Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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¿Qué ocurriría si descubriese pruebas de un engaño? La Wehrmacht estaría esperando con sus divisiones Panzer en el lugar del desembarco. Se destrozaría al enemigo. Alemania ganaría la guerra y los nazis gobernarían Alemania y Europa durante decenios.

«No hay ley en Alemania, Trude. Sólo hay Hitler.»

Vogel cerró los ojos e intentó dormir, pero fue inútil. Los dos aspectos incompatibles de su personalidad se encontraban en abierto conflicto: el Vogel manipulador y maestro de espías y el Vogel que creía en el imperio de la ley. Le tentaba la perspectiva de poner al descubierto un engaño británico a gran escala, ser más listo que sus rivales británicos y tirar por tierra su jueguecito. Y al mismo tiempo le horrorizaba lo que significaría aquella victoria. Demostrar el engaño británico, destruir a su viejo amigo Canaris, ganar la guerra para Alemania, garantizar a los nazis el poder eterno.

Continuó despierto en el camastro, escuchando el zumbido fragoroso de los bombarderos.

«Dime que no trabajas para él, Kurt.»

Vogel pensó: «Ahora sí, Trude. Ahora trabajo para él».

46

Londres

– ¡Hola, Alfred!

– ¡Hola, Helen!

Ella le sonrió, le dio un beso en la mejilla y dijo:

– ¡Oh, es un placer volver a verte!

– También lo es para mí.

Helen entrelazó su brazo con el de Vicary e introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo, tal como solía hacer en otro tiempo. Dieron media vuelta y echaron a andar por el paseo de entrada al St. James’ Park. Aquella calma no le pareció incómoda a Vicary. En realidad, la encontró más bien agradable. Un siglo atrás constituyó una de las razones por las que supo que estaba enamorado de veras: el modo en que se sentía cuando el silencio se alzaba entre ellos. Disfrutaba junto a Helen cuando charlaban y reían, pero se encontraba igualmente a gusto cuando ella no decía nada en absoluto. Le encantaba estar tranquilamente sentado con ella en el porche de la casa de Helen, pasear a su lado por el bosque o permanecer tendidos junto al lago. Le bastaba con tener el cuerpo de Helen junto al suyo, o su mano sobre la de ella.

El aire de la tarde era denso y cálido, un soplo de agosto en febrero, bajo el cielo sombrío e inestable. El viento agitaba los árboles y rizaba pequeñas olas en la superficie del estanque. Una bandada de patos se balanceaba en la corriente como boyas sujetas por el ancla.

Vicary la miró fijándose bien en ella por primera vez. Había soportado estupendamente el paso del tiempo. En muchos aspectos estaba más guapa que antes. Era alta, derecha de cuerpo, y el poco peso que los años hubieran podido añadir a su cuerpo quedaba admirablemente disimulado bajo el traje de corte perfecto que lucía. El pelo, que solía peinar hacia atrás, suelto, caído sobre el centro de la espalda como una capa rubia, lo llevaba ahora recogido en la nuca. Se tocaba con un sombrerito sin alas, de color gris.

Vicary dejó que su mirada se recrease en el rostro de Helen. La nariz, en otro tiempo un tanto excesivamente larga para su cara, parecía tener ahora la forma y el tamaño perfectos. La edad había hundido ligeramente las mejillas, de manera que los pómulos ganaron en prominencia. Volvió la cabeza y se dio cuenta de que Vicary la estaba mirando. Le sonrió, pero la sonrisa no se extendió a los ojos. Se apreciaba állí una tristeza distante, como si alguien muy próximo a ella hubiese muerto recientemente.

Vicary fue el primero en romper el silencio. Apartó la vista y dijo:

– Lamento lo del almuerzo, Helen. Surgió un imponderable en el trabajo y me fue imposible marcharme o avisarte siquiera.

– No te preocupes, Alfred. Me limité a seguir sentada sola a la mesa y coger una miserable borrachera. -Vicary la miró con sorprendida agudeza-. Sólo te estaba tomando el pelo. Pero no voy a fingir que me sentía decepcionada. Me llevó mucho tiempo reunir el valor necesario para ponerme en contacto contigo. Me porté tan espantosamente entonces… -Se le quebró la voz y dejó la idea y la frase sin acabar.

