Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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La lluvia batía el rostro de Jenny mientras la joven le daba a los pedales por el ondulante camino que llevaba al pueblo. Se había prometido no volver a llorar, pero no fue capaz de mantener su palabra. Mezcladas con la lluvia, las lágrimas de deslizaban por su rostro. Todas las casas del pueblo tenían las persianas bajadas, la tienda y la taberna estaban cerradas a cal y canto y las tinieblas del oscurecimiento cubrían las casas. Llevaba la linterna en el cesto, con el tenue rayo de luz amarilla proyectado poco menos que inútilmente hacia la negra oscuridad. El débil resplandor de la linterna casi no le permitía ver nada. Atravesó el pueblo y se dirigió a su casa.

Estaba furiosa con Mary. ¿Cómo se atrevía a interponerse entre James y ella? ¿Y qué significaba aquel comentario que hizo acerca de él? «No es lo que aparenta.» También estaba furiosa consigo misma. Se sentía fatal por los terribles insultos que cuando salía por la puerta dirigió a Mary a pleno pulmón. Era la primera vez que regañaban. Por la mañana, cuando las cosas se hubieran calmado, Jenny volvería a casa de Mary y le ofrecería disculpas.

Distinguió a lo lejos la silueta de su casa, recortándose contra el cielo. Desmontó en el portillo, empujó la bicicleta por el camino de acceso y la dejó apoyada en la pared. Apareció su padre en el umbral de la puerta; se secaba las manos con un trapo. Tenía el rostro hinchado como consecuencia de la pelea. Jenny intentó apartarlo para pasar, pero él alargó las manos y las cerró alrededor del brazo de la muchacha como una doble presa de hierro.

– ¿Has estado otra vez con él?

– No, papá. -Jenny gritó de dolor-. ¡Por favor no me hagas daño en el brazo!

Él alzó una mano y la abofeteó, contraído su abotargado rostro en una mueca de ira.

– ¡Dime la verdad, Jenny! ¿Te has vuelto a encontrar con él?

– ¡No, te lo juro! -chilló Jenny, levantados los brazos para protegerse la cara de los golpes que esperaba cayesen sobre ella de un momento a otro-. ¿Por favor, papá, no me pegues, te estoy diciendo la verdad!

Martin Colville soltó su presa.

– Entra y prepárame algo de cena.

A Jenny le entraron ganas de gritarle: «¡Hazte tú la cena para variar!». Pero sabía a donde iba a conducirle tal protesta. Le miró a la cara y durante unos segundos se encontró deseando que James le hubiese matado. «Esta es la última vez -pensó-. Esta es la última vez.» Entró en la casita, se quitó el empapado impermeable, lo colgó en la pared de la cocina y empezó a hacer la cena.

49

Londres

En cuanto Rudolf subió a aquel vagón atestado de gente, Clive Roach supo que iba a tener problemas. Todo iría bien para él, para Roach, en tanto el agente alemán permaneciese sentado dentro del compartimento. Pero si el agente abandonaba el compartimento para ir al lavabo, al coche restaurante o a otro vagón, Roach se vería en dificultades. Los pasillos estaban de bote en bote, había pasajeros que iban de pie, otros prefirieron sentarse y algunos intentaban en vano dormitar un poco. Moverse por el tren era toda una prueba; había que dar codazos y empujones para desplazarse entre la gente y decir continuamente «Perdone» o «Le ruego me disculpe». Pretender seguir a alguien sin que le detectasen resultaría espinoso, por no decir imposible, si el agente era bueno. Y todo lo que había visto Roach hasta entonces indicaba que Rudolf lo era.

Roach empezó a temerse lo peor cuando Rudolf, con el convoy todavía en el andén, salió del compartimento, apretándose el estómago con las manos, y empezó a abrirse camino por el atiborrado pasillo. El agente era bajo de estatura, medía poco más de metro sesenta y cinco, y su cabeza desapareció rápidamente entre la masa de viajeros. Roach avanzó unos pasos, lo que le permitió cosechar unos cuantos gruñidos y protestas por parte de los otros pasajeros. Era reacio a acercarse demasiado; Rudolf había dado media vuelta y vuelto sobre sus pasos varias veces y Roach se temía que se hubiese fijado en su rostro. La iluminación del pasillo era escasa, a causa de las normas del oscurecimiento y, por otra parte,el humo de los cigarrillos velaba aún más la atmósfera. Roach se mantuvo entre las sombras y vio a Rudolf llamar dos veces a la puerta del lavabo. Otro pasajero se le puso delante y durante unos segundos perdió de vista a Rudolf. Cuando volvió a tener el terreno despejado, el agente había desaparecido.

