John Le Carre - La chica del tambor
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- Tayeh es un gran hombre -dijo él, quizá dando a entender que Michel no lo era. La bombilla se encendió-. El circuito está bien -anunció y, de detrás de ella, con delicadeza, cogió los tres trozos de explosivo-. Tayeh y yo… hemos muerto juntos. ¿Te contó Tayeh ese incidente? -preguntó, mientras, con la ayuda de Charlie, comenzaba a sujetar los explosivos, en un solo grupo, mediante cinta aislante, muy fuertemente.
- No.
- Los sirios nos atraparon… Corta aquí. Primero nos dieron una paliza. Esto es lo corriente. Ponte de pie, por favor. -De la caja había extraído una vieja manta parda, que la muchacha sostuvo firmemente ex tendida ante el pecho, mientras él, hábilmente, la cortaba a tiras. Sus rostros, a uno y, otro lado de la manta, estaban muy próximos. Ella percibía la cálida dulzura del cuerpo árabe del hombre.
- En el curso de la paliza se irritaron muchísimo, de modo que decidieron rompernos todos los huesos. Primero los dedos, luego los brazos, luego las piernas. Después nos quebraron las costillas con los fusiles.
La punta del cuchillo que atravesaba la manta estaba a pocos centímetros del cuerpo de ella. El cortaba rápida y limpiamente, como si la manta fuese alguien a quien hubiera dado caza y asesinado.
- Cuando terminan con nosotros, nos dejan en el desierto. Estoy contento. ¡Al menos, moriremos en el desierto! Pero no llegamos a morir. Una patrulla de nuestros comandos nos encuentra. Durante tres meses, Tayeh y El Jalil yacen el uno junto al otro en el hospital. Muñecos de nieve. Cubiertos de escayola. Tenemos algunas conversaciones interesantes, nos hacemos muy amigos, leemos juntos algunos buenos libros.
Plegando las tiras y acumulándolas en pulcras pilas militares, El Jalil se dirigió a la cartera negra y barata de Minkel, respecto de la cual observó por vez primera que estaba abierta por la parte posterior, por los goznes, en tanto los cierres delanteros permanecían firmemente abrochados. Una a una, dispuso en el interior las tiras dobladas, hasta construir una plataforma mullida para que la bomba descansara sobre ella.
- ¿Sabes qué me dijo Tayeh una noche? -preguntó como solía hacerlo-. «El Jalil», dijo «¿por cuánto tiempo más vamos a seguir representando el papel de buenos chicos? Nadie nos ayuda, nadie nos agradece. Pronunciamos grandes discursos, enviamos buenos oradores a las Naciones Unidas y, si esperamos otros cincuenta años, quizá nuestros nietos, si es que están vivos, alcancen un pequeño, trozo de justicia…» -Interrumpiéndose, le indicó cómo sería el trozo, con los dedos de la mano buena-. «Entretanto, nuestros hermanos árabes nos matan, los sionistas nos matan, los falangistas nos matan, y aquellos de nosotros que permanecen con vida entran en su diáspora. Como los armenios. Como los propios judíos.» -Su expresión pasó a reflejar astucia-. «Pero si fabricamos unas cuantas bombas…, matamos unas pocas personas…, hacemos una carnicería, durante sólo dos minutos de historia…»
Sin terminar la frase, tomó el artefacto y, solemnemente, con gran precisión, lo introdujo en el maletín.
- Necesito gafas -explicó con una sonrisa, y movió la cabeza como un viejo-. Pero ¿dónde iría a buscarlas… un hombre como yo?
- Si fuiste torturado como Tayeh, ¿por qué no cojeas como Tayeh? -preguntó ella, levantando súbitamente la voz en su nerviosismo.
Delicadamente, él separó la bombilla de los cables, dejando los extremos pelados libres para ser conectados al detonador.
- No cojeo debido a que he rogado a Dios para que me diese fuerzas, y Dios me las ha dado para que pudiese combatir a mi verdadero enemigo y no a mis hermanos árabes.
Entregó el detonador a la muchacha y la observó con satisfacción, mientras ella lo unía al circuito. Cuando hubo terminado, él recogió el cable sobrante y, con un movimiento hábil, casi inconsciente, lo enrolló cual si de lana se tratase en torno a las puntas de sus dedos muertos, formando un ovillo. Después envolvió el conjunto con la misma hebra, haciéndole dar dos vueltas en sentido transversal, a modo de cinturón.
- ¿Sabes lo que me escribió Michel antes de morir? ¿En su última carta?
