Colville forzó el oído para enterarse de más detalles. Planeaban conducir costa arriba hasta el condado de Lincoln y coger allí una embarcación para navegar al encuentro de un submarino. Colville notó que el corazón le daba un vuelco en el pecho y que se le aceleraba la respiración. Hizo un esfuerzo para calmarse y pensar con claridad.
Tenía dos opciones: retirarse, volver al pueblo y alertar a las autoridades, o irrumpir en el granero y ponerlos a todos bajo custodia por su cuenta. Cada una de aquellas alternativas tenía sus desventajas. Si iba en busca de ayuda, lo más probable era que los espías se hubiesen marchado cuando él estuviese de vuelta. En la costa de Norfolk contaban con pocos policías, apenas los suficientes para montar una búsqueda. Si actuaba solo, se encontraría en inferioridad numérica. Observó que Dogherty llevaba su escopeta y dio por supuesto que los otros dos también iban armados. Con todo, la ventaja de la sorpresa era suya.
Le gustaba la segunda opción por otro motivo: disfrutaría del placer de ajustarle personalmente las cuentas a aquel tipo alemán que decía llamarse James Porter. Colville comprendió que debía entrar en acción y hacerlo rápidamente. Abrió la caja de cartuchos, tomó dos y los introdujo en la recámara de su vieja escopeta de calibre doce. Nunca había encañonado con aquel arma a nada más amenazador que una perdiz o un faisán. Se preguntó si tendría agallas para apretar el gatillo con la escopeta apuntando a un ser humano.
Se irguió y avanzó un paso hacia la puerta.
Jenny pedaleó hasta que le ardieron las piernas: atravesó el pueblo, dejó atrás la iglesia y el cementerio, pasó por encima de la ría. Saturaba el aire el sordo fragor de la tormenta y el ajetreo del oleaje. La lluvia le azotaba el rostro y las ráfagas de viento casi parecían salirse con la suya y derribarla contra el suelo.
Jenny vio la bicicleta de su padre sobre la hierba, junto a la carretera y se detuvo al llegar a ella. ¿Por qué la había dejado allí? ¿Por qué no llegó montado hasta la casa?
Creyó adivinar la respuesta. Sin duda intentaba llegar subrepticiamente, sin ser visto.
Y entonces oyó la detonación de una escopeta disparada en el granero de Sean. Jenny soltó un grito, saltó de la bicicleta y la dejó caer al lado de la de su padre. Corrió por el prado, al tiempo que pensaba: «Dios mío, no permitas que muera, por favor. No permitas que muera».
Scarborough (Inglaterra)
Aproximadamente a ciento sesenta kilómetros al norte de Hampton Sands, Charlotte Endicott entraba pedaleando en su bicicleta en el pequeño recinto exterior, cubierto de gravilla, de la estación de escucha del Servicio Y. El trayecto desde su aposento en una abarrotada casa de huéspedes de la ciudad había sido atroz: durante todo el camino, el viento y la lluvia no cesaron de vapulearla. Helada y calada hasta los huesos, se apeó y dejó la bicicleta en el soporte común, junto a las otras.
Gemía el viento al filtrarse sus ráfagas entre las tres enormes antenas rectangulares erguidas en lo alto de los acantilados que dominaban el mar del Norte. Charlotte Endicott las miró, balanceándose visiblemente, mientras cruzaba apresuradamente el recinto. Abrió la puerta del barracón y entró antes de que el viento volviera a cerrarla violentamente.
Disponía de unos minutos antes de que empezara su turno. Se quitó el impermeable y el sombrero y los colgó en la desvencijada percha del rincón. Hacía frío dentro del barracón, surcado por multitud de corrientes de aire y construido con vistas a que lo funcional privase sobre lo confortable. A pesar de todo, tenía cantina. Charlotte entró en ella, se sirvió una taza de té, tomó asiento en una de las mesitas y encendió un cigarrillo. Una costumbre repelente, se daba perfecta cuenta de ello, pero si una podía trabajar como un hombre también podía fumar como tal. Además, le daba un aire de mujer provocativa, sensual, cosmopolita, un poco mayor de los veintitrés años que tenía. Y eso le encantaba. También se había hecho adicta a las cosas malditas. El trabajo era agobiante, el horario brutal y la vida en Scarborough resultaba espantosamente aburrida. Pero disfrutaba de ella hasta el último segundo.
