La carretera atravesaba un terreno llano en su mayor parte. Neumann conducía inclinado sobre el volante, escudriñando con los ojos entornados el charco de luz que despedían los enfundados faros. Había considerado la conveniencia de retirar el celaje obligado por la norma del oscurecimiento, pero decidió que era demasiado peligroso. Cruzó a toda velocidad pueblos de nombre extraño -Puckeridge, Buntingford-, todos ellos a oscuras, sin una sola luz encendida, sin nadie que se moviera por sus calles o casas. Era como si el tiempo hubiera retrocedido dos mil años. A Neumann no le habría extrañado encontrar una legión romana acampada a la orilla del río Cam.
Más pueblos: Melbourn, Foxton, Newton, Hauxton. Durante su período de formación en la granja de las afueras de Berlín, Neumann había dedicado horas a estudiar los mapas de Gran Bretaña trazados por el servicio oficial de topografía y cartografía. Creía conocer las carreteras y caminos de East Anglia tan bien como la mayoría de los ingleses. Tal vez mejor.
Melbourn, Foxton, Newton, Hauxton.
Se acercaba a Cambridge.
Cambridge representaba problemas. Casi con toda seguridad el MI-5 habría alertado ya a las autoridades policiales de las ciudades y poblaciones importantes. Neumann no consideraba que la policía de los pueblos y aldeas constituyese una gran amenaza. Efectuaban sus rondas a pie o en bicicleta, raramente disponían de coches y las comunicaciones eran tan deficientes que sin duda ni siquiera les habían pasado aviso. Atravesaba con tal rapidez aquellas localidades sumidas en las tinieblas que ningún funcionario policial llegaría realmente a verlo. Las ciudades como Cambridge ya eran otra cosa. Probablemente el MI-5 habría puesto sobre aviso a las fuerzas de policía de Cambridge. Contaban con efectivos suficientes para montar un puesto de control en una ruta como la A 10. Disponían de automóviles y estaban en condiciones de emprender una persecución. Neumann conocía las carreteras y era un conductor capacitado, pero no estaría a la altura de un policía local experto.
Antes de llegar a Cambridge, Neumann se desvió por una pequeña carretera lateral. Rodeó la base de las colinas Gog Magog y se dirigió al norte, bordeando la ciudad por su lado este. A pesar de las negruras impuestas por el oscurecimiento pudo distinguir las torres del Ring y de St. John. Pasó por un pueblo llamado Horningsea, cruzó el Cam y entró en Waterbeach, una localidad a horcajadas sobre la A 10. Condujo despacio por las penumbrosas calles hasta que encontró la principal; no vió ninguna señal indicadora que le dirigiese hacia la A 10, pero supuso que tendría que estar por allí. Dobló a la derecha, se dirigió al norte y al cabo de un momento corría a través de la solitaria llanura de los Fans, de los pantanos.
Los kilómetros se deslizaban con rapidez. Amainó la lluvia, pero en la zona de los marjales nada se interponía entre el paraje donde estaba y el mar del Norte, de forma que el viento sacudía la furgoneta como si fuera un juguete infantil. La carretera corría en paralelo a las orillas del río Gran Ouse, para cruzar luego Southery Ferns. Atravesaron los pueblos de Southery y Hilgay. La siguiente ciudad importante era Downham Market, más pequeña que Cambridge, pero Neumnan supuso que contaba con su propia fuerza de policía y, por lo tanto, representaba una amenaza. Repitió la misma maniobra que había practicado en Cambridge, se desvió por una carretera secundaria y bordeó la ciudad, para volver a desembocar en la A 10 más al norte.
Dieciséis kilómetros más adelante llegó a King’s Lynn, el puerto de la base sureste del Wash y la población más importante de la costa de Norfolk. Neumann abandonó de nuevo la A 10 y tomó por una carretera comarcal del este de la ciudad.
