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Daniel Silva: Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat. El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament. És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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La nariz de acero del sumergible golpeó la proa del Camilla. Una partida de abordaje corrió por la cubierta hacia ellos. Catherine pasó los brazos alrededor de Neumann y apretó con fuerza.

– ¡Lo conseguimos! -exclamó-. ¡Lo conseguimos! ¡Volvemos a casa!

De pie a la rueda del timón de la Rebecca, Harry Dalton describió la escena a Vicary, transmitiéndosela a Grimsby. A su vez, Vicary se la describió a Arthur Braithwaite, que estaba en la Sala de Rastreo de Submarinos.

– ¡Maldita sea, comandante! ¿Dónde está esa corbeta?

– Está ahí mismo. Lo que ocurre es que el mal tiempo impide verla.

– ¡Bueno, pues dígale al capitán que haga algo! Mis hombres no pueden detenerlos.

– ¿Qué instrucciones he de dar al capitán?

– Que dispare sobre la barca y mate a los espías.

– Comandante Vicary, me permito recordarle que en esa embarcación va una muchacha inocente.

– Que Dios se apiade de mí por decir esto, pero me temo que en unas circunstancias como éstas no podemos preocuparnos de eso, comandante Braithwaite. Ordene al capitán de la corbeta que golpee a la Camilla con todo lo que tenga.

– Entendido.

Vicary colgó el teléfono, mientras pensaba: «Dios santo, pero sime he convertido en un perfecto hijo de Satanás».

El viento abrió una brecha momentánea en la cortina de lluvia y niebla. El capitán de la corbeta 745, en el puente de mando, divisó al submarino U-509 y a la Camilla a unos ciento cincuenta metros de su proa. A través de los prismáticos vio a dos personas en la cubierta delantera de la Camilla y una partida de rescate que corríapor la cubierta del submarino alemán. Dio inmediatamente la orden de disparar. Segundos después, el cañón de cubierta de la corbeta abría fuego.

Neumann oyó las detonaciones. Los primeros proyectiles pasaron por encima. La segunda andanada se estrelló contra el costado del submarino. La partida de rescate echó cuerpo a tierra en la cubierta para evitar las balas, mientras los cañones corregían la dirección de tiro para apuntar de nuevo a la Camilla. En la cubierta de la barca pesquera no había lugar donde refugiarse. La descarga encontró a Catherine. Su cuerpo voló hecho pedazos instantáneamente y la cabeza estalló en un fogonazo de sangre y masa encefálica.

Neumann gateó hacia adelante en un intento de llegar al submarino. El primer proyectil que le alcanzó le segó la pierna a la altura de la rodilla. Soltó un alarido y siguió arrastrándose hacia adelante. La segunda bala que hizo blanco en él le partió la espina dorsal. No sintió nada. El último disparo le alcanzó en la cabeza y todo fue oscuridad.

Max Hoffman, que contempló la tragedia desde la torreta, ordenó a su primer oficial que pusiera los motores Diesel a toda máquina y que procediese a la inmersión de la nave con la máxima rapidez posible. En cuestión de segundos, el U-509 se alejaba de aquel escenario a toda velocidad. Y dos minutos después se sumergía bajo la superficie del mar del Norte y desaparecía.

La Camilla, sola en el mar, con las cubiertas anegadas de sangre, se iba a pique.

A bordo de la Rebecca imperaba la euforia. Los cuatro hombresse abrazaron al ver al submarino virar en redondo y emprender la huida. Harry Dalton llamó a Vicary y le comunicó la noticia. Vicary hizo dos llamadas, la primera a la Sala de Rastreo de Submarinos para dar las gracias a Arthur Braithwaite, la segunda a sir Basil para informarle de que por fin todo había terminado.

Jenny Colville sintió estremecerse la Camilla. La muchacha había caído de bruces y se cubría la cabeza con las manos. El tiroteo cesó con la misma brusquedad con que se había iniciado. Jenny oyó luego el rugido de los motores del submarino que se alejaba y, por último, el rumor del mar. Estaba demasiado aterrada para moverse. La barca cabeceaba y se balanceaba salvajemente, yendo de un lado a otro. Supuso que aquello estaba relacionado con la avería del motor. Al carecer de fuerza motriz que la impulsara, la embarcación se encontraba indefensa ante los violentos embates del mar. Comprendió que tenía que levantarse, salir afuera y hacer señales para que los demás barcos se enterasen de que estaba allí y de que estaba viva.

