John Le Carre - La chica del tambor
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- No es el mismo tipo de aparato que utilizábamos antes -se apresuró a advertir-. Recibirá una sola emisora. Seguirá indicando el tiempo, pero no tiene alarma. Pero emite, y nos dice dónde estás.
- ¿Cuándo? -dijo ella, estúpidamente.
- ¿Qué órdenes te dio El Jalil para este momento?
- Debo volver andando a la carretera y continuar andando,… Joseph, ¿cuándo vendrás? ¡Por el amor de Dios!…
El rostro del hombre reflejaba una gravedad trasnochada y heroica, pero no había en él concesión alguna.
- Escucha, Charlie. ¿Me escuchas?
- Si, Joseph, te escucho.
- Si oprimes el botón de volumen en tu transmisor (no lo gires, oprímelo), sabremos que él está dormido. ¿Comprendes?
- No dormirá así.
- ¿Qué quieres decir? ¿Qué sabes de cómo duerme?
- Es como tú, no es de los que duermen; está despierto día y noche. Es… Joseph, no puedo regresar. No me obligues.
Miraba suplicante el rostro del hombre, esperando aún que cediera, pero seguía oponiéndosele rígidamente.
- Quiere que duerma con él, ¡por Dios! Quiere una noche de bodas, Joseph. ¿No te preocupa eso un poco? Me está tomando en el punto en que Michel me dejó. No me gusta. Va a ajustar cuentas. ¿Tengo que ir?
Se aferró a él tan furiosamente que al hombre le fue difícil desasirse. Estaba de pie, apretada contra él, con la cabeza gacha, contra su pecho, deseando que volviese a tomarla bajo su protección. Pero, en cambio, él le pasó las manos por debajo de los brazos, obligándola a erguirse, y tornó a ver su rostro, inmóvil e inexpresivo, diciéndole que el amor no era su territorio: ni el de él, ni el de ella, ni, muchísimo menos, el de El Jalil. La puso en camino; ella se desprendió de él y marchó sola; él dio un paso tras ella y se detuvo. La muchacha miró hacia atrás y le odió; cerró los ojos y los abrió, dejó escapar un profundo suspiro. «Estoy muerta.»
Salió andando a la calle, se irguió y, resuelta como un soldado e igualmente ciega, subió a paso vivo una callejuela, dejando atrás un sórdido club nocturno en que se exhibían fotografías iluminadas de muchachas de treinta y algunos años descubriendo unos pechos escasamente convincentes. «Eso es lo que yo debía estar haciendo», pensó. Llegó a una carretera, recordó su educación peatonal, miró hacia su izquierda y vio la puerta de una torre medieval con el logotipo de las hamburguesas McDonald's, cuidadosamente pintado. Las luces verdes le dieron paso; siguió andando y vio altas colinas negras cerrando al final de la carretera, y un cielo pálido y cargado de nubes revolviéndose con impaciencia tras ellas. Miró a su alrededor y vio que la aguja de la catedral la seguía. Giró a su derecha y caminó con la mayor lentitud con que había caminado en su vida, descendiendo por una frondosa avenida de casas patricias. Ahora contaba para sí misma. Números. Ahora decía versos. «Joseph va a la ciudad.» Ahora recordaba lo ocurrido en la sala de conferencias, pero sin Kurtz, sin Joseph, y sin los sanguinarios técnicos de los dos irreconciliables bandos. Ante ella, Rossino hacía pasar su moto silenciosamente, empujándola, por una puerta. Se acercaba a él y él le tendía un casco y una chaqueta de piel, y cuando se disponía a ponérselos, algo la impulsaba a mirar en la dirección de la que había venido y veía un resplandor naranja que se estiraba lentamente hacia ella por sobre los guijarros húmedos, como el sendero del sol poniente, y reparaba en lo mucho que perduraba en el ojo después de haber desaparecido. Entonces, por último, oyó el sonido que oscuramente había estado esperando: un golpe sordo, distante aunque íntimo, como la rotura de algo irreparable en lo más profundo de sí; el exacto y definitivo fin del amor. «Pues bien, Joseph, sí. Adiós.»