Era una carretera infame -estrecha, de una sola dirección y con un pavimento sin asfaltar en muchos tramos- y que no tardó en adentrarse por un terreno montuoso y arbolado. Detuvo el vehículo y vació dos bidones de gasolina en el depósito. El tiempo iba empeorando a medida que se aproximaban a la costa. A veces, Neumann creía ir a ritmo de marcha a pie. Temió haber cometido un tremendo error al salir de la otra carretera mejor, que estaba actuando con excesiva cautela. Tras más de media hora de pesada conducción llegó a la costa.
Dejó atrás Hampton Sands, cruzó la ría y aceleró por aquel camino. Se sintió aliviado: por fin una carretera conocida. Apareció a lo lejos la casa de Dogherty. Vio la puerta de par en par y el resplandor de una lámpara de queroseno que se movía hacia ellos. Vio a Sean Dogherty, vestido con impermeable y sueste, y con una escopeta al brazo.
A Sean Dogherty no le preocupó que Neumann no llegase a Hunstanton en el tren de la tarde. Neumann le había advertido que era posible que permaneciese en Londres más tiempo de lo acostumbrado. Dogherty decidió esperar el tren de la noche. Salió de la estación y fue a una taberna cercana. Pidió un pastel de patatas y zanahorias, que regó con dos vasos de cerveza ale. Después salió del local y se dio un paseo por los muelles. Antes de la guerra, Hunstanton era un centro turístico y una playa de gran popularidad, porque su situación en la margen oriental del Wash brindaba el espectáculo cotidiano de unas preciosas puestas de sol sobre el mar. Aquella noche, los hoteles eduardianos del complejo estival se encontraban vacíos en su mayor parte, con un aire de desanimado pesimismo bajo la monótona lluvia. La puesta de sol no era más que la postrera claridad grisácea del día que se filtraba tristemente entre nubes de tormenta. Dogherty dejó el puerto y regresó a la estación para esperar la llegada del tren nocturno. Desde el andén, con el cigarrillo en los labios, observó el grupo de pasajeros que se apearon de los vagones. Al comprobar que Neumann no figuraba entre ellos, Dogherty se alarmó.
Condujo de vuelta a Hampton Sands, mientras pensaba en las palabras que pronunció Neumann a principios de la semana. El agente había dicho que tal vez la operación estuviese a punto de concluir, que era posible que tuviese que abandonar Inglaterra y regresar a Berlín. Dogherty pensó: «¿Pero por qué no estaba en ese maldito tren?».
Llegó a la casa y entró. Sentada junto al fuego, Mary le dirigió una mirada furiosa y después subió escaleras arriba. Dogherty encendió la radio. El boletín de noticias captó instantáneamente su atención. Se había emprendido la búsqueda a escala nacional de dos asesinos sospechosos de haber participado en un tiroteo con la policía que tuvo lugar durante la tarde en el sector de Londres conocido como Earl’s Court.
Dogherty subió el volumen mientras el locutor daba la descripción de los dos sospechosos. El primero, sorprendentemente, era una mujer. El segundo, un hombre que encajaba perfectamente con los rasgos físicos de Horst Neumann.
Dogherty apagó la radio. ¿Era posible que los dos sospechosos del tiroteo de Earl’s Court fuesen Neumann y el otro agente? ¿Se encontraban ahora huyendo del MI-5 y de la mitad de la policía de Gran Bretaña? ¿Se dirigían a Hampton Sands o iban hacia otra parte dejándolo a él abandonado allí? Luego se preguntó: «¿Saben los británicos que yo también soy espía?».
Subió al primer piso, puso una muda de ropa en una bolsa de lona y descendió de nuevo a la planta baja. Fue al granero, cogió la escopeta e introdujo un par de cartuchos en la recámara.
Dogherty regresó a la casa, se sentó junto a la ventana y aguardó. Casi había abandonado la esperanza cuando vio las luces veladas de los faros, que avanzaban por la carretera rumbo a la casita. Al entrar la furgoneta en el patio, Dogherty distinguió a Neumann al volante. Una mujer ocupaba el asiento contiguo del pasajero.
Dogherty se levantó y se puso el impermeable y el sombrero. Encendió la lámpara de queroseno, recogió la escopeta y salió bajo la lluvia.
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