Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Clive Roach localizó a Rudolf y observó el intercambio. Pensó: «Actúan como la seda, ¿eh, bastardos?». Vio a Rudolf hacer su alto, volverse y andar en la misma dirección que Catherine Blake. Roach había sido testigo de muchos encuentros de agentes alemanes, desde 1939, pero era la primera vez que veía a uno de esos agentes volverse para seguir al otro. Lo normal era que se alejasen por rutas separadas. Roach se subió el cuello del impermeable para cubrirse las orejas y se lanzó en pos de ellos con todo el cuidado del mundo.

Catherine Blake caminó un trecho por el Strand en dirección este y luego descendió hacia el Victoria Embankment. Entonces se dio cuenta de que Neumann iba detrás de ella. Su primera reacción fue de cólera. La norma corriente de los encuentros era separarse -y con rapidez- en cuanto se hubiese hecho la entrega. Neumann conocía el procedimiento y en todas las ocasiones anteriores lo había ejecutado a la perfección. Pensó: «¿Por qué me sigue ahora?».

Vogel debía de haberle ordenado que lo hiciese.

¿Pero por qué? Sólo se le ocurrieron dos posibles explicaciones: o que Vogel había perdido la fe en ella y deseaba enterarse de a dónde iba o que Vogel quería determinar si el otro bando la estaba sometiendo a vigilancia. Miró al Támesis y luego se volvió y recorrió el Embankment con la vista. Neumann no intentó ocultar su presencia. Catherine se volvió de nuevo y reanudó la marcha.

Recordó las interminables sesiones de formación en el campamento secreto de Baviera. Vogel lo había llamado contravigilancia, un agente seguía a otro para cerciorarse de que el enemigo no seguía al primero. Se preguntó por qué efectuaba ahora Vogel tal maniobra. Tal vez deseaba verificar que la información que recibía era de fiar asegurándose de que a ella no la seguía el otro bando. Sólo imaginar la segunda explicación hizo que le ardiera el estómago a causa de la angustia. Neumann la estaba siguiendo porque Vogel sospechaba que el MI-5 la sometía a ella a vigilancia.

Hizo otra pausa y contempló el río, mientras se esforzaba en mantener la calma. Para pensar claramente. Volvió la cabeza y miró a lo largo del Embankment. Neumann continuaba allí. Eludía adrede su mirada, a Catherine le resultó claro. Neumann miraba al río o hacia el Embankment, a cualquier punto, salvo en dirección a Catherine.

La mujer echó a andar de nuevo. Notaba en el pecho los acelerados latidos de su corazón. Llegó a la estación de metro de Blackfriars, bajó y sacó billete para Victoria. Neumann la imitó en todo, excepto en que el billete que adquirió fue para la siguiente estación, South Kensington.

Catherine se encaminó al andén con paso vivo. Neumann compró un periódico e hizo el mismo camino. Catherine esperó la llegada del convoy y Neumann se puso a leer el periódico a cosa de seis metros de ella. Cuando llegó el tren, Catherine esperó a que se abrieran las puertas y subió. Neumann subió también en el mismo vagón, pero por las puertas de al lado.

Catherine se sentó. Neumann continuó de pie, al fondo del vagón. A Catherine no le gustó la expresión de su rostro. La mujer bajó la mirada, abrió el bolso y comprobó lo que llevaba en su interior: una cartera con dinero, un estilete, una Mauser cargada, con silenciador y cargadores de repuesto. Cerró el bolso y se mantuvo a le espera de que Neumann realizase el siguiente movimiento.

Durante dos horas, Neumann continuó tras ella mientras recorria el West End, iba de Kensington a Chelsea, de Chelsea a Brompton, de Brompton a Belgravia, de Belgravia a Mayfair. Para cuando llegaron a Berkeley Square, ya estaba convencido. Eran buenos -condenadamente buenos-, pero el tiempo y la paciencia habían reducido sus recursos y los habían obligado a cometer un error. Era el hombre de la gabardina que marchaba a quince metros por detrás de él. Cinco minutos antes Neumann había podido echarle un buen vistazo a la cara. Era el mismo semblante que había visto en el Strand casi tres horas antes, cuando recogió la película de manos de Catherine, sólo que entonces el hombre llevaba impermeable verde y gorro de lana.

