– Está en las estribaciones de los Pirineos. Por la mañana salimos de caza y por las tardes cabalgamos por las montañas. Hay un río divino con pozas frías y profundas, en cuyas orillas pasamos tardes estupendas bebiendo vino blanco fresco y respirando el perfume de los eucaliptos. Solía pensar en todo eso cuando me atacaba la soledad. Hubo momentos en que creí que iba a volverme loca.
– Suena maravilloso. Si necesitas un mozo de cuadra, avísame.
Catherine le miró con una sonrisa.
– Has sido fabuloso. De no haber sido por ti… -Vaciló-. Dios, ni siquiera puedo imaginarlo.
– Olvídalo. Me alegro de haberte sido de ayuda. No pretendo echar un jarro de agua fría, pero aún no estamos fuera de peligro.
– Te aseguro que eso lo comprendo.
Catherine dio la última calada al cigarrillo, bajó unos centímetros el cristal de la ventana y arrojó la colilla a la noche. La colilla provocó una rociada de chispas al estrellarse contra la carretera.
La mujer se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos. Llevaba demasiado tiempo sometida al temor y a la adrenalina. El agotamiento la acechaba. El suave traqueteo de la furgoneta la fue serenando hasta sumergirla en un suave adormecimiento.
– Vogel no me dijo tu verdadero nombre -comentó Neumann-. ¿Cuál es?
– Mi verdadero nombre es Anna Katarina von Steiner -respondió la muchacha, con el sueño deslizándosele en la voz-. Pero si lo prefieres puedes seguir llamándome Catherine. Verás, Kurt Vogel mató a Anna antes de enviarla a Inglaterra. Me temo que Anna ya no existe. Anna está muerta.
Cuando Neumann volvió a hablar, su voz sonó remota, al final de un largo túnel.
– ¿Cómo es que una mujer hermosa e inteligente como Anna Katarina von Steiner ha acabado aquí… de esta manera?
– Esa es una muy buena pregunta -dijo Catherine, y a continuación el cansancio se apoderó de ella y se quedó dormida.
El sueño es el único recuerdo que le queda de aquello; hace mucho tiempo que, misericordiosamente, lo expulsaron de sus pensamientos conscientes. Ahora lo ve en rápidos fogonazos… a través de fugaces imágenes robadas. En unas ocasiones lo ve con sus propios ojos, como si lo estuviera viviendo de nuevo, y en otras el sueño le permite contemplarlo como una espectadora acomodada en una tribuna.
Esta noche lo vuelve a vivir.
Se encuentra tendida junto al lago; papá le deja hacerlo. Papá sabe que ella no se acercará al agua -demasiado fría para nadar- y sabe que a ella le gusta que la dejen en paz para poder pensar en su madre.
Corre el otoño. Ella ha llevado una manta. La lluvia de la mañana ha dejado empapadas las hierbas altas que bordean el lago. El viento agita las ramas de los árboles. Una bandada de grajos gira y revolotea ruidosamente por las alturas. Los árboles lagrimean llameantes hojas de tonos rojo y naranja. Ella las ve descender planeando sosegadamente, como minúsculos globos de aire caliente, y posarse en la rizada superficie del lago.
Y entonces, al seguir su mirada la caída de las hojas, ve al hombre, que está entre los árboles de la otra orilla del lago.
Permanece un buen rato erguido y rígido, observándola; luego echa a andar hacia ella. Calza botas altas, hasta la rodilla, y viste un chaquetón que le llega a los muslos. Lleva una escopeta, abierta por la recámara, apoyada en la horquilla que forma su doblado brazo derecho. La cabellera y la barba son demasiado largas, los ojos están enrojecidos y húmedos. Al acercársele, ella observa que le cuelga algo del cinto. Ve que es un par de conejos ensangrentados. Con la fláccida rigidez de la muerte, parecen absurdamente largos y delgados.