- No, El Jalil, no lo sé -replicó ella, mientras le miraba colocar el ovillo en la cartera.
- ¿Decías?
- No. Decía que no, que no lo sé.
- ¿En la carta enviada tan sólo unas horas antes de morir? «La amo. Ella no es como las demás. Es cierto que cuando la conocí tenía la conciencia paralizada de un europeo.» Aquí, sujeta el reloj, por favor, «… y también que era una puta. Pero ahora es árabe en lo hondo de su alma, y un día la mostraré a nuestra gente y a ti.»
Faltaba la trampa explosiva, y para ella debían trabajar en aún mayor intimidad, por cuanto la labor requería que ella hiciera pasar un trozo de cable de acero a través del tejido de la tapa, de forma tal que él la sostuvo todo lo bajo que le fue posible, mientras la muchacha, con sus pequeñas manos, llevaba el cable hasta el clavijero con las pinzas. Esta vez, cautelosamente, él volvió a acercar el artilugio al lavamanos y, dándole la espalda, repuso las bisagras, soldándolas por ambos lados. Habían pasado el punto desde el cual aún era posible retornar.
- ¿Sabes que le dije una vez a Tayeh?
- No.
- «Tayeh, amigo mío, nosotros, los palestinos, somos muy indolentes en nuestro exilio. ¿Por qué no tenemos palestinos en el Pentágono? ¿Ni en el Departamento de Estado? ¿Por qué todavía no controlamos el New York Times, Wall Street, la CIA? ¿Por qué no estamos haciendo películas en Hollywood acerca de nuestra gran lucha, ni se nos elige para la alcaldía de Nueva York ni para la presidencia del Tribunal Supremo? ¿Qué es lo que no hacemos bien, Tayeh? ¿Por qué carecemos de espíritu de empresa? No basta con que los nuestros lleguen a ser doctores, científicos, profesores. ¿Por qué no mandamos en Estados Unidos también? ¿Por eso tenemos que emplear bombas y armas?
Estaba de pie ante ella y sujetaba la cartera por el asa, como un buen viajante de comercio.
- ¿Sabes qué debemos hacer?
Ella no lo sabía.
- Marchar. Todos. Antes de que acaben con nosotros definitiva-mente. -Ofreciéndole el antebrazo, la ayudó a ponerse en pie-. De Estados Unidos, de Australia, de París, de Jordania, de Arabia Saudí, del Líbano…, de todos los lugares del mundo en que haya palestinos. Embarcamos hacia las fronteras. Aviones. Millones de nosotros. Como una gran marea a la que nadie pueda hacer retroceder. -Tendió la cartera a la muchacha y comenzó a reunir rápidamente sus herramientas y a colocarlas en la caja-. Entonces, todos juntos, marchamos hacia nuestra patria, reclamamos nuestras casas y nuestras granjas y nuestras aldeas, aun cuando tengamos que derribar sus ciudades e instalaciones y kibutzim para dar con ellas. No funcionaría. ¿Sabes por qué no? Ellos nunca vendrían.
Se dejó caer en cuclillas, examinando la alfombra raída en busca de señales reveladoras.
- Nuestros ricos no serían capaces de soportar su propio descenso en las condiciones socioeconómicas de vida -explicó, destacando irónicamente la jerga-. Nuestros mercaderes no abandonarían sus bancos y tiendas y despachos. Nuestros doctores no dejarían sus elegantes clínicas, ni los abogados sus prácticas corruptas, ni nuestros académicos sus cómodas universidades. -Estaba de pie ante ella, y su sonrisa era un triunfo sobre todo su dolor-. De modo que los ricos hacen dinero y los pobres luchan. ¿Acaso alguna vez fue distinto?
Ella le precedió escaleras abajo. Fue la salida de una furcia con su cajita de afeites. La furgoneta de Coca-cola seguía en el patio, pero ella pasó de largo ante el vehículo, como si nunca en su vida lo hubiese visto, y subió a un Ford de modelo rural, un diesel con balas de paja atadas encima. Se sentó junto a él. Nuevamente, colinas. Pinos cargados por un lado de nieve húmeda y fresca. Instrucciones, en el mismo estilo que las de Joseph: «Charlie, ¿entiendes?» «Si, El Jalil, entiendo.» «Entonces, repítemelo.» Ella lo hizo. «Es por la paz, recuérdalo.» «Lo recordaré, El Jalil; lo recordaré: por la paz, por Michel, por Palestina; por Joseph y El Jalil; por Marty y la revolución y por Israel, y por el teatro de lo real.»
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