Neumann se sentía desesperadamente solo. Había sobrevivido a lo peor de la guerra -Polonia, Rusia, Creta-, pero ninguna de las aptitudes que le ayudaron en el curso de aquellas batallas le servirían de nada en la situación actual. Pensó en el hombre que iba tras él: flaco, pálido, probablemente de físico muy débil. Neumann podría matarlo en el momento que quisiera. Pero las viejas reglas no se aplicaban en este juego. No podía pedir refuerzos por radio, no podía contar con el apoyo de sus camaradas. Continuó andando, sorprendido de la tranquilidad que sentía. «Llevan horas siguiéndonos, ¿por qué no nos han arrestado a los dos?» Creyó conocer la respuesta. Era evidente que querían averiguar más datos. Dónde se depositaba la película. Dónde se albergaba Neumann. Si la red tenía otros agentes. Mientras él, Neumann, no les proporcionase la respuesta a aquellos interrogantes, estarían a salvo. Era una baza bastante pobre, pero si se jugaba con pericia, Neumann podría conseguir una oportunidad de escapar.

Neumann apresuró la marcha. A varios metros por delante de él. Catherine dobló por Bond Street. La mujer se detuvo para llamar a un taxi. Neumann avivó el paso y luego emprendió una ligera carrera.

– ¡Catherine, santo Dios! -llamó-. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Qué ha sido de ti?

Ella alzó la mirada, con la alarma reflejada en el rostro. Neumann la cogió por un brazo.

– Tenemos que hablar -dijo-. Busquemos un sitio donde podamos tomar un poco de té y cambiar impresiones.

La inesperada maniobra de Neumann cayó sobre el puesto de mando de la calle West Halkin con el impacto de una bomba de cuatrocientos cincuenta kilos. Basil Boothby paseaba y mantenía una tensa conversación telefónica con el director general. El director general estaba en contacto con la Comisión Veinte y con el estado mayor del primer ministro, en las Salas de Guerra Subterráneas. Vicary había creado un cerco de silencio en torno suyo y permanecía con la vista clavada en la pared y las manos entrelazadas debajo de la barbilla. Boothby colgó el teléfono de golpe y manifestó:

– La Comisión Veinte dice que los dejemos circular.

– No me gusta -repuso Vicary, sin apartar la mirada de la pared-. Evidentemente, se han percatado de la vigilancia. Están sentaditos, estudiando un plan de acción.

– Eso no lo sabes con seguridad.

Vicary alzó la cabeza.

– Es la primera vez que la vemos reunirse con otro agente. ¿Y ahora está en un bar de Mayfair tomando té con tostadas en compañía de Rudolf?

– Sólo la hemos tenido vigilada muy poco tiempo. Que sepamos, ella y Rudolf han podido reunirse así con regularidad.

– Algo no funciona. Creo que han detectado el seguimiento. Es más, creo que Rudolf estaba tratando de localizar al vigilante. Por eso siguió a Catherine después de su encuentro en el Strand.

– La Comisión Veinte ha tomado su decisión. Dicen que los dejemos circular, de modo que los dejaremos circular.

– Si han detectado la vigilancia, no tiene sentido dejarlos que sigan sueltos. Rudolf se abstendrá de entregar el material y se mantendrá a distancia de los demás agentes de la red. Seguirles no nos servirá de nada en absoluto. Se ha acabado, sir Basil.

– ¿Qué propones?

– Actuar ya. Detenerlos en el momento en que salgan del bar. Boothby miró a Vicary como si hubiera cometido un sacrilegio.

– Se te quedaron los pies helados, ¿no es cierto, Vicary?

– ¿Qué significa eso?

– Quiero decir que esa era tu idea inicial.

La concebiste y se la vendiste al primer ministro. El director general puso su firma, la Comisión Veinte la aprobó. Durante semanas, un grupo de oficiales se ha dejado la piel afanándose día y noche aportando el material para esa cartera. Y ahora vas tú y quieres cancelarlo todo, así, por las buenas… -sir Basil chasqueó sus gruesos dedos tan ruidosamente que sonó como un disparo-, sólo porque tienes una corazonada.

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