– A propósito, ¿cómo está David? -preguntó.
Helen exhaló un profundo suspiro.
– David es David -dijo, como si no fuera necesaria ninguna otra explicación-. Me ha desterrado al campo y él permanece. aquí, en Londres. Dirige una comisión y hace algo para el Almirantazgo. Vengo a verle una vez cada varias semanas. Le encanta esto cuando estoy fuera. Le otorga la libertad necesaria para encargarse de las otras cosas que le interesan.
Un tanto incómodo por la sinceridad de Helen, Vicary desvió la mirada. Además de ser increíblemente rico y apuesto, David Lindsay era un notorio mujeriego. Vicary pensó: «No es extraño que Boothby y él sean tan buenos amigos».
– No es preciso que simules ignorancia, Alfred -dijo Helen-. Tengo plena conciencia de que todo el mundo sabe cómo es David y conoce su pasatiempo preferido. Me he acostumbrado a eso. A David le gustan las mujeres y a las mujeres les gusta David. Vienen a ser algo así como tal para cual.
– ¿Por qué no le dejas?
– ¡Oh, Alfred!
Desestimó la sugerencia con un floreo de su mano enguantada.
– ¿Hay alguien más en tu vida?
– ¿Te refieres a otros hombres?
Vicary asintió.
– Lo intenté una vez, pero era el hombre equivocado. Era David vestido con otra ropa. Además, hace veinticinco años hice una promesa en una iglesia y me veo incapaz de romperla.
– Me gustaría que sintieses lo mismo respecto a la promesa que me hiciste a mí -expresó Vicary, y se arrepintió automáticamentede la nota de amargura que se infiltró en su voz.
Pero Helen no hizo más que mirarle, parpadear rápidamente yreconocer:
– A veces yo también lo deseo. Vaya, ya lo he dicho. Dios mío, qué poco inglesa soy; tan poco que no lo soy nada. Perdóname, por favor. Supongo que se debe a la cantidad de norteamericanos que pululan por la ciudad.
Vicary notó que se estaba poniendo colorado.
– ¿Sigues viendo a Alice Simpson? -preguntó Helen.
– ¿Cómo diablos sabes lo de Alice Simpson?
– Lo sé todo acerca de tus mujeres, Alfred. Es muy guapa. Incluso me gustan esos infames libros que escribe.
– Se marchó. Me dijo que era la guerra, mi trabajo. Pero lo cierto es que ella no eras tú, Helen. Así que se largó. Exactamente igual que las otras.
– ¡Oh, maldito seas, Alfred Vicary! Maldito seas por decir eso.
– Es la verdad. Aparte de que es lo que querías oír. Por eso es por lo que me has buscado: para empezar.
– Lo cierto es que deseaba oírte decir que eras feliz -declaró Helen. Tenía húmedos los ojos-. No quería que me dijeses que destrocé tu vida.
– No te esponjes, Helen. No has destrozado mi vida. No soy desdichado. Se trata sencillamente de que en mi corazón no he encontrado sitio para alguien más. No confío mucho en la gente. Supongo que eso tengo que agradecértelo a ti.
– Una tregua -pidió Helen-. Por favor, firmemos un armisticio. No quiero que esto se convierta en una continuación de nuestra última charla. Sólo deseaba pasar un rato contigo. Dios, pero necesito una copa. ¿Por qué no me llevas a alguna parte y me echas al cuerpo una botella de vino, cariño?
Fueron andando hasta el Duke’s. A aquella hora de la tarde reinaba allí el más absoluto sosiego. Les acomodaron en una mesa discreta, en un rincón. Vicary no dejaba de esperarse que de un momento a otro entrara algún amigo suyo o de Helen que los reconociera, pero continuaron estando solos. Vicary pidió disculpas y fue al teléfono para indicar a Harry dónde estaba. A su vuelta a la mesa se encontró con que había allí una botella de champán, desatinadamente cara, en una cubeta con hielo.
– No te preocupes, corazón -dijo Helen-. Es la fiesta de David.