Sólo hubo una temporada que le fue verdaderamente odioso, la de la Batalla de Inglaterra. Durante aquellos largos y terribles combates aéreos, las jóvenes del Servicio Femenino de la Armada Real en Scarborough escuchaban las voces y comentarios de los pilotos británicos y alemanes en sus carlingas. Una vez, Charlotte oyó a un chico inglés llorar y llamar a su madre mientras el ametrallado Spitfire que pilotaba se precipitaba en el mar. Cuando perdió contacto con él, Charlotte salió fuera y vomitó. Se alegraba de que aquellos días hubiesen acabado ya.
Alzó la mirada hacia el reloj. Casi medianoche. Hora de ponerse a trabajar. Se levantó y se alisó el mojado uniforme. Dio una última calada al cigarrillo -estaba prohibido fumar en la madriguera- y lo aplastó en el cenicero metálico rebosante de colillas. Salió de la cantina y se dirigió a la sala de operaciones. Mostró al guardia la placa de identificación. El hombre la escrutó minuciosamente, a pesar de que ya la había visto cien veces, y se la devolvió. con una sonrisa más prolongada de lo necesario. Charlotte sabía que era atractiva, pero allí no había lugar para aquella clase de cosas. Empujó la puerta, entró en la madriguera y ocupó su puesto habitual.
Experimentó un breve escalofrío… como siempre.
Contempló durante un momento los cuadrantes luminosos de su receptor superheterodino de comunicaciones RCA AR-88 y luego se colocó los auriculares. Los cristales de cuarzo reductores de interferencias del RCA le permitían controlar las transmisiones en morse que los alemanes enviaban a través del norte de Europa. Sintonizó el receptor en la banda de frecuencias que le habían destinado para patrullar aquella noche y se puso a la escucha.
Los transmisores germanos eran los radiotelegrafistas más rápidos del mundo. Charlotte identificaba a muchos de ellos casi automáticamente por su estilo personal, por lo que se llamaba toque o caligrafía. Ella y sus compañeras los conocían por los apodos que les asignaron: Wagner, Beethoven, Zeppelin.
Charlotte no tuvo que esperar mucho la primera oportunidad de entrar en acción.
Apenas unos minutos después de medianoche captó una tromba de señales en morse de toque desconocido. La cadencia era irregular, el paso lento e inseguro. Un aficionado, pensó Charlotte, alguien que no solía utilizar mucho la radio. Desde luego, no era ninguno de los profesionales del BdU, el cuartel general de la Kriegsmarine. Rápidamente, registró la transmisión en el oscilógrafo -aparato que convertiría la huella radiada en una señal llamada Tina - y escribió frenéticamente en una hoja de papel el mensaje en morse. Cuando el aficionado terminó, Charlotte oyó otra ráfaga en clave, por la misma frecuencia. El segundo radiotelegrafista no era ningún aficionado; tanto Charlotte como las otras miembros del Servicio Femenino de la Armada Real británica lo habían oído transmitir antes. Lo apodaban Fritz. Era el radiotelegrafista de un submarino. Con idéntica rapidez, Charlotte transcribió también aquel mensaje.
A la transmisión de Fritz siguió una respuesta tecleada de modo chapucero y después se cortó la comunicación. Charlotte se quitó los auriculares, arrancó el papel que había grabado el oscilógrafo y cruzó la sala. Normalmente se hubiera limitado a pasar las transmisiones en morse de los mensajes aun correo, un motorista que a su vez las llevaría a Bletchley Park para que las descodificaran. Pero había algo fuera de lo corriente en aquella comunicación, Charlotte lo notó en el toque de los radiotelegrafistas: Fritz a bordo de un submarino, un aficionado en alguna otra parte. Sospechaba qué era, pero tendría que convertirlo en un condenado caso convincente. Se presentó al supervisor de noche, un hombre pálido y de aspecto agotado que se llamaba Lowe. Charlotte dejó las transcripciones y el oscilograma encima de su mesa. El hombre levantóla cabeza y miró a Charlotte, con expresión burlona.
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