Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Siéntate, Alfred -dijo-. Bueno, esta noche todas las luces deLondres están encendidas: Grosvenor Square, el cuartel general personal de Eisenhower en Hayes Lodge, las Salas de Guerra Subterráneas. Y todos quieren saber una cosa. ¿Sabe Hitler que va a ser en Normandía? ¿Ha muerto el desembarco antes de nacer?

– Evidentemente, aún no hay forma de saberlo.

– ¡Dios mío! -Boothby apagó el cigarrillo y encendió otro inmediatamente-. Dos oficiales de la Sección Especial muertos, otros dos más heridos. Doy gracias a Dios por Harry.

– Ahora está abajo. Tengo la seguridad de que le gustaría oírselo decir a usted en persona.

– No tenemos tiempo para andarnos con discursitos de ánimo, Alfred. Necesitamos pararles los pies y cuanto antes. No tengo que explicarte lo que nos estamos jugando.

– No, no tiene que explicármelo, sir Basil.

– El primer ministro quiere que se le ponga al corriente cada treinta minutos. ¿Hay alguna novedad que pueda transmitirle?

– Por desgracia, no. Tenemos cubiertas todas las vías de escape posibles. Me gustaría poder decirle que los hemos cogido, pero creo que sería una insensatez infravalorarlos. Nos lo han demostrado una y otra vez.

Boothby reanudó sus paseos por la estancia.

– Dos hombres muertos, tres heridos y dos espías enemigos en posesión de los conocimientos precisos para desenredar todo el ovillo de nuestro artificio. No hace falta decir que este es el peor desastre de la historia del departamento.

– La Sección Especial destinó a la operación las fuerzas que consideró necesarias para detener a esa mujer. Salta a la vista que cometió un error de cálculo.

Boothby interrumpió sus paseos y clavó en Vicary una mirada de pistolero.

– No intentes echar la culpa de lo ocurrido a la Sección Especial, Alfred. Tú eras la máxima autoridad sobre el terreno. Ese aspecto de Timbal era responsabilidad tuya.

– Eso lo comprendo, sir Basil.

– Muy bien, porque cuando todo esto haya concluido se procederá a una investigación interna y dudo mucho que se contemple tu actuación bajo una luz favorable.

Vicary se puso en pie.

– ¿Eso es todo, señor?

– Sí.

Vicary se encaminó a la puerta.

El lejano ulular de una sirena que anunciaba una incursión de bombarderos empezó a oírse mientras Vicary bajaba al Registro. Las salas estaban medio a oscuras, con sólo un par de luces encendidas. Como siempre, Vicary percibió los olores típicos del lugar: papel carcomido, polvo, humedad, el tenue residuo de la infecta pipa de Nicholas Jago. Dirigió la vista hacia el encristalado despacho de Jago. Tenía la luz apagada y la puerta cerrada a cal y canto. Oyó el repicar agudo de zapatos femeninos y reconoció la cadencia iracunda de la enérgica marcha, tipo desfile militar, de Grace Clarendon. Una melena rubia pasó entre los estantes, como un revoloteo fantasmal que apareció y desapareció fugaz. La siguió hasta una de las habitaciones laterales y pronunció el nombre de Grace mucho antes de acercarse a ella, para no sobresaltada. La mujer volvió la cabeza, le contempló unos segundos con sus hostiles ojos verdes y luego reanudó su tarea de archivo.

– ¿Es oficial, profesor Vicary? -preguntó-. Porque si no lo es, voy a tener que pedirle que se vaya. Ya me ha causado bastantes problemas. Como vuelvan a verme hablando con usted, tendré suerte si consigo un empleo de vigilanta de las normas del oscurecimiento. Por favor, váyase, profesor.

– Necesito ver un expediente, Grace.

– Ya conoce el procedimiento, profesor. Rellene el impreso de solicitud. Si se aprueba la petición, puede ver el expediente.

– No me darán el visto bueno para ver el que necesito ver.

– Entonces se quedará sin verlo. -La voz de Grace había adoptado la fría eficiencia de una directora de colegio-. Esas son las reglas.

