Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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A las cuatro y media, cuando la última luz se extinguió y el oscurecimiento se enseñoreó de todo, Neumann cogió el abrigo de encima del radiador y se lo puso. Sarah hizo un puchero, en broma, y a continuación le tomó de la mano y le llevó al almacén de la trastienda. Allí, apoyó la espalda en la pared, atrajo el cuerpo de Neumann contra el suyo y le besó.

– No sé nada de ti, James Porter, pero me gustas mucho. Hay algo que te entristece. Y eso me encanta.

Neumann salió de la librería, sabedor de que no iba a volver a verla. Desde la plaza de Portman se dirigió, hacia el norte, a la estación de metro de la calle Baker, seguido al menos por dos hombres a pie, aparte los que fueran en la furgoneta negra. Entró en la estación, sacó billete para Charing Cross y cogió el primer tren hacia allí. En Charing Cross hizo transbordo y se dirigió a la estación de Euston. Siempre con los dos vigilantes tras él, recorrió el túnel que enlaza la estación de metro con la terminal del ferrocarril. Neumann aguardó quince minutos ante una taquilla y adquirió un billete para Liverpool. Cuando llegó al andén, el tren ya estaba formado. Y un buen número de pasajeros ocupaban los vagones. Buscó un compartimento con una plaza libre. Lo encontró por fin, abrió la puerta, entró y se sentó.

Consultó su reloj de pulsera: tres minutos para la salida. Fuera del compartimento, el pasillo se estaba llenando rápidamente de viajeros. No tenía nada de insólito que algunos pasajeros desafortunados tuvieran que pasarse todo el trayecto de pie o sentados en los pasillos. Neumann se levantó y salió del compartimento, al tiempo que murmuraba algo acerca de una urgencia fisiológica. Se encaminó al lavabo del extremo del vagón. Llamó con los nudillos a la puerta. No obtuvo respuesta. Llamó por segunda vez y miró por encima del hombro; el vigilante que había subido al vagón, siguiéndole, en aquel momento no podía verle porque los pasajeros que estaban de pie en el pasillo se interponían entre ellos.

Perfecto. El tren arrancaba ya. Neumann esperó en la plataforma, fuera del lavabo, a que el convoy cobrase velocidad. Rodaba ya más deprisa de lo que la mayor parte de la gente consideraría seguro para apearse en marcha. Neumann aguardó unos segundos más y entonces se acercó a la puerta, la abrió y saltó al andén.

Aterrizó con bastante suavidad, trotó unas cuantas zancadas y redujo la inercia hasta adoptar un paso vivo. Levantó la cabeza a tiempo de ver que el revisor, con cara de fastidio, cerraba la puerta. Neumann se encaminó rápidamente a la salida, dispuesto a fundirse en el oscurecimiento.

La riada de tránsito vespertino inundaba Euston Road. Llamó a un taxi y subió. Dio al conductor unas señas del East End y se arrellanó en el asiento.

48

Hampton Sands (Norfolk)

Mary Dogherty esperaba a solas en la casa. Siempre había pensado que era una vivienda encantadora -cálida, espaciosa, alegre-pero ahora le parecía claustrofóbica y angosta como una catacumba. Paseó inquieta. Afuera, la gran tormenta anunciada por los servicios meteorológicos había llegado por fin a la costa de Norfolk. La lluvia azotaba las ventanas y sacudía los cristales. El viento soplaba implacable y gemía a través de los aleros. Oyó el chirrido de una de las tejas que cedía en el tejado.

Sean estaba ausente, había ido a Hunstanton para recoger a Neumann en la estación. Mary se apartó de la ventana y reanudó su paseo. Fragmentos de la conversación de aquella mañana se repetían una y otra vez en su cabeza como un disco rayado que girase enel gramófono: «en un submarino a Francia… estaré en Berlín una temporada… pasaje a un tercer país… viajaré de regreso a Irlanda…te reunirás allí conmigo cuando la guerra haya terminado…».

Era como una pesadilla, como si estuviera escuchando la conversación de otras personas, viendo una película o leyendo un libro. La idea era ridícula: Sean Dogherty, desamparado granjero de la costa de Norfolk y simpatizante del IRA, iba a trasladarse a Alemania en un submarino. Mary supuso que era la culminación lógica del espionaje de Sean. Había sido una ilusa al esperar que las cosas volvieran a la normalidad cuando terminase la guerra. Se había engañado a sí misma.

