Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Dijo que uno de esos dos hombres era inglés.

– Sí.

– ¿Se llamaba Broome por un casual?

– No, no se llamaba Broome -respondió Jordan sin vacilar-.Creo que recordaría un nombre así. Bueno, me parece que debo marcharme ya.

Jordan se dirigió a la puerta.

– Me queda una pregunta más.

Jordan se volvió.

– ¿Cuál es? -dijo.

– Es usted Peter Jordan, ¿verdad?

– ¿Qué clase de pregunta es esa?

– Realmente, una pregunta más bien sencilla. ¿Es usted Peter Jordan?

– Claro que soy Peter Jordan. ¿Sabe una cosa? Verdaderamente debería ir a dormir un poco, profesor.

47

Londres

Clive Roach ocupaba una mesa junto a la ventana en el café situado enfrente del piso de Catherine Blake, La camarera le sirvió el té y el bollo. Clive Roach depositó inmediatamente unas cuantas monedas encima de la mesa. Era una costumbre adquirida durante el ejercicio de su profesión. Normalmente tenía que abandonar los bares repentinamente y a toda prisa. Lo que menos necesitaba era llamar la atención. Tomó un sorbo de té y hojeó sin entusiasmo el periódico de la mañana, En realidad no le interesaba gran cosa. Le interesaba la puerta de la casa del otro lado de la calle. Arreció la lluvia. La idea de volver a salir no le encandilaba precisamente. Era un aspecto de su trabajo que le fastidiaba: estar constantemente expuesto a las inclemencias meteorológicas. Había cogido más resfriados e infecciones bronquiales de las que podía acordarse.

Antes de la guerra ejercía de profesor en una escuela masculina de tres al cuarto. Decidió enrolarse en el ejército en 1939. Distaba mucho de ser el modelo de soldado: flaco, piel pálida, rala cabellera y voz poco audible. Un militar nada prometedor. En el centro de reclutamiento se percató de que un par de hombres muy bien puestos le observaban desde un rincón. También notó que pedían una copia de su documentación y que la estudiaban detenidamente y con gran interés. Unos minutos después, le separaron de la cola, le dijeron que pertenecían a la Inteligencia Militar y le ofrecieron trabajar para ellos.

A Roach le gustaba mirar. Era un observador natural de la gente y tenía una buena memoria para los nombres y las caras. Ah, sabía perfectamente que no iba a obtener condecoraciones por hechos heroicos en el campo de batalla ni que cuando la guerra terminase iba a disponer de historias emocionantes que contar en la taberna. Pero era un trabajo importante y lo cumplía muy bien. Le hincó el diente al bollo mientras pensaba en Catherine Blake. Desde 1939 había seguido a muchos espías, pero ella era la mejor. Una profesional de verdad. Le había puesto en evidencia una vez, pero Roach prometió que no se repetiría.

Acabó el bollo y apuró el té. Levantó la vista de la mesa y vio a Catherine salir del bloque de pisos. Le maravillaba su estilo. Siempre permanecía quieta un momento, entretenida con algo prosaico mientras oteaba la calle para detectar cualquier indicio de vigilancia. Aquel día bregaba con el paraguas como si estuviese roto. Roach pensó: «Eres muy buena, señorita Blake. Pero yo soy mejor».

La estuvo observando hasta que por fin Catherine abrió el paraguas de golpe y echó a andar. Roach se levantó, se puso la gabardina y se dirigió a la puerta, en pos de Catherine.

Horst Neumann se despertó cuando el tren traqueteaba a través de los suburbios del noreste de Londres. Consultó su reloj de pulsera: las diez y media. Tenían que haber llegado a Liverpool Street a las diez y veintitrés. Milagrosamente, el retraso sólo era de unos pocos minutos. Bostezó, se estiró y se irguió en el asiento. Miró por la ventanilla a las tristonas casas victorianas de vecindad que se deslizaban raudas. Unos chiquillos sucios agitaron los brazos al paso del convoy. Neumann les devolvió el gesto, sintiéndose ridículamente inglés. Viajaban otros tres pasajeros en el compartimento, un par de soldados y una muchacha vestida con el mono de obrera de fábrica y que frunció el entrecejo al ver por primera vez la venda adhesiva de la cara de Neumann. Éste los miró uno por uno. Siempre le inquietaba la posibilidad de haber hablado en sueños, aunque las últimas noches había soñado en inglés. Echó la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos. Santo Dios, qué cansado estaba. Se había levantado a las cinco y salió de la casita a las seis,para que Sean le llevara a Hunstanton. Cogió el tren de las siete doce, de Hunstanton a Liverpool Street.