Cayeron las primeras bombas, al otro lado del río, a juzgar por los síntomas. Las baterías antiaéreas del parque abrieron fuego. Vicary oyó el zumbido de los bombaderos Heinkel por encima de sus cabezas. Grace interrumpió su labor de archivo para mirar hacia el techo. Un haz de bombas cayó cerca, demasiado condenadamente cerca, porque el edificio se estremeció hasta los cimientos y de los estantes cayeron los archivadores. Grace contempló aquel desbarajuste y protestó:

– ¡Puñetero infierno!

– Sé que Boothby te está obligando a hacer cosas en contra de tu voluntad. Oí la pelotera que tuvisteis en su despacho y anoche te vi subir a su coche en la avenida de Northumberland. Y no me digas que vuestras entrevistas son de tipo sentimental, porque sé que estás enamorada de Harry.

Vicary notó el brillo húmedo en sus ojos verdes y observó que la carpeta que ella tenía en la mano empezaba a temblar.

– ¡Usted tiene toda la culpa! -reprochó Grace-. Si no le hubiese hablado del expediente de Vogel, no me vería en este apuro.

– ¿Qué te está haciendo?

Grace vaciló.

– Por favor, váyase, profesor. Por favor.

– No voy a irme hasta que me digas qué quiere Boothby que hagas.

– Maldita sea, profesor Vicary, ¡quiere que le espíe a usted! ¡Y a Harry! -Se obligó a bajar la voz-. Se supone que todo lo que me diga Harry, en la cama o en cualquier otro sitio, he de contárselo a él.

– ¿Qué le has dicho?

– Todo lo que Harry me comentó sobre el caso y el desarrollo de la investigación. También le hablé de la búsqueda en el Registro que me pidió usted. -Cogió un puñado de expedientes del carrito y reanudó su labor archivadora-. Tengo entendido que Harry se vio metido en ese follón de Earls Court.

– Desde luego que sí. La verdad es que es el hombre del momento.

– ¿Resultó herido?

Vicary asintió con la cabeza.

– Está arriba. El médico no consiguió mantenerlo en la cama.

– Probablemente cometió una estupidez, ¿a que sí? Poniéndose a prueba. Dios, qué estúpido cabezota puede ser a veces.

– Grace, necesito ver ese expediente. -Boothby me va a poner de patitas en la calle cuando esto termine y tengo que saber por qué.

Grace le contempló, con expresión grave en el rostro.

– Habla en serio, ¿verdad, profesor?

– Por desgracia, así es.

Ella le miró sin pronunciar palabra durante unos segundos, mientras el edificio temblaba sacudido por la onda expansiva de una bomba.

– ¿Qué expediente es?

– Una operación llamada Timbal.

Grace arrugó el entrecejo, confundida.

– ¿No es ese el nombre en clave de la operación que llevaba usted?-Sí.

– Un momento. ¿Quiere que me juegue el cuello por enseñarle el expediente de su propio caso?

– Algo así -dijo Vicary-. Salvo que quiero que lo referencies con otro oficial.

– ¿Quién?

Vicary la miró directamente a los ojos y pronunció las iniciales BB.

Grace volvió al cabo de cinco minutos, con un portafolios en lamano.

– Operación Timbal -dijo-. Finiquitada.

– ¿Dónde está su contenido?

– O destruido o en poder del oficial encargado del caso.

– ¿Cuándo se abrió el expediente?

Grace consultó la etiqueta y luego miró a Vicary.

– Qué extraño -observó-. Según este rótulo, la Operación Timbal se inició en octubre de 1943.

51

Condado de Cambridge (Inglaterra)

Para cuando Scotland Yard atendió la petición de bloqueo de carreteras de Alfred Vicary, Horst Neumann ya había abandonado Londres y rodaba hacia el norte por la A 10. Evidentemente, la furgoneta estaba bien cuidada. Iría por lo menos a noventa y cinco kilómetros por hora y el motor funcionaba como una seda. Los neumáticos tenían una cantidad decente de caucho y se agarraban al suelo sorprendentemente bien. Y contaba con otra virtud de tipo práctico: una furgoneta negra no llamaba la atención entre los demás vehículos comerciales que circulaban por la carretera. Dado que el racionamiento de gasolina hacía poco menos que imposible la circulación de automóviles particulares, cualquiera que condujese uno a aquella hora de la noche tenía muchas probabilidades de que la policía le diese el alto y le interrogara.

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