Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Puede que me equivoque de medio a medio -dijo Charlotte. Puso en su voz la máxima carga de tono autoritario que logró reunir-, pero creo que acabo de oír a un espía alemán poniéndose encontacto con un submarino que merodea por las cercanías de la costa.

El Kapitänleutnant Max Hoffmann no se acostumbraría jamás al hedor del submarino que lleva largo tiempo sumergido: sudor, orina, grasa de los motores Diesel, patatas, semen. El acoso que sufría su pituitaria era tan feroz que de mil amores hubiera preferido estar en la torreta, en medio de una tempestad a seguir encerrado allí dentro.

De pie en el puente del U-509, notaba bajo los pies la vibración de los motores eléctricos mientras navegaban repitiendo una y otra vez aquel monótono círculo a veinte millas de la costa británica. Flotaba en la atmósfera del submarino una tenue neblina que creaba un halo en torno a toda luz encendida. Al tacto, las superficies eran frías y húmedas. Hoffmann se complacía en imaginar que era el rocío de una mañana de primavera, pero un simple vistazo a aquel estrecho mundo claustrofóbico le arrebataba instantáneamente tal fantasía.

Era una misión tediosa en extremo, allí prácticamente cruzadode brazos durante semanas y semanas, ante la costa británica, esperando a uno de los espías de Canaris. De toda la tripulación de Hoffmann, el único que conocía el verdadero objetivo de la misión era el primer oficial. El resto de los hombres probablemente lo sospechaban, puesto que no emprendían patrulla alguna. Dado el alto índice de bajas que sufría la Ubootewaffe -cerca del noventa por ciento-, Hoffmann y su equipo podían considerarse condenadamente afortunados por haber sobrevivido hasta entonces.

El primer oficial se presentó en el puente, con cara muy seria y una hoja de papel en la mano. Hoffmann le miró, deprimido al pensar que seguramente tendría el mismo mal aspecto de su subalterno: ojos hundidos, mejillas chupadas, la palidez grisácea del submarinista, la barba descuidada porque disponían de muy poca agua fresca para derrocharla afeitándose.

– Nuestro hombre en Gran Bretaña -dijo el primer oficial-ha salido por fin a la superficie. Le gustaría que le lleváramos a casa esta noche.

Hoffmann sonrió, al tiempo que pensaba: «Por fin. Lo recogeremos y volveremos a Francia en busca de una buena comida y unas sábanas limpias».

– ¿Qué hay del último parte meteorológico? -preguntó.

– Nada bueno, herr Kaleu -repuso el primer oficial, empleando la acostumbrada forma diminutiva de kapitänleutnant-. Fuertes lluvias, vientos del noroeste de cuarenta y cinco kilómetros por hora, mar de diez a doce.

– ¡Dios mío! Y probablemente irá en un bote de remos… si tenemos suerte. Prepare una fiesta de bienvenida y dispóngalo todo para emerger. Que el radiotelegrafista informe al BdU sobre nuestros planes. Establezca la ruta hacia el punto de encuentro. Subiré con los vigías. Me tiene sin cuidado el tiempo. -Hoffmann hizo una mueca-. Ya no aguanto más la puñetera peste que reina aquí.

– Sí, herr Kaleu.

El primer oficial emitió una serie de órdenes, que fueron repitiéndose entre los miembros de la tripulación. Dos minutos después, el U-509 salía a la borrascosa superficie del mar del Norte.

El sistema se denominaba Radiogoniometría de Alta Frecuencia, pero todo el mundo lo conocía como Uf Puf. Funcionaba conforme al principio de triangulación. La huella dactilar de radio creada por el oscilógrafo de Scarborough podía utilizarse para identificar el tipo de transmisor y su suministro de energía eléctrica. Si las estaciones del Servicio Y en Flowerdown e Islandia disponían también de oscilógrafos en funciones, los tres registros podrían utilizarse para establecer líneas orientativas de comportamiento -conocidas como «cortes»- que podían emplearse para localizar la situación del transmisor. A veces, Uf Puf determinaba con cierta exactitud la situación geográfica de la emisora, o sea, dentro de una superficie de quince kilómetros de radio. Pero lo normal era que el sistema resultara mucho menos preciso, de cincuenta a setenta y cinco kilómetros.

