Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– ¡Aquí! ¡Rápido! -gritó Sullivan.

Gardner se bajó de la bicicleta y se acercó con ella tirando del manillar al punto donde estaba Sullivan.

– ¡Dios todopoderoso!

– Mira las huellas. Dos vehículos, el que conducían ellos y el nuestro. Cuando dieron la vuelta, los neumáticos se embarraron en el arcén. Nos han dejado un estupendo juego de huellas que seguir.

– Sí. Mira a ver a dónde conducen. Yo volveré a la comisaría y alertaré a Lockwood. Y, por el amor de Dios, ten cuidado.

Sullivan le dio a los pedales carretera adelante, con la linterna en una mano y sin apartar los ojos de las huellas que poco a poco iban perdiendo intensidad. A cosa de cien metros del punto del control, el rastro desapareció del todo. Sullivan continuó a lo largo de cuatrocientos metros más, buscando alguna señal de la furgoneta de la policía.

Siguió un poco más y detectó otro juego de huellas de neumáticos. Aquellas eran distintas. A medida que pedaleaba se hacían más claras y mejor definidas. Evidentemente, el vehículo que las marcó procedía de otra dirección.

Siguió las huellas hasta su punto de origen y encontró el camino que llevaba hacia los árboles. Proyectó el rayo de la linterna sobre el camino y vío el par de nuevas huellas de neumáticos. Enfocó la linterna horizontalmente hacia el túnel de árboles, pero la luz no era lo bastante fuerte para horadar la oscuridad. Miró el camino: demasiados baches y demasiado barro para ir por allí montado en la bicicleta. Se apeó, la dejó apoyada en un árbol y emprendió la marcha a pie.

Al cabo de dos minutos vio la parte trasera de la furgoneta. Dio un grito de aviso, pero no obtuvo respuesta. La miró más de cerca. No era el vehículo de la policía; tenía matrícula de Londres y era de otro modelo. Sullivan avanzó despacio. Se acercó a la parte delantera por el lado del conductor y proyectó el rayo de luz de la linterna hacia el interior. El asiento delantero estaba vacío. Enfocó la linterna hacia la parte de carga.

Entonces descubrió los cuerpos.

Sullivan dejó la furgoneta entre los árboles y regresó a Louth, pedaleando con toda la rapidez que pudo. Llegó a la comisaría y se apresuró a llamar a la base de la RAF para ponerse en contacto conel comisario jefe Lockwood.

– Han muerto los cuatro -dijo, sin aliento a causa del palizón ciclista-. Están tendidos en la parte de atrás de la furgoneta, pero la furgoneta no es la suya. Parece que los fugitivos se han llevado la de la policía. Basándome en el rastro que dejaron en la carretera, yo diría que volvieron en dirección a Louth.

– ¿Dónde están ahora los cadáveres? -preguntó Lockwood.

– Los dejé en el bosque, señor.

– Vuelva allí y espere junto a ellos hasta que llegue la ayuda.

– Sí, señor.

Lockwood colgó.

– Cuatro hombres muertos. ¡Dios mío!

– Lo siento, comisario jefe. Y lo mismo digo respecto a mis teorías acerca de que estaban escondidos en alguna madriguera. No cabe duda de que andan por aquí y que están dispuestos a todo para escapar, incluso a asesinar a cuatro hombres a sangre fría.

– Tenemos otro problema… van en un vehículo de la policía. Avisar a los agentes que se encargan de los controles va a llevar su tiempo. Mientras tanto, los espías se encuentran peligrosamente cerca de la costa. -Lockwood se acercó al mapa-. Louth está aquí, justo al sur de donde nos encontramos nosotros. Pueden tomar un buen número de carreteras secundarias que conducen al mar.

– Distribuya de nuevo sus hombres. Sitúelos entre Louth y la costa.

– Cierto, pero va a costar tiempo. Y sus espías se nos han echado encima.

– Otra cosa -añadió Vicary-. Traslade esos muertos aquí lo más secretamente que pueda. Cuando todo esto haya acabado puede que sea necesario tramar otra explicación que justifique su muerte.

– ¿Qué le digo a sus familiares? -dijo Lockwood en tono brusco, y salió echando pestes.

