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Daniel Silva: Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat. El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament. És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Londres no tenía nada que ofrecerle -sólo malos recuerdos-, así que se mantenía alejado de la urbe. Sólo fue una vez, un mañana de la primera semana de junio, cuando sir Basil le citó para informarle del resultado de la investigación interna.

– ¡Hola, Alfred! -le saludó sir Basil, cuando Vicary se presentó en el despacho de Boothby.

El cuarto resplandecía iluminado por una agradable claridad de tono naranja. Boothby estaba de pie en el centro geométrico exacto de la estancia, como si necesitara espacio para maniobrar en todas direcciones. Vestía un traje gris de corte perfecto y parecía más alto de lo que Vicary, recordaba. El director general permanecía sentado en el espléndido sofá, entrelazados los dedos como si estuviese entregado a la oración, y los ojos fijos en un punto preciso de la alfombra persa. Boothby alargó la mano como una bayoneta y avanzó hacia Vicary. La caótica sonrisa que decoraba el semblante de Boothby no permitió a Vicary estar seguro de si el hombre pensaba abrazarle o atacarle. Y tampoco estaba seguro de a cuál de las dos intenciones temía más.

Lo que hizo Boothby fue estrechar la mano de Vicary, con un afecto un tanto excesivamente cordial, y posó su manaza en el hombro de Vicary. Estaba caliente y húmeda, como si acabase de jugar una manga de tenis. Sirvió personalmente una taza de té a Vicary y formuló unos comentarios triviales mientras Vicary fumaba un cigarrillo. Luego, con gran prosopopeya, sacó de un cajón el informe final de la investigación y lo depositó encima de la mesa.Vicary se negó a mirarlo directamente.

Boothby tuvo un placer enorme en explicar a Vicary que no le estaba permitido leer el informe del análisis de su propia operación. A pesar de todo, mostró a Vicary una saneada carta de una página redactada con la intención de «condensar y resumir» el contenido del informe. Vicary sostuvo la hoja con ambas manos, tensándola como si fuera un tambor, al objeto de que no se agitara mientras la leía. Era un documento obsceno y detestable, pero ponerlo en tela de juicio no merecía la pena. Se lo devolvió a Boothby,le estrechó la mano, hizo lo propio con el director general y salió.

Vicary bajó la escalera. Había alguien en su despacho. Harry estaba allí, con una fea cicatriz surcándole la mandíbula. Vicary no era propenso a las despedidas prolongadas. Contó a Harry que le habían despedido, le dio las gracias por todo y le dijo adiós.

Llovía otra vez y la temperatura era fría para estar en junio. El jefe de Transportes le ofreció un coche. Vicary declinó cortésmente el vehículo. Abrió el paraguas y emprendió el regreso a Chelsea bajo el torrencial aguacero.

Pasó la noche en su casa de Chelsea. Se despertó al amanecer. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas. Era el 6 de junio. Encendió la radio, sintonizó la BBC para escuchar las noticias y se enteró de que la invasión estaba en marcha.

Vicary salió al mediodía; esperaba ver grupos de gente nerviosa y ávida de hacer comentarios, pero en Londres reinaba una quietud mortal. Unas pocas personas se habían aventurado a salir de compras, unas cuantas más entraban a rezar en las iglesias. Los taxis atravesaban las calles vacías, en busca de pasaje.

Vicary vio londinenses que iban a sus tareas del día. Le entraron ganas de correr tras ellos, sacudirlos y luego decir: «¿No saben lo que está sucediendo? ¿No se dan cuenta de lo que pasa? ¿No saben las astucias e iniquidades que hicimos para engañarlos? ¿No saben lo que me han hecho a mí?».

Cenó en la taberna de la esquina y escuchó los optimistas boletines de noticias que emitió la radio. Aquella la noche, de nuevo solo, oyó la alocución que el rey dirigió al país y luego se fue a la cama. Por la mañana, tomó un taxi, se dirigió a la estación de Paddington y tomó el tren de regreso a Gloucestershire.

Poco a poco, hacia el verano, sus días fueron adoptando una meticulosa rutina.