Precisamente en ese mismo instante, el motor de Rossino entró violentamente en la vida, desgarrando la noche neblinosa con su rugido de risa triunfal. «También yo -pensó ella-. Es el día más divertido de mi vida.»
Rossino conducía con lentitud, manteniéndose en caminos apartados y siguiendo una ruta cuidadosamente concebida.
«Tú conduces, yo te seguiré. Quizá sea tiempo de hacerse italiana.»
Una llovizna cálida había eliminado gran parte de la nieve, pero él avanzaba con respeto a la mala superficie y a su importante pasajera. Le decía a gritos cosas alegres y parecía estar pasándolo muy bien, pero ella no tenía interés en compartir su talante. Atravesaron un gran portal y ella chilló: «¿Es éste el lugar?», sin saber cuál era el lugar al que se refería, ni preocuparse por ello en absoluto; pero el portal daba a un camino sin asfaltar que iba por colinas y valles de bosques particulares, y los cruzaron solos, bajo una luna inesperada que había sido propiedad privada de Joseph. La muchacha miró hacia abajo y vio un pueblo dormido, envuelto en un sudario blanco; percibió un aroma de pinos de Grecia y sintió cómo el viento hacía desaparecer sus lágrimas tibias. Tenía el cuerpo vibrante, nuevo, de Rossino apoyado en el suyo, y le dijo:
- Cuídate a ti mismo, no queda nada.
Descendieron una última colina, traspusieron otro portal y entraron en una carretera bordeada de alerces sin hojas, como los árboles de Francia en las fiestas de fin de año. El camino volvió a subir y, al llegar a la cima, Rossino paró el motor y se deslizaron cuesta abajo por un sendero del bosque. El hombre abrió una maleta y sacó de ella un montón de prendas y un bolso de mano que le arrojó a ella. Sacó una linterna y a su luz la observó mientras se cambiaba, y hubo un momento en que se encontró semidesnuda ante él.
«Me quieres; tómame; estoy disponible y no tengo compromisos.»
Se encontraba sin amor y sin valor ante sus propios ojos. Se encontraba donde había comenzado, y todo el podrido mundo podía aplastarla.
Pasó todas sus baratijas de un bolso al otro: polvos de maquillaje, tampones, dinero, su paquete de Marlboro. Y su pequeño radiodespertador para ensayos. -Oprime el volumen, Charlie, ¿me escuchas?-. Rossino le cogió el viejo pasaporte y le entregó otro nuevo, pero ella no se molestó en averiguar qué nacionalidad había adquirido.
Ciudadana de Ninguna parte, nacida ayer.
Hizo un montón con sus viejas ropas y las metió en la maleta, junto con su vieja mochila y sus gafas. «Espera aquí, pero mira hacia la carretera -dijo él-. Encenderá una luz roja dos veces.» Hacía menos de cinco minutos que él se había marchado cuando la vio titilar al otro lado de los árboles. «¡Albricias, un amigo al fin!»
26
El Jalil la cogió por el brazo y casi la arrastró hasta el brillante coche nuevo, porque ella sollozaba y temblaba tanto que no era capaz de andar normalmente. Después de las humildes ropas de un conductor de furgoneta, él daba la sensación de haberse puesto el disfraz completo del intachable gerente alemán: abrigo negro ligero, camisa y corbata, cabello cepillado y peinado hacia atrás. Abriendo la puerta, se quitó el abrigo y cubrió con él solícitamente los hombros de la muchacha, como si se tratara de un animal enfermo. Ella no tenía la menor idea de cómo él esperaba que se comportase, pero se le veía menos impresionado que respetuoso de su estado. El motor ya estaba en marcha. Puso la calefacción en su punto máximo.
- Michel estaría orgulloso de ti -dijo él amablemente, y la observó durante un instante a la luz del interior del coche.
Ella inició una respuesta, pero en lugar de completarla volvió a romper en sollozos. El hombre le tendió un pañuelo, que ella cogió con las dos manos, retorciéndolo entre los dedos, mientras las lágrimas caían y caían. Le permitieron hablar al llegar a la parte baja de la colina boscosa.
- ¿Qué ocurrió? -susurró.
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