John Le Carre - La chica del tambor

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La chica del tambor: краткое содержание, описание и аннотация

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El se había detenido junto a un granero y había encendido los faros. Miraba su reloj. Más abajo, en el camino, una linterna destelló dos veces. Se inclinó por sobre ella y abrió la puerta del lado de la muchacha.

- Su nombre es Franz, y tú le dirás que eres Margaret. Buena suerte.

La noche era húmeda y tranquila, las farolas del antiguo centro de la ciudad pendientes sobre ella como lunas blancas enjauladas con sus soportes de hierro. Había preferido que Franz la dejase en la esquina porque quería atravesar el puente a pie antes de hacer su entrada. Quería dar la impresión de estar sin aliento, como quien llega del aire libre, y el pellizco del frío en el rostro, y el odio en el fondo de su mente. Estaba en una callejuela, entre andamios bajos, que se cerraba sobre ella como un largo y estrecho túnel. Pasó ante una galería de arte llena de autorretratos de un joven rubio, desagradable, de gafas, y ante otra, cercana a la primera, con paisajes idealizados en que el muchacho no entraría jamás. Las pintadas chillaban delante de ella, pero no logró entender una palabra hasta que leyó «Jodida América». «Gracias por la traducción», pensó. Volvía a estar en un espacio abierto, subiendo unos escalones de cemento sobre los que se había echado arena para derretir la nieve, pero que aún eran resbaladizos bajo los pies. Llegó al último y vio las puertas de cristal de la biblioteca de la universidad a su izquierda. Las luces permanecían encendidas en el café de los estudiantes. Rachel y un muchacho estaban sentados junto a la ventana, tensos. Dejó atrás el primer poste totémico de mármol y se encontró en el paseo arbolado, muy por encima de la carretera que llevaba al lado opuesto. Ya la sala de conferencias se alzaba ante ella, su piedra de color de fresa se tornaba carmesí violento por la luz de los focos. Los coches iban subiendo; los primeros componentes del público llegaban, trepando los cuatro peldaños de la entrada del frente, deteniéndose para estrecharse las manos y felicitarse los unos a los otros por su enorme eminencia. Una pareja de funcionarios de seguridad examinaba superficialmente los bolsos de las mujeres. Ella siguió andando. «La verdad te hará libre.» Dejó atrás el segundo poste totémico, acercándose a la escalera por la que podría bajar.

La cartera pendía en su mano derecha y la sintió rozándole el muslo. Una ululante sirena policial hizo que los músculos de su espalda se contrajeran de terror, pero siguió andando. Dos motocicletas de la policía con luces azules giratorias subieron, escoltando un Mercedes negro brillante con un gallardete. Habitualmente, cuando pasaban grandes automóviles, ella volvía la cabeza, para no dar a los ocupantes la satisfacción de ser observados; pero esta noche era diferente. Esta noche podía andar con orgullo; tenía la respuesta en la mano. De modo que los observó y fue recompensada por el fugaz vislumbre de un hombre de tez rojiza, sobrealimentado, con traje negro y corbata plateada; y una esposa malhumorada con tres papadas y una piel de mink. «Para las grandes mentiras necesitamos, naturalmente, grandes públicos», recordó. Se encendieron luces de filmación y la importante pareja ascendió hacia las puertas de cristal, admirada por al menos tres viandantes. «Pronto, bastardos -pensó ella-, pronto.»

