e inició el acostumbrado ritual de cerrar libros y ordenar papeles que siempre parecía acompañar sus conversaciones del viernes por la tarde.

– No, estoy bien, gracias.

Ella le contempló, al tiempo que pensaba: «No, eso lo dudo mucho, profesor». Algo en él había cambiado. Nunca había sido parlachín, la verdad; no era de los que pegaban la hebra con la gente, so pena de que fuera absolutamente necesario. Pero ahora parecía más retraído que nunca, pobrecillo. Y había ido empeorando a medida que avanzaba el curso, en vez de mejorar como ella esperó. Las habladurías rondaban por el colegio, ociosas especulaciones. Algunos decían que envió hombres a la muerte o que dio la orden para que los matasen. Resultaba dificil imaginarse al profesor haciendo cosas así, pero no dejaba de resultar lógico, ella no tenía más remedio que reconocerlo. Algo le había impulsado a hacer aquel voto de silencio.

– Debería marcharse en seguida, profesor, si no quiere perder su tren.

– Más bien había pensado quedarme y pasar el fin de semana en Londres -dijo el profesor Vicary, sin levantar la vista de su trabajo-. Tengo cierto interés en ver el aspecto de la ciudad por la noche, ahora que han vuelto a encenderse las luces.

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