Se levantaba temprano y leía hasta la hora del almuerzo, almuerzo que tomaba diariamente en la Eight Bells del pueblo: pastel de verdura, cerveza, carne cuando figuraba en el menú. Desde la Eight Bells emprendía su marcha forzada cotidiana por los caminos azotados por el viento que circundaban el pueblo. De día en día tardaba menos tiempo en aclarar las telarañas de su destrozada rodilla y para el mes de agosto ya cubría a pie dieciséis kilómetros todas las tardes. Renunció a los cigarrillos y adoptó la pipa. Los rituales de la pipa -cargarla, limpiarla, encenderla, volverla a encender- encajaban perfectamente en su nueva vida.

Ignoraba con exactitud el día en que sucedió, el día que todo desapareció de su pensamiento consciente: el exiguo despacho, el repique de los teletipos, la inmunda comida de la cantina, el demencial léxico del lugar. Doble Cruz… Mulberry… Fénix… Timbal. Hasta Helen retrocedió a una cámara sellada de su memoria, donde ya no podía hacer más daño. Alice Simpson empezó a acudir los fines de semana y a principios de agosto se quedó una semana entera.

El último día del verano se vio dominado por la suave melancolía que aqueja a la gente del campo cuando la estación cálida termina. Era un glorioso crepúsculo, líneas púrpura y naranja se alternaban en el horizonte y en el aire se cernía la primera dentellada del otoño. Hacía mucho tiempo que desaparecieron las prímulas y las campanillas. Recordó una tarde como aquella cuando Brendan Evans le enseñaba a montar en motocicleta por los senderos de los pantanos. Aún no hacía bastante frío para encender fuego, pero desde su atalaya en la cima del monte podía ver las chimeneas del pueblo por las que se elevaba el humo y saborear el acre efluvio de la madera verde que flotaba en el aire.

Lo comprendió entonces, de pronto, lo vio revoloteando sobre las laderas de las colinas, como la solución de un problema de ajedrez.

Pudo ver las líneas de ataque, la preparación, el engaño. Nada había sido lo que parecía.

Vicary regresó corriendo a la casita de campo, telefoneó a la oficina y preguntó por Boothby. Entonces se percató de que era tarde y viernes -los días de la semana ya no significaban nada para él-, pero por algún milagro Boothby estaba todavía allí y respondió por su propio teléfono.

Vicary se dio a conocer. Boothby manifestó sentirse complacido de verdad, encantado de oír su voz. Vicary le aseguró que se encontraba perfectamente.

– Quiero hablar con usted -dijo Vicary-. Acerca de Timbal.

Se produjo un silencio en la línea, pero Vicary sabía que Boothby no acababa de colgar bruscamente, porque le oía revolverse en su sillón.

– Ya no puedes venir aquí, Alfred. Eres persona non grata. De modo que supongo que tengo que ser yo quien vaya a visitarte.

– Estupendo. Y no finja que no sabe cómo dar conmigo porque he visto a sus espías acechándome.

– Mañana al mediodía -dijo Boothby, y colgó.

Boothby llegó al mediodía en un Humber oficial, ataviado para la campiña, con tweed, camisa de cuello abierto y una cómoda chaqueta de punto. Había llovido por la noche. Vicary sacó del sótano un par de botas altas, de caña extralarga, para Boothby, y pasearon como dos viejos compañeros por una pradera salpicada de ovejas esquiladas. Boothby refirió diversos cotilleos del departamento y Vicary, mediante un esfuerzo considerable, fingió interés.

Al cabo de un rato, Vicary se detuvo y dirigió la mirada a una distancia media.

– Nada de aquello fue auténtico, ¿verdad? -dijo-, Jordan, Catherine Blake…, desde el principio todo fue un equívoco juego de espejos.

Boothby esbozó una sonrisa seductora.

– Todo, no, Alfred. Pero más o menos fue algo así.

Continuó caminando, se adelantó y su cuerpo larguirucho puso una línea vertical contra el horizonte. Luego hizo un alto e indicó a Vicary que llegase hasta él. Vicary puso en marcha su mecánica cojera de rígida articulación y se acercó a Boothby, al tiempo que se palpaba los bolsillos en busca de sus gafas de media luna.

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