El jefe Lowe no creía que Charlotte Endicott estuviese equivocada de medio a medio. A decir verdad, opinaba que la muchacha había tropezado con algo de gran importancia. Anteriormente, aquella noche, un tal comandante Vicary, del MI-5, había enviado una alerta al Servicio Y, con la solicitud de que extremasen la vigilancia sobre ese tipo de cosas.

Lowe se pasó los siguientes minutos hablando con sus homólogos de Flowerdown e Islandia intentando trazar las coordenadas y determinar la situación del transmisor. Por desgracia, la comunicación fue breve, y el punto sólo pudo determinarse de forma terriblemente imprecisa. En realidad, todo lo más que le fue posible hacer a Lowe fue situarlo en una zona oriental de Inglaterra más bien extensa: comprendía todo el territorio de Suffolk y de los condados de Cambridge y Lincoln. Probablemente no sería mucha ayuda, pero al menos era algo.

Lowe rebuscó entre los papeles de su mesa hasta encontrar el número de Vicary en Londres y luego descolgó su teléfono de seguridad.

Las condiciones atmosféricas sobre el norte de Europa hacían virtualmente imposibles las comunicaciones de onda corta entre las islas Británicas y Berlín. Como consecuencia de ello, el centro de radio de la Abwehr se alojó en el sótano de una gran mansión del suburbio hamburgués de Wohldorf, doscientos cuarenta kilómetros al noroeste de la capital alemana.

Cinco minutos después de que el radiotelegrafista del U-509 transmitiera su mensaje al BdU del norte de Francia, el oficial de guardia en el BdU envió a Hamburgo un breve comunicado. El oficial de guardia en Hamburgo era un veterano de la Abwehr llamado capitán Schmidt. Registró el mensaje, efectuó una llamada con carácter prioritario a la sede de la Abwehr en Berlín, por la línea de seguridad, e informó del desarrollo de los acontecimientos al teniente Werner Ulbricht. Schmidt dejó luego la mansión y anduvo calle abajo hasta un hotel cercano, desde donde hizo una segunda llamada, esa vez a Berlín. No quiso hacer esa llamada desde las líneas del puesto de la Abwehr, todas ellas intervenidas, porque el número que dio a la telefonista era el del despacho del general de brigada Walter Schellenberg en Prinz Albrechtstrasse. Schmidt había tenido la desgracia de que Schellenberg descubriera que estaba disfrutando en Hamburgo de una inconfesable aventura más bien fantástica con un joven de dieciséis años. Para evitar que aquello saliera a la luz, Schmidt se mostró más que dispuesto a trabajar para Schellenberg. Cuando le dieron la comunicación, Schmidt habló con uno de los innumerables ayudantes de Schellenberg -el general cenaba fuera aquella noche- al que informó de la noticia.

Cosa rara, Kurt Vogel había decidido pasar la noche en su pisito, situado a unas manzanas de distancia de Tirpitz Ufer. Ulbricht le llamó por teléfono y le informó de que Horst Neumann se había puesto en contacto con el submarino y que ya abandonaba Inglaterra. Al cabo de cinco minutos, Vogel salía por la puerta frontal del edificio y se dirigía a pie, bajo la lluvia, a Tirpitz Ufer.

Al mismo tiempo Walter Schellenberg se ponía en comunicación con su despacho y le informaban de los acontecimientos de Gran Bretaña. Telefoneó entonces al Reichsführer Heinrich Himmler y le puso al corriente. Himmler ordenó a Schellenberg que se trasladara a Prinz Albrechtstrasse; iba a ser una noche muy larga ydeseaba estar acompañado. Sucedió, pues, que Schellenberg y Vogel llegaron exactamente al mismo tiempo a sus respectivos despachos y se acomodaron dispuestos a esperar.

El punto por el que los aliados desembarcarían en Francia. La vida del almirante Canaris.

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