Sean iba a huir y a dejarla allí para que afrontara sola las consecuencias. ¿Qué harían las autoridades? «Lo único que tienes que decirles es que no sabías nada del asunto, Mary.» ¿Y si no la creían? ¿Qué harían entonces con ella? ¿Cómo iba a seguir en el pueblo si todo el mundo estaba enterado de que Sean había sido espía? La expulsarían de la costa de Norfolk. La echarían de todos los pueblos ingleses donde intentara afincarse. Tendría que abandonar Hampton Sands. Tendría que dejar a Jenny Colville. Tendría que volver a Irlanda, regresar a la estéril aldea de la que huyó treinta años antes. Aún tenía familia allí, familia que podría acogerla. La idea era profundamente espantosa, pero no le quedaba más alternativa…, ninguna opción cuando todo el mundo supiese que Sean había espiado para los alemanes.

Rompió a llorar. Pensó: «¡Maldito seas, Sean Dogherty! ¿Cómo has podido ser tan condenadamente imbécil?».

Mary volvió a la ventana. En el camino, por la parte del pueblo, vislumbró un puntito de luz que oscilaba bajo el diluvio. Al cabo de un momento distinguió el brillo de un impermeable mojado y el débil contorno de alguien montado en una bicicleta, el cuerpo inclinado hacia adelante para ofrecer menos resistencia al viento, los codos en punta, las rodillas subiendo y bajando. Era Jenny Colville. Se bajó al llegar al portillo y empujó la bicicleta por el sendero. Mary le abrió la puerta. Una ráfaga de viento impulsó la lluvia al interior de la casa. Mary tiró de Jenny y, una vez la muchacha dentro, la ayudó a quitarse el impermeable y el gorro.

– Dios mío, Jenny… ¿qué haces por ahí con un tiempecito como éste?

– ¡Oh, Mary, es maravilloso! Tanto viento. Una delicia.

– No cabe duda de que has perdido un tornillo. Siéntate cerca de la lumbre, anda. Te prepararé un poco de té.

Jenny entró en calor frente al fuego de troncos.

– ¿Dónde está James? -preguntó.

– En este momento no está aquí -respondió Mary desde la cocina-. Se ha ido con Sean a alguna parte.

– ¡Ah! -exclamó Jenny, y a Mary no se le escapó la desilusión que matizaba la voz de la muchacha-. ¿Va a volver pronto?

Mary dejó lo que estaba haciendo y entró de nuevo en el salón. Miró a Jenny y dijo:

– ¿Por qué te preocupas tanto de James, así, de repente?

– Sólo quería verle. Saludarle. Pasar un rato con él. Nada más.

– ¿Nada más? ¿Qué mosca te ha picado, Jenny?

– Me cae bien, Mary. Me gusta mucho. Y yo le gusto a él.

– ¿Que te gusta y que le gustas? ¿De dónde has sacado semejante idea?

– Lo sé, Mary, créeme. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Mary la cogió por los hombros.

– Escúchame, Jenny. -La sacudió una vez más-. ¿Me estás escuchando?

– Sí, Mary. ¡Me haces daño!

– Apártate de él, Olvídale. No es para ti.

Jenny estalló en lágrimas.

– No puedo olvidarle, Mary. Le quiero. Y él me quiere a mí. Lo sé.

– Jenny, no te quiere. No me pidas que te lo explique ahora, porque no puedo, cariño. Es un buen hombre, pero no es lo que aparenta. Déjale. ¡Olvídale! Tienes que confiar en mi, pequeña. Ese hombre no es para ti.

Jenny se zafó de las manos de Mary, se echó hacía atrás y se secó las lágrimas.

– Es para mí, Mary. Le quiero. Llevas tanto tiempo atrapada aquí con Sean que has olvidado lo que es el amor.

Luego cogió su impermeable y se precipitó por la puerta, que cerró tras de sí con resonante portazo. Mary se acercó presurosa a la ventana y vio a Jenny alejarse pedaleando bajo la tormenta.

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