Harry oyó entonces un chasquido. Lo había oído ya otras veces en las calles de East London, antes de la guerra: el chasquido de la hoja de un estilete automático. Vio el arma elevarse y luego trazar un arco descendente con la más criminal de las intenciones. Hubiera podido desviar la cuchillada con sólo levantar el brazo. Pero entonces ella le habría arrancado la radio. Harry siguió reteniendo el maletín con ambas manos e intentó esquivar la hoja del estilete torciendo la cabeza. La punta del arma le alcanzó en la parte lateral del rostro. Harry chilló, pero sin soltar el maletín. Catherine volvió a levantar el estilete, lo bajó de nuevo y lo clavó en el antebrazo de Harry. A éste se le escapó otro grito de dolor, pero apretó los dientes y sus manos continuaron decididas a no soltar el maletín. Era como si actuasen por propia voluntad. Nada, ni todo el dolor del mundo, le haría soltar el maletín.
Catherine lo soltó entonces y dijo:
– Eres un hombre valiente… Morir por una radio.
Catherine dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.
Harry quedó tendido en el mojado suelo. Cuando Catherine se fue, él se llevó la mano a la caray a punto estuvo de sufrir un mareo al tocar el cálido hueso de la mandíbula. Estaba perdiendo el conocimiento; el dolor se desvanecía. Oyó gemir a los hombres de la Sección Especial que yacían heridos cerca de él. Sintió la lluvia azotándole la cara. Cerró los párpados. Notó que apretaban algo contra su rostro. Abrió los ojos y vio a Alfred Vicary inclinado sobre él.
– Te recomendé que tuvieses cuidado, Harry.
– ¿Se llevó la radio?
– No. Tú se lo impediste.
– ¿Han escapado?
– Sí. Pero les vamos pisando los talones.
Un dolor galopante se precipitó de pronto sobre Harry. Empezó a temblar y tuvo la sensación de que iba a vomitar de un momento a otro. Luego, el semblante de Vicary se convirtió en agua y Harry perdió el sentido.
Londres
Antes de que hubiera transcurrido una hora desde el desastre de Earl’s Court, Alfred Vicary ya había orquestado la mayor caza del hombre desencadenada en la historia del Reino Unido. Todas las comisarías de policía del país -desde Penzance hasta Dover, desde Portsmouth hasta Inverness- recibieron la descripción de los espías fugitivos de Vicary. Correos motociclistas enviados por Vicary llevaron fotografías a todas las ciudades, pueblos y aldeas próximas a Londres. A la mayoría de funcionarios relacionados con el caso se les notificó que los huidos eran sospechosos de cuatro asesinatos que se remontaban a 1938. Se informó discretamente a un puñado de oficiales de alta graduación que se trataba de un asunto de la máxima importancia, tan importante que el propio primer ministro verificaba personalmente el desarrollo de la cacería.
La Policía Metropolitana de Londres respondió con extraordinaria rapidez y apenas quince minutos después del primer aviso de Vicary ya había establecido controles en las principales arterias que salían de la ciudad. Vicary intentó cubrir toda posible vía de escape. El MI-5 y la policía de ferrocarriles patrullaron por las principales estaciones. También se facilitó la descripción de los sospechosos a los operarios y maquinistas de los transbordadores irlandeses.
A continuación, Vicary se puso en contacto con la BBC y solicitó hablar con el responsable de mayor categoría que en aquellos momentos se encontrase en la emisora. El principal boletín de noticias de la noche, el de las nueve, encabezó su programa con la noticia de un tiroteo que había tenido lugar en Earl’s Court y en el que dos oficiales de policía resultaron muertos y otros tres heridos. El reportaje incluía la descripción de Catherine Blake y de Rudolf y terminaba proporcionando un número de teléfono al que los ciudadanos podían llamar para dar información. Los teléfonos empezaron a sonar antes de cinco minutos. Las mecanógrafas transcribían todas las bienintencionadas comunicaciones, que luego se pasaban a Vicary. La mayor parte iban directamente a la papelera. Unas cuantas se investigaron. Ninguna facilitó la menor pista.