No había dormido bien aquella noche. A causa del dolor de las heridas y de la presencia de Jenny Colville en su cama. La chica se había levantado al mismo tiempo que él, antes del alba, se escabulló sigilosamente del domicilio de los Dogherty y se dirigió a su casa pedaleando a través de la oscuridad y de la lluvia. Neumann confió en que llegara sin tropiezos. Que Martin no la estuviese esperando. Era una estupidez hacer aquello, dejarla pasar la noche con él. Pensó en lo que sentiría Jenny cuando él se fuera. Cuando comprobase que nunca le escribía y cuando pasara el tiempo sin volver a tener noticias suyas. Se preguntó cuáles serían sus sentimientos en el caso de que algún día descubriera la verdad: que no era James Porter, un soldado británico herido que buscaba paz y tranquilidad en un pueblecito de Norfolk. Que era Horst Neumann, un condecorado paracaidista alemán que fue a Inglaterra para actuar de espía y que la había engañado de la manera más vil. Pero no la había engañado respecto a una cosa. Le importaba. No en el sentido que a ella le gustaría, pero le interesaba lo que pudiera sucederle.

El tren redujo la velocidad al aproximarse a Liverpool Street. Neumann se levantó, se puso el chubasquero y salió del compartimento. El pasillo estaba atestado. Avanzó poco a poco hacia la puerta entre los demás pasajeros. Uno de los que iba delante la abrió y Neumann se apeó del vagón antes de que el tren se hubiera detenido. Entregó el billete al portero encargado de recogerlos y anduvo por el húmedo corredor que enlazaba con la estación de metro. Allí sacó un billete para Temple y cogió el primer tren que pasó. Al cabo de unos minutos, subía por la escalera y se encaminaba en dirección norte, hacia el Strand.

Catherine Blake tomó un taxi hasta Charing Cross. El punto de encuentro estaba cerca de allí, delante de una tienda del Strand. Pagó al taxista y abrió el paraguas para protegerse de la lluvia. Echó a andar. Hizo un alto en una cabina telefónica, descolgó el auricular y simuló hacer una llamada. Examinó el terreno a su espalda. La cortina que formaba la lluvia reducía la visibilidad, pero no detectó señal de vigilancia alguna. Volvió a poner el auricular en su horquilla, salió de la cabina y continuó por el Strand, hacia el este.

Clive Roach se apeó por la parte trasera de la furgoneta de vigilancia y la siguió a lo largo del Strand. Durante el breve trayecto en el vehículo se había desembarazado de la gabardina y el sombrero para ponerse un chaquetón impermeabilizado de color verde y un gorro de lana. La transformación era radical: de oficinista a obrero. Roach vio a Catherine Blake detenerse y efectuar la fingida llamada telefónica. Roach hizo un alto en un puesto de periódicos. Mientras recorría los titulares con los ojos, se representó mentalmente el rostro del agente al que el profesor Vicary había asignado el nombre en clave de Rudolf. La misión de Roach era sencilla: ir pisándole los talones a Catherine Blake hasta que la mujer pasara el material a Rudolf y entonces seguir a éste. Alzó la mirada a tiempo de ver a Catherine colgar el teléfono y salir de la cabina. Roach se mezcló con los transeúntes y la siguió.

Neumann divisó a Catherine, que avanzaba hacia él. El hombre hizo una pausa en una tienda y sus ojos examinaron las caras y las vestimentas de los viandantes que caminaban por la acera detrás de ella. Al acercarse Catherine, Neumann se apartó del escaparate y echó a andar hacia ella. El contacto fue breve, cosa de un par de segundos. Pero cuando se separaron Neumann tenía la película en la mano y la impulsaba hacia el fondo del bolsillo del abrigo. Catherine se movió con rapidez y desapareció entre la gente. Neumann prosiguió en dirección opuesta durante unos metros, fotografiando rostros en su cerebro. Luego se detuvo de pronto ante otro escaparate, dio media vuelta y emprendió con tranquilidad el seguimiento de Catherine.

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