Papá tiene una palabra para hombres como aquel: poachers, furtivos. Hombres que van a la tierra de otros hombres y matan animales: ciervos, conejos y faisanes. A ella le hace gracia esa curiosa palabra, porque poacher también significa escalfador y le suena a alguien queprepara huevos por la mañana. Sonríe cuando el hombre se acerca.
El furtivo le pregunta si puede sentarse a su lado y ella responde que sí.
El hombre se pone en cuclillas y deja la escopeta encima de la hierba.
– ¿Estás sola? -le pregunta.
– Sí. Mi padre me deja.
– ¿Dónde está ahora tu padre?
– En casa.
– ¿No va a venir?
– No.
– Quiero enseñarte una cosa -dice el hombre-. Algo que hará que te sientas en la gloria.
Los ojos del furtivo están ahora muy húmedos. Sonríe; tiene los dientes sucios y careados. El miedo asalta a la chica por primera vez. Intenta ponerse en pie, pero el hombre la sujeta por los hombros y la obliga a permanecer sobre la manta. Intenta gritar, pero el furtivo le sofoca la voz con una mano grande y velluda. De pronto lo tiene encinta; la inmoviliza bajo su peso. Le levanta la falda del vestido y le baja las bragas.
El dolor que siente entonces no se parece a nada que haya sufrido nunca. Nota que la desgarran. Con una mano, el furtivo le inmoviliza los brazos por encima de la cabeza; con la otra le tapa la boca para que nadie pueda oírla gritar. Nota contra su pierna el contacto de los cuerpos todavía calientes de los conejos muertos. La cara del furtivo se contrae, como si le doliese algo, y todo acaba tan repentinamente como empezó.
El furtivo vuelve a hablarle.
– ¿Has visto los conejos? ¿Viste lo que les hice a los conejos? Ella trata de asentir, pero la mano que le aplasta la boca aprieta tan fuerte que no puede mover la cabeza.
– Si le cuentas a alguien lo que acaba de pasar aquí ahora, haré lo mismo contigo. Y luego se lo haré a tu padre. Os mataré a tiros a los dos y colgaré vuestras cabezas de mi cinto. ¿Me has oído, nena?
Ella rompe a llorar.
– Eres una niña muy mala -dice el hombre-. ¡Ah, sí, ya lo veo! Creo que esto te gusta.
Y entonces vuelve a hacérselo.
Empiezan las sacudidas. Es la primera vez que lo sueña así. Alguien pronuncia su nombre: «Catherine… Catherine… Despierta». ¿Por qué me llama Catherine? Mi nombre es Anna.
Horst Neumann la sacude una vez más, violentamente, y grita:
– ¡Catherine, maldita sea! ¡Despierta! ¡Estamos en apuros!
Condado de Lincoln (Inglaterra)
Eras las tres de la madrugada cuando el Lysander atravesó la espesa capa de nubes y aterrizó rebotando sobre la pista de la pequeña base que tenía la RAF en las inmediaciones de la ciudad de Grimsby. Era la primera vez que Alfred Vicary viajaba en avión ycomprobó que era una experiencia que no deseaba repetir en un futuro inmediato. El mal tiempo no cesó de agitar el aparato durante todo el vuelo desde Londres, y cuando rodaban por la pista hacia el pequeño pabellón de operaciones Vicary nunca, en toda suvida, se había alegrado tanto de ver un lugar.
El piloto cortó el encendido de los motores mientras un miembro de la tripulación abría la puerta de la cabina. Vicary, Harry Dalton, Clive Roach y Peter Jordan saltaron rápidamente a tierra. Dos hombres los esperaban: un joven oficial de la RAF, de hombros cuadrados, y un sujeto voluminoso, picado de viruelas, de gabardina desastrada.
El oficial de la RAF les ofreció la mano e hizo las presentaciones.
– Jefe de escuadrilla Edmund Hughes. Aquí, el comisario jefe Roger Lockwood, de la policía del condado de Lincoln. Entremos en el pabellón de operaciones. Es rústico, pero está seco, y hemos preparado un puesto de mando provisional para ustedes.
Entraron. El oficial de la RAF se excusó:
– Me temo que no es tan confortable como su despacho de Londres.
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