Al final de la escalinata giró a la derecha. Lo hizo y siguió andando hasta llegar a la esquina. «Puedes estar segura de que no caerás al río -había dicho Helga, añadiendo un toque de humor-: las bombas de El Jalil no son a prueba de agua, Charlie, ni tú tampoco.» Giró hacia la izquierda y comenzó a rodear el edificio, siguiendo un camino de grava sobre el cual la nieve no había logrado cuajar. El pavimento se ensanchaba y se convertía en un patio, y en el centro de éste, junto a un grupo de tiestos de cemento, había un coche de policía. Ante él, dos agentes uniformados se pavoneaban en mutuo espectáculo, estirándose las botas y riendo, y miraban con mal gesto a quien se atreviera a observarlos. Estaba a menos de quince metros de la puerta lateral, y empezó a sentir la calma que estaba esperando: la sensación, casi de levitación, que la invadía cuando salía a escena y dejaba atrás sus otras identidades, en el camerino. Era Imogen, de Sudáfrica, de gran coraje, de escasa gracia, apresurándose a asistir a un gran héroe liberal. Estaba azorada -diablos, estaba mortalmente azorada-, pero iba a hacer lo debido o a quebrarse. Había llegado a la puerta lateral. Estaba cerrada. Probó el pomo, pero éste no giró. Indecisión. Puso la palma de la mano sobre el panel y empujó, pero el panel no se movió. Retrocedió y miró la puerta, luego buscó a su alrededor a alguien que la ayudara; para entonces, los dos policías habían dejado de flirtear y la contemplaban con suspicacia, pero sin acercarse.

Telón arriba. A escena.

- Digo, disculparme -se dirigía a ellos-. ¿Hablan ustedes inglés?

Ellos aún no se habían movido. Si había una distancia que cubrir, dejaban que fuese ella quien la recorriera. No era más que una ciudadana, después de todo, y una mujer, por lo demás.

- Dije si hablaban inglés. Englisch… sprechen Sie? Alguien tiene que entregar esto al profesor. Inmediatamente. ¿Vendrán ustedes hasta aquí, por favor?

Ambos fruncieron el ceño, pero sólo uno se aproximó a ella. Lentamente, como convenía a su dignidad.

- Toilette nicht hier -barbotó, y señaló con la cabeza el camino por el que ella había venido.

- No me interesa el servicio. Quiero encontrar a alguien que entregue esta cartera al profesor Minkel. Minkel -repitió, y mostró la cartera, alzándola.

El policía era joven y no reparaba en la juventud. No cogió la cartera de la muchacha, pero se la hizo sostener mientras él manipulaba la cerradura y se aseguraba de que no se podía abrir.

«¡Oh, jovencito! -pensó ella-. Acabas de suicidarte y todavía me miras con el ceño fruncido.»

- Offnen! -ordenó él.

- No puedo abrirla. Está cerrada. -Permitió la entrada en su voz de una nota de desesperación-. Es del profesor, ¿entiende? Por lo que sé, contiene las notas para la conferencia. La necesita para esta noche. -Volviéndose, golpeó violentamente la puerta-. ¿Profesor Minkel? Soy yo, Imogen Baastrup, de Wits. ¡Oh, Señor!…

El segundo policía se había acercado a ellos. Era de más edad y de tez oscura. Charlie recurrió a su mayor sabiduría.

- Bien, ¿habla usted inglés acaso? -dijo. En el mismo momento, la puerta se entreabrió unos pocos centímetros y un rostro de macho cabrío la observó con curiosidad y profunda desconfianza. Comentó algo en alemán al policía más próximo, y Charlie captó la palabra «Amerikanerin» en su respuesta.

- No soy norteamericana -replicó, casi a punto de echarse a llorar- Me llamo Imogen Baastrup, soy sudafricana y le traigo la cartera del profesor Minkel. La dejó olvidada. ¿Tendría usted la amabilidad de entregársela inmediatamente? Porque estoy segura de que se encuentra desesperado por ella.!Por favor!

La puerta se abrió lo suficiente como para revelar el resto de la persona: un hombre mofletudo, con aspecto de mayordomo, de sesenta años o más, con traje negro. Estaba muy pálido y, para el ojo secreto de Charlie, también muy asustado.

- Señor, ¿habla usted inglés? ¿Si? ¿Lo habla?

No solamente lo hablaba, sino que también juraba en él. Porque dijo «Lo hablo» con una solemnidad tal que, en ese punto, no podría retroceder en el resto de sus días.

- Entonces me hará el favor de entregar esto al profesor Minkel y saludarle de parte de Imogen Baastrup y decirle que el hotel cometió un error estúpido, y que me hace muchísima ilusión el escucharle esta noche…

Le tendió la cartera, pero el mayordomo se negó a cogerla. Miró a los policías que estaban tras ella y pareció recibir alguna débil señal de asentimiento por parte de ellos; volvió a mirar la cartera, y luego a Charlie.

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