Roach permaneció donde estaba durante tres minutos, con la mirada en la puerta del lavabo. Otro hombre se acercó a ella, llamó con los nudillos y a continuación entró y cerró tras de sí.

El timbre de alarma resonó en la cabeza de Roach:

Se abrió paso a la fuerza a través del nudo que formaban los viajeros en el pasillo, se detuvo ante la puerta del lavabo y la golpeócon enérgica insistencia.

– Espere su turno, como todo quisque -le llegó la voz del otro lado.

– Abra la puerta… Emergencia de la policía.

El hombre abrió la puerta al cabo de unos segundos. Se abotonaba la bragueta. Roach echó una mirada al interior del lavabo para comprobar que Rudolf no estuviese allí. «¡Maldición!» Abrió de un tirón la puerta que comunicaba con el vagón contiguo y entró en él. Lo mismo que el que acababa de dejar, tenía poca luz, el humo de los cigarrillos lo velaba todo y los pasajeros no dejaban un centímetro de espacio libre. Ahora le sería imposible dar con Rudolf como no pusiera el tren patas arriba, vagón tras vagón, compartimento tras compartimento.

Se preguntó: «¿Cómo es que ha desaparecido tan rápidamente?…

Regresó al vagón anterior y fue en busca del revisor, un anciano de gafas con montura metálica y un pie contrahecho. Roach sacó la foto de Rudolf que había tomado el servicio de vigilancia y se la puso el revisor delante de las narices.

– ¿Ha visto a este hombre?

– ¿Un tipo bajito?

– Sí -confirmó Roach, con la moral en picado hacia el suelo, en tanto pensaba: «¡Maldición! ¡Maldición!…

– Saltó del tren cuando salíamos de Euston. Tuvo suerte de no romperse una puñetera pierna.

– ¡Dios! ¿Por qué no dijo usted algo? -Se dio cuenta de lo ridícula que debió de sonar su observación. Hizo un esfuerzo para hablar con más calma-. ¿Cuál es la primera parada del tren?

– Watford.

– ¿Cuándo?

– Dentro de media hora, aproximadamente.

– Demasiado tiempo. He de apearme ahora mismo.

Roach levantó la mano, agarró la palanca del freno de emergencia y tiró de ella. El tren redujo la marcha de inmediato, al aplicarse los frenos, y empezó a detenerse.

El anciano revisor alzó la vista hacia Roach, parpadeó vivamente tras las gafas y dijo:

– Usted no es un oficial de policía corriente, ¿verdad?

Roach no le contestó, mientras el convoy se detenía. Abrió la puerta del vagón, saltó al borde de la vía y desapareció en la oscuridad.

Neumann despidió al taxi a corta distancia del almacén de los Pope y recorrió a pie el resto del camino. Trasladó la Mauser de debajo de la cintura de los pantalones al bolsillo delantero del chaquetón impermeable y luego se subió el cuello de la prenda para protegerse de la lluvia. El primer acto había salido a pedir de boca. El ardid del tren funcionó exactamente como esperaba. Neumann estaba seguro de que nadie le siguió al abandonar la estación de Euston. Lo cual significaba una cosa: Gabardina, el individuo que subió al tren pisándole los talones, casi seguro que seguía aún allí, saliendo de Londres rumbo a Liverpool. El vigilante no era ningún idiota. Tarde o temprano se percataría de que Neumann no regresaba al compartimento y emprendería la búsqueda. Formularía preguntas. La huida de Neumann no pasó completamente inadvertida: el revisor le había visto saltar del tren. Cuando el vigilante comprendiese que el agente ya no estaba en el convoy, se apearía en la primera estación que parase el tren y telefonearía a sus superiores de Londres. Neumann se daba perfecta cuenta de que las oportunidades que tenía eran limitadísimas. No le quedaba más remedio que actuar con celeridad.

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