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John Le Carre: La chica del tambor

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- Ven por aquí -dijo ella cuando terminó de regañarle.

Pero él no fue. No podía consentirse el placer que ella era capaz de proporcionarle.

Asustado de sí mismo, fue a toda prisa a un club nocturno griego que estaba de moda y del que tenía noticias, regentado por una mujer de experiencia cosmopolita y, habiendo finalmente logrado embriagarse, observó a los clientes romper platos con demasiada impaciencia, en la mejor tradición greco-berlinesa. Al día siguiente, sin gran planificación previa, comenzó una novela sobre una familia judía de Berlín que ha huido a Israel y luego ha vuelto a desarraigarse, incapaz de ponerse de acuerdo con lo que se estaba haciendo en nombre de Sión. Pero cuando miró lo que había estado pergeñando, confió sus notas a la papelera primero, y luego, por razones de seguridad, al fuego del hogar. Un nuevo hombre de la embajada en Bonn fue a visitarle, y le dijo que era el remplazante del último hombre: si necesita comunicar con Jerusalén o cualquier otra cosa, pregunte por mí. Sin poder contenerse, aparentemente, Becker se embarcó en una provocativa discusión con él acerca del Estado de Israel. Y terminó con una pregunta sumamente ofensiva, algo que había entresacado de los escritos de Arthur Koestler y adaptado a su propia preocupación:

- ¿En qué nos vamos a convertir? -dijo-. ¿En una patria judía o en un pequeño y horrible Estado espartano?

El nuevo hombre era de mirada dura y carecía de imaginación, y la pregunta, evidentemente, le enfadó sin que hubiese comprendido su significado. Dejó algo de dinero y su tarjeta: segundo secretario, comercial. Pero, lo que era más importante, dejó una nube de incertidumbre tras de sí, nube que la llamada telefónica de Kurtz, en la mañana siguiente, pretendía disipar.

- ¿Qué diablos estás tratando de decirme? -preguntó brutalmente, en inglés, tan pronto como Becker hubo levantado el auricular-. Vas a empezar a enlodar el nido; entonces ven a nuestro país, donde nadie te presta la menor atención.

- ¿Cómo está ella? -dijo Becker.

Quizá la respuesta de Kurtz fuera deliberadamente cruel, porque la conversación tuvo lugar cuando se hallaba en su peor momento.

- Frankie está muy bien. Bien psíquicamente, bien de aspecto, y, por alguna razón que se me escapa, te sigue amando. Elli le habló hace unos días y tiene la clara impresión de que ella no considera obligatorio el divorcio.

- No se supone que los divorcios sean obligatorios.

Pero, como de costumbre, Kurtz tenía una respuesta: -Los divorcios no se suponen; punto y aparte.

- Entonces, ¿cómo está ella? -repitió Becker, enérgicamente.

Kurtz tuvo que refrenar su temperamento antes de replicar.

- Si estamos hablando de una amiga común, se encuentra bien de salud, se está curando, y no quiere volver a verte nunca… ¡y que te conserves joven para siempre! -Kurtz terminó con un grito desaforado y colgó.

Esa misma noche llamó Frankie -Kurtz debe de haberle dado el número por despecho-. El teléfono era el instrumento de Frankie. Otros pueden tocar el violín, el arpa, o el shofar, pero para Frankie siempre era el teléfono.

Becker la escuchó durante bastante rato. La escuchó sollozar, en lo cual era incomparable; escuchó sus halagos y sus promesas.

- Seré lo que tú quieras que sea -dijo-. Dímelo, y lo seré.

Pero la última cosa que hubiese deseado Becker era inventar a nadie.

No mucho después, Kurtz y el psiquiatra decidieron que había llegado la hora de devolver a Charlie al agua.

El espectáculo se llamaba Un ramillete de comedia, y el teatro, como otros que había conocido, servía a la vez como Instituto Femenino y como escuela de arte dramático, e indudablemente también como colegio electoral en tiempo de votaciones. Era una pieza vil y un teatro vil, y llegó en el momento más bajo de la decadencia de la muchacha. La sala tenía techo de cinc y un suelo de madera, y cuando ella daba un golpe con el pie, nubes de polvo se elevaban de entre las tablas. Había comenzado por representar sólo papeles trágicos, porque, tras mirarla con inquietud, Ned Quilley había dado por supuesto que la tragedia era lo que ella prefería; y lo mismo, por sus propios motivos, había concluido Charlie. Pero pronto descubrió que los papeles serios, si es que significaban algo para ella, la superaban: lloraba o sollozaba en los momentos más absurdos, y varias veces tuvo que inventar un mutis para recobrarse.