Logró incorporarse, el balanceo de la nave volvió a arrojarla al suelo y se levantó otra vez. Subir aquella escalerilla parecía algo imposible. Por fin, llegó a cubierta. El viento tenía una fuerza tremebunda. La lluvia la azotó lateralmente. La barca parecía ir en varias direcciones al mismo tiempo; subía y bajaba, avanzaba y retrocedía, giraba de un lado a otro. Mantener el equilibrio era imposible. Miró hacia proa y vio los cuerpos. No los habían matado a tiros. Los proyectiles artilleros los habían desgarrado, mutilado, hecho pedazos. Con toda la sangre y la lluvia, la cubierta tenía un color rosado. La náusea agitó el estómago de Jenny y la muchacha apartó la mirada. Vio el submarino, que, a lo lejos, se sumergía y desaparecía bajo la superficie del mar. Por el otro lado de la barca vio un buque de guerra, gris, no demasiado grande, que se acercaba a ella. Otra embarcación -la que había visto antes por la portilla- también se acercaba rápidamente.

Agitó los brazos, gritó y rompió a llorar. Estaba deseando contarles lo que había hecho. Ella fue quien averió el motor para que la barca se detuviera y los espías no pudiesen llegar al submarino. Jenny no cabía en sí, estaba pletórica de intenso orgullo.

La Camilla se elevó impulsada por una ola gigantesca. Cuando ésta pasó por debajo de la embarcación, la Camilla se bamboleó frenéticamente inclinada por babor. Luego descendió y, al mismo tiempo, se enderezó y rodó sobre el costado de estribor. Jenny no pudo seguir agarrada a la parte superior de la escalerilla. Salió despedida, cruzó la cubierta y cayó al mar.

Nunca había sentido un frío como aquel, un frío espantoso, entumecedor, paralizante. Luchó para remontarse hasta la superficie e intentó aspirar una bocanada de aire, pero lo que hizo fue tragar una bocanada de agua de mar. Se hundió bajo la superficie, sofocándose, asfixiándose, introduciendo más agua aún en el estómago y en los pulmones. Agitando los pies, logró emerger de nuevo y llevar a los pulmones un poco de aire antes de que el mar volviera a arrastrarla hacia abajo. Y entonces empezó a descender, a hundirse despacio, placenteramente, sin esfuerzo. Ya no sentía frío. No sentía nada, no veía nada. Sólo una negrura impenetrable.

Llegó primero la Rebecca. Lockwood y Roach al timón, Harry y Peter Jordan en la cubierta de proa. Harry ató un cabo al cinturón salvavidas y el otro extremo del mismo a una abrazadera de proa. Arrojó el salvavidas por la borda. Habían visto a Jenny salir por segunda vez y desaparecer de nuevo bajo la superficie. Ahora no se veía nada, ni la menor señal de la muchacha. Lockwood llevó allí la Rebecca, con mano firme y en línea recta; luego, a pocos metros de la Camilla, paró el motor y la lancha se estremeció al detenerse en seco.

Jordan se asomó por la proa y buscó con la mirada algún indicio de la muchacha. Luego se levantó y, sin previo aviso, se zambulló en el agua. Harry gritó a Lockwood.

– ¡Jordan está en el agua! ¡No se acerque más!

Jordan emergió para quitarse el chaleco salvavidas.

– ¿Pero qué hace? -chilló Harry.

– ¡Con esta maldita cosa encima no puedo sumergirme a bastante profundidad!

Jordan se llenó de aire los pulmones y desapareció de la vista durante lo que a Harry le pareció un minuto. El mar batía el costado de babor de la Camilla, obligándola a rodar dando tumbos de un lado a otro e impulsándola hacia la Rebecca. Harry miró por encima del hombro y agitó los brazos en dirección a Lockwood, que continuaba en la cabina del timonel.

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