Vicary pensó: «Sí, te portaste mal, Helen».

– Eso fue hace muchos años -dijo en voz alta-. ¿Cómo te las arreglaste para dar conmigo?

Le había telefoneado a su despacho veinte minutos antes. Al descolgar el aparato, Vicary esperaba oír cualquier voz excepto la deHelen. Boothby, que le conminaba a que subiera y escuchase otro brillante ejemplo de su inteligencia; Harry, para informarle de que Catherine Blake había descerrajado un tiro a alguien en la cara; Peter Jordan, para decirle que se fuese a tomar por el culo y que no estaba dispuesto a ver nunca más a Catherine. El sonido de la voz de Helen hizo que se atragantara y estuviese a punto de asfixiarse.

– Hola, querido, soy yo -dijo Helen y, como cualquier buen agente, no usó su nombre-. ¿Aún estarías dispuesto a verme? Me tienes en una cabina telefónica enfrente de tu despacho. ¡Oh, por favor, Alfred!

Se explicaba ahora, en el parque:

– Mi padre es amigo de tu director general. Y David mantiene una buena amistad con Basil Boothby. Hace cierto tiempo que sé que te encajaron en esa oficina.

– Tu padre, David y Basil Boothby… todos mis personajes favoritos.

– No te preocupes, Alfred, no han formado una tertulia para sentarse a hablar de ti.

– ¡Vaya, doy gracias a Dios!

Ella le apretó la mano.

– ¿Cómo diablos acabaste dedicado a eso?

Vicary le contó la historia. Cómo trabó amistad con Churchill antes de la guerra. Cómo se vio captado para ingresar en el círculo de consejeros de Churchill en Chartwell. Cómo Churchill le enganchó bien enganchado aquella tarde de mayo de 1940.

– ¿De verdad lo hizo metido en la bañera? -preguntó Helen.Vicary asintió, y el recuerdo le provocó una sonrisa.

– ¿Qué aspecto tiene el primer ministro desnudo?

– Muy rosadito. Resulta imponente. Luego me pasé el resto del día tarareando Rule Britannia.

Helen se echó a reír.

– Tu trabajo tiene que ser terriblemente emocionante.

– Es posible. Pero también puede ser espantosamente aburridoy tedioso.

– ¿Has sentido alguna vez la tentación de contarle a alguien todos los secretos que conoces?

– ¡Helen!

– ¿Sí o no? -insistió ella.

– No, claro que no.

– Pues yo sí -dijo Helen, y miró para otro lado-. Tienes un aspecto formidable, Alfred. Estás fenomenal. Esta maldita guerra parece sentarte de fábula.

– Gracias.

– He de reconocer, sin embargo, que echo de menos la pana y el tweed. Ahora vas vestido completamente de gris, lo mismo que todos ellos.

– Es mi uniforme oficial de Whitehall, me temo. Ya me he acostumbrado a él. Y también me gusta el cambio. Pero me alegraré cuando todo esto haya acabado y pueda volver al University College, que es donde me corresponde estar.

No podía creer las palabras que salían de su boca. Hubo un momento en que pensó que el MI-5 era su tabla de salvación. Ahora sabía, de manera definitiva, que no era así. Había disfrutado del tiempo pasado en el MI-5: la tensión, las largas horas, el intragable menú de la cantina, los rifirrafes con Boothby, el extraordinario grupo de aficionados como él que se entregaban a aquella tarea en cuerpo y alma, afanándose incansablemente y en secreto. Había jugueteado una vez con la idea de solicitar la permanencia allí después de la guerra. Pero no sería lo mismo… no sin la amenaza de la destrucción nacional pendiente sobre sus cabezas como una espada de Damocles.

Quedaba algo más. Si bien se adaptaba intelectualmente al oficio del espionaje, la propia índole del mismo le resultaba repugnante. Por naturaleza y educación era un hombre dedicado a la búsqueda de la verdad. La materia prima del servicio de inteligencia era la mentira y el engaño. La traición. El concepto de que el fin justifica los medios. La puñalada al amigo por la espalda, si es preciso. Vicary no estaba muy seguro de que le gustase la persona en que se había convertido.

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