Sin embargo, era más frecuente que fuese la irrelevancia de sus parlamentos lo que la aplastaba; ya no tenía estómago -ni, lo que es peor, comprensión- para lo que pasaba por ser dolor en la sociedad de clase media occidental. De modo que la comedia llegó a ser, finalmente, su mejor máscara, y gracias a ella había visto alternarse sus semanas entre Sheridan y Priestley y los más recientes genios modernos, cuyos productos se describían en el programa como un soufflé resplandeciente de incisiva inteligencia. Lo habían representado en York, pero, gracias a Dios, se había evitado entrar en Nottingham; lo habían representado en Leeds y en Bradford y en Huddersfield y en Derby; y Charlie aún no había visto elevarse el soufflé ni resplandecer la inteligencia, porque en su imaginación pasaba por sus parlamentos como un boxeador aturdido por los golpes, que debe sufrir el castigo o sucumbir para salvarse.

Durante todo el día, cuando no estaba ensayando, vagaba como un paciente en la sala de espera de un médico, fumando y leyendo revistas. Pero esa noche, cuando el telón se alzó una vez más, una peligrosa pereza remplazó a su excitación y le costó enormemente no quedarse dormida. Oía su propia voz alzarse y descender, sentía su brazo moverse de este modo, su pie dar aquel paso; calló para dar paso a lo que solía ser una carcajada segura, pero en cambio la golpeó un incomprensible silencio. A la vez, imágenes del álbum prohibido empezaron a llenar su mente: de la prisión en Sidón y de la fila de madres que esperaban junto al muro; de Fatmeh; del salón de clases del campo durante la noche, donde se grababan las consignas para la marcha; del refugio antiaéreo, y de los estoicos rostros que la contemplaban, preguntándose si ella tendría la culpa. Y de la mano enguantada de El Jalil dibujando torpemente la forma de los dedos con su propia sangre.

El camerino era comunitario, pero cuando llegó el entreacto, Charlie no se dirigió a él. En cambio, se quedó junto a la puerta del escenario que daba al exterior, al aire libre, fumando y tiritando y mirando fijamente la calle de los Midlands, tratando de resolver si debía limitarse a andar y seguir andando hasta caer o ser atropellada por un coche. La estaban llamando por su nombre y oía puertas que se cerraban con violencia y pies que corrían, pero el problema parecía ser de ellos, no suyo, y por eso se lo dejaba. Sólo un sentido último -muy último- de la responsabilidad la llevó a abrir la puerta y a volver a entrar sin darse cuenta.

- Charlie, ¡por el amor de Dios!…, Charlie, ¿qué diablos…?

El telón se levantó y se encontró una vez más en escena. Sola.

Un largo, divertido monólogo, mientras Hilda se sienta al escritorio de su marido y escribe una carta a su amante: a Michel, a Joseph. Una vela encendida junto a su codo y en un minuto abriría el cajón del escritorio en busca de otra hoja de papel, para encontrar -«¡Oh, no!»- la carta de su esposo a la amante. Comenzó a escribir y estuvo en el motel de Nottingham; miró la llama de la vela y vio el rostro de Joseph brillando al otro lado de la mesa en la taberna de las afueras de Delfos. Volvió a mirar y era El Jalil, cenando con ella en la mesa de troncos de la casa de la Selva Negra. Estaba recitando su texto y, milagrosamente, no era el de Joseph, ni el de Tayeh, ni el de El Jalil, sino el de Hilda. Abrió el caaón del escritorio y metió en él una mano, falló un movimiento, sacó una página manuscrita con aire confundido, la levantó y devolvió la mirada al público. Se puso en pie y, con una expresión de creciente incredulidad, avanzó hacia la parte anterior del escenario y empezó a leer en voz alta… ¡Qué cara divertida, tan llena de ingeniosas contra rreferencias!… En un minuto, su esposo, John, entraría por la izquierda, enfundado en su batín, se acercaría al escritorio, y leería la carta de ella, inconclusa, a su propio amante. En un minuto habría un entrecruzamiento aún más gracioso de las dos cartas, y el público se revolcaría en el delirio, que se trocaría en éxtasis cuando los dos amantes engañados, excitado cada uno por las infidelidades del otro, se reunieran en un lujurioso abrazo. Oyó entrar a su marido, y ése fue el motivo para que ella levantara la voz: la indignación remplaza a la curiosidad a medida que Hilda lee. Aferró la carta con ambas manos, se volvió y dio dos pasos al frente con la finalidad de no ocultar a John.

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