Vicary cogió el teléfono. La operadora le puso en comunicación con la sede del MI-5 en Londres. Respondió una telefonista del departamento. Vicary preguntó por Boothby y aguardó a que se pusiera al aparato.

– Hola, sir Basil. Me temo que vamos a tener un jaleo de mil demonios por aquí.

Un fuerte viento lanzaba la lluvia a través del puerto de Cleethorpes mientras Neumann reducía la velocidad y giraba para dirigirse a una hilera de almacenes y garajes. Detuvo el vehículo y cortó el encendido del motor. Faltaba muy poco para que amaneciese. A la tenue claridad de la madrugada vio un pequeño muelle, con varias barcas de pesca atracadas y unos cuantos botes balanceándose sobre las negras aguas, sujetos por sus amarras. Habían llegado a la costa marcando un buen tiempo. En dos ocasiones llegaron a otros tantos controles y, gracias a la furgoneta que conducían, las dos veces les hicieron señas con los brazos, indicándoles que siguieran, sin hacerles ninguna pregunta.

Se suponía que la vivienda de Jack Kincaid estaba encima de un garaje. Había una escalera exterior de madera, con una puerta en lo alto. Neumann se apeó y subió la escalera. Por reflejo, al acercarse a la puerta, empuñó la Mauser. Llamó suavemente con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Probó el pestillo; no estaba asegurado. Abrió la puerta y entró.

Le asaltó al instante el olor del lugar. basura putrefacta, colillas babosas, cuerpos desconocedores del agua y el jabón, una peste hedionda a alcohol. Probó el interruptor de la luz, pero en vano. Se sacó la linterna del bolsillo y la encendió. El foco iluminó la figura de un hombre dormido encima de una colchoneta. Neumann cruzó la mugrienta estancia y aplicó la puntera de la bota al cuerpo del durmiente.

– ¿Es usted Jack Kincaid?

– Sí. ¿Y usted quién es?

– Me llamo James Porter. Se supone que me va a dar un paseo en su barca.

– Ah, sí, sí. -Kincaid intentó incorporarse, pero no pudo.

Neumann proyectó directamente sobre su cara el rayo de luz dela linterna. Kincaid tendría por lo menos sesenta años y su señalado rostro presentaba todos los síntomas de llevar encima una cogorza de época.

– Anoche empinó el codo un poco más de la cuenta, ¿eh, Jack? -comentó Neumann.

– Sí, un poco.

– ¿Cuál es su barca, Jack?

– La Camilla.

– Exactamente, ¿dónde está?

– Ahí, en el muelle. No tiene pérdida.

Kincaid volvía a sumergirse en los sopores etílicos.

– No le importará si nos la llevamos prestada un rato, ¿verdad, Jack?

Kincaid no respondió, no hizo más que emprenderla con una serie de sonoros ronquidos.

– Un millón de gracias, Jack.

Neumann salió del cuarto y regresó al interior de la furgoneta.

– Nuestro capitán no está en condiciones de manejar el timón. Borracho como una cuba.

– ¿La barca?

– La Camilla. Dice que está ahí, en el muelle.

– En el muelle hay algo más.

– ¿Qué?

– Lo verás dentro de un minuto.

Neumann siguió mirando y poco después aparecía a la vista un policía.

– Deben de estar vigilando toda la costa -dijo Neumann. -Es una lástima. Otra baja innecesaria.

– Dejémoslo. He matado a más gente esta noche que en todo eltiempo que estuve en el Fallschirmjäger.

– ¿Para qué crees que te envió Vogel aquí?

– ¿Qué hacemos con Jenny?

– Viene con nosotros.

– Prefiero dejarla aquí. Ahora ya no nos sirve de nada.

– No estoy de acuerdo. Si la encuentran puede contar muchas cosas. Además, si saben que llevamos a bordo un rehén, se lo pensarán dos veces antes de adoptar medidas drásticas para detenernos.

– Si lo que estás dando a entender es que van a dudarlo antes de abrir fuego contra nosotros porque llevamos un civil, te equivocas. Se juegan demasiado para andarse con esos miramientos. Nos matarán a todos si es necesario.

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