Vicary se sentó y poco más que en un abrir y cerrar de ojos se habían trasegado media botella. Hablaron de los libros de Vicary y de los hijos de Helen. Incluso hablaron un poco más de David. Mientras Helen hablaba, Vicary no apartó los ojos de su rostro. En las pupilas de la mujer apreció una especie de remota melancolía, la vulnerabilidad ocasionada por un matrimonio fracasado, que la hacía aún más atractiva para él. Helen alargó la mano y la puso sobre la de Vicary. Por primera vez en veinticinco años, Vicary notó que el corazón le latía en el pecho.
– ¿Has pensado en ello, Alfred?
– ¿Pensar en qué?
– En aquella mañana.
– Helen, ¿qué estás…?
– Dios mío, Alfred, qué obtuso puedes llegar a ser a veces. La mañana en que me deslicé en tu cama y saqueé tu cuerpo por primera vez.
Vicary apuró el vino de su copa y volvió a llenar las dos.
– No… -balbuceó-, en realidad, no.
– Santo Dios, Alfred Vicary, eres un embustero terrible. ¿Cómo diablos te las arreglas para bandearte en esa clase trabajo al que te dedicas ahora?
– Bueno, sí. Pienso en ello a veces. -Se dijo: «¿Cuándo fue la última vez?». La mañana de Kent, después de componer un mensaje de Doble Cruz para su falso agente que respondía al nombre en clave de Partridge-. Me he sorprendido a mí mismo pensando en ello, pero sólo en mis peores momentos.
– Le mentía David, ¿sabes? Siempre le dije que él fue el primero. Pero me alegro de que fueras tú. -Pasó el dedo por la base de su copa de vino y miró por la ventana-. ¡Fue tan rápido…! Apenas duró unos momentos. Pero cuando lo recuerdo ahora dura horas.
– Sí. Sé lo que quieres decir.
Helen le miró.
– ¿Aún tienes esa casa de Chelsea?
– Me han dicho que sigue allí. No la he pisado desde 1940 -repuso Vicary, en broma.
Helen apartó la vista del ventanal y miró a Vicary directamente a los ojos. Se inclinó hacia adelante y susurró:
– Quisiera que me llevases ahora allí y me hicieras el amor en tu cama.
– A mí también me gustaría, Helen. Pero me volverías a hacer polvo el corazón. Y, a mi edad, no creo que pudiera superarlo por segunda vez.
El semblante de Helen perdió toda expresión y su voz, cuando por último habló, sonó plana y apagada.
– Dios mío, Alfred, ¿cuándo te has convertido en un hijo de puta tan frío de corazón?
Las palabras le parecieron familiares, Luego se acordó que Boothby, cuando le cogió por un brazo, después del interrogatorio de Peter Jordan, le había hecho la misma pregunta, más o menos.
Una sombra se interpuso entre ellos. Pasó por el semblante deHelen, lo oscureció y luego se desplazó. La mujer estaba sentada muy quieta y rígida. Se le habían humedecido los ojos. Parpadeó a fin de eliminar las lágrimas y recobró la compostura. Vicary se sintió como un idiota. Todo aquello había ido demasiado lejos…, las riendas se les habían escapado de las manos. Fue un necio al ir a verla. Nada bueno podía salir de la entrevista. El silencio era ahora como metal rechinante. Con aire ausente, distraído, se palpó los bolsillos de la pechera en busca de las gafas de media luna y se esforzó en idear alguna excusa para justificar su marcha. Helen percibió su desasosiego. Aún de cara al ventanal, la mujer le facilitó la huida:
– Te he retenido demasiado tiempo. Ya sé que deberías estar devuelta en tu trabajo.
– Sí. Realmente debería estarlo. Lo siento.
Helen seguía mirando por el ventanal.
– No te dejes seducir por ellos. Cuando acabe la guerra, desembarázate de esos horribles trajes grises y vuelve a casa con tus libros. Me gustabas más entonces. -Vicary guardó silencio, sólo se la quedó mirando. Se inclinó con intención de besarla en la mejilla, pero ella le sostuvo la nuca con los dedos y le dio un leve beso en la boca. Luego le sonrió y dijo-: Confío en que cambies de idea… y pronto.
– Puede que lo haga, la verdad.
– Bueno.
– Adiós, Helen.
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