Vicary proyectó luego su atención sobre la rutas de escape que sólo un espía utilizaría. Se puso en contacto con la RAF y les pidió que estuvieran atentos a la posibilidad de cualquier avión ligero no identificado. Se puso en contacto con el Almirantazgo y les encareció que extremasen la vigilancia para detectar la presencia de cualquier submarino que se aproximara al litoral británico. Se puso en contacto con el servicio de guardacostas y les pidió que se mantuvieran al acecho para localizar cualquier pequeña embarcación que navegase hacia alta mar. Telefoneó al Servicio Y de controladores de radio y les pidió que aguzasen el oído y escuchasen atentamente toda transmisión inalámbrica sospechosa.
Vicary se levantó de la mesa y salió del despacho por primera vez en dos horas. Se había abandonado el puesto de mando de la calle West Halkin y su equipo había regresado sin prisas a la calle St. James. Sus integrantes estaban sentados en la zona común, fuera del despacho, como aturdidos supervivientes de una catástrofe natural, empapados, agotados, derrotados. Clive Roach permanecía solo, gacha la cabeza, cruzadas las manos. De vez en cuando, uno de los vigilantes le palmeaba en el hombro, le murmuraba al oído unas palabras de ánimo y se dirigía a su sitio en silencio. Peter Jordan paseaba. Tony Blair tenía fija en él una mirada feroz. No se oía más que el repiqueteo de los teletipos y el murmullo gorjeante de las telefonistas.
El silencio se interrumpió durante unos minutos cuando, a las nueve, entró en la sala Harry Dalton, con la cara y el brazo vendados.
Todo el mundo se levantó y se arremolinó a su alrededor: «Bien hecho, Harry, muchacho… mereces una medalla… nos mantienes vivos en el juego, Harry… todo habría acabado de no ser por ti…».
Vicary tiró de él y lo metió en el despacho.
– ¿No deberías estar tumbado descansando?
– Sí, pero prefiero estar aquí.
– ¿Cómo va ese dolor?
– No es tan malo. Me han dado un analgésico.
– ¿Aún tienes dudas acerca de cómo reaccionarías bajo el fuego enemigo, en el campo de batalla?
Harry se las arregló para esbozar una media sonrisa, bajó la vista y meneó la cabeza.
– ¿Ningún indicio todavía? -se apresuró a cambiar de tema. Vicary denegó con la cabeza.
– ¿Qué medidas has tomado?
Vicary le puso al corriente.
– Una acción intrépida. Presentarse Rudolf allí de aquella forma, para llevársela delante de nuestras narices. Tiene redaños el tío, no hay más remedio que reconocerlo. ¿Cómo se lo ha tomado Boothby?
– Todo lo bien que podía esperarse, más o menos. Ahora está arriba con el director general. Disponiendo mi ejecución, probablemente. Tenemos línea abierta con las Salas de Guerra Subterráneas y el primer ministro. El Viejo recibe informes minuto a minuto. Me gustaría tener algo que decirle.
– Has cubierto toda posible opción. Ahora no queda más que permanecer cruzados de brazos, sentaditos a la espera de que surja alguna novedad. Tienen que moverse por alguna parte. Y en cuanto lo hagan, nos echaremos encima de ellos.
– Quisiera poder compartir tu optimismo.
Harry hizo una mueca de dolor y de súbito pareció muy cansado.
– Voy a echarme un rato.
Salió despacio de la estancia.
– ¿Trabaja Grace Clarendon esta noche? -preguntó Vicary.
– Sí, me parece que sí.
Sonó el teléfono.
– ¡Sube en seguida, Alfred! -ordenó Boothby.
Brillaba la luz verde encima de la puerta de Boothby. Vicary entró y se encontró a sir Basil paseando y fumando sin parar. Se había quitado la chaqueta; llevaba el chaleco desabotonado y la corbata suelta. Con irritado movimiento de la mano señaló a Vicary una silla.
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