John Le Carre - La chica del tambor

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La chica del tambor: краткое содержание, описание и аннотация

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- Venga por aquí -dijo, como un acomodador de teatro que ganase sus diez libras por noche, y se hizo a un lado para dejarla entrar.

Ella se puso pálida. Esto no estaba en el guión. Ni en el de El Jalil, ni en el de Helga, ni en ningún otro. ¿Qué ocurriría si Minkel la abría ante sus propios ojos?

- ¡Oh, no, no puedo hacer eso! Tengo que ocupar mi lugar en el auditorium. ¡Y aún no he comprado mi billete!!Por favor!

Pero el hombre con aspecto de mayordomo también tenía sus órdenes, y tenía sus temores, porque cuando ella le alcanzó la cartera se apartó dando un salto, como si quemara.

La puerta se cerró; estaban en un pasillo a lo largo de cuyo techo corrían cañerías revestidas. Por un instante, trajeron a la memoria de la muchacha los tubos en lo alto de la Villa Olímpica. Su renuente escolta la precedía. Ella percibía olor a aceite y oía el trueno reprimido de una caldera; una oleada de calor en el rostro la llevó a pensar en desmayarse o marearse. El asa de la cartera le hacía sangre, sentía el cálido limo salir gota a gota por entre sus dedos.

Habían llegado a una puerta en que ponía «Vorstrand». El hombre con aspecto de mayordomo golpeó en ella y llamó: «¡Oberhauser! ¡Schnell!» Mientras él hacía esto, la muchacha miró hacia atrás y vio a dos jóvenes bien parecidos, vestidos con chaquetas de piel, en el pasillo, tras ella. Estaban armados. «¡Cristo todopoderoso!, ¿qué es esto?» La puerta se abrió. Oberhauser entró primero e inmediatamente se hizo a un lado, como desconociéndola. Se encontraba en un plató de Journey's End. Los bastidores y los camerinos estaban protegidos con sacos de arena; grandes trozos de entretela revestían el cielo raso, sostenidos en su lugar por alambres. Los sacos de arena hacían las veces de barrera, trazando un camino en zigzag a partir de la puerta. En el centro del escenario había una mesita de café baja con una bandeja con bebidas. Junto a ésta, en un sillón bajo, estaba sentado Minkel, como una figura de cera, con los ojos clavados en ella. Frente a él, su esposa, y junto a él, una alemana rechoncha con una estola de piel que Charlie tomó por mujer de Oberhauser.

Más allá de los genios, y preparándose entre bastidores, en medio de los sacos de arena, estaba el resto del equipo, en dos grupos distintos, sus portavoces hombro con hombro en el centro. El equipo local estaba encabezado por Kurtz; a la izquierda de éste había un hombre agradable, de mediana edad, de rasgos poco definidos, que permitieron a Charlie olvidar rápidamente a Alexis.

Próximos a Alexis estaban sus jóvenes lobos, con sus rostros hostiles vueltos hacia ella. Enfrente de ellos había partes de la familia que la muchacha ya conocía, con desconocidos agregados, y la oscuridad de sus facciones judías, en contraste con las de sus equivalentes alemanes, componía una de esas imágenes que se mantendrían en su memoria mientras viviera. Kurtz, el director de circo, tenía el dedo sobre los labios y la muñeca izquierda alzada para escrutar la esfera de su reloj.

Comenzó a decir «¿Dónde está?», y entonces, con una ráfaga de júbilo y de cólera, le vio, apartado de todos, como de costumbre, el agobiado y solitario productor en la noche del estreno. Aproximándose a ella rápidamente, se situó ligeramente a un lado, abriéndole camino hacia Minkel.

- Di tu parlamento para él, Charlie -le indicó serenamente-. Di lo que hayas de decir e ignora a todos cuantos no estén en el reparto. -Y lo único que ella necesitaba era el sonido de la claqueta al cerrarse ante su rostro.

La mano de él se acercó a la de ella, que sentía el vello del hombre en contacto con su piel. Hubiese deseado decir: «Te amo… ¿Cómo eres?» Pero había que recitar otro texto, así que inspiró pro-fundamente y lo recitó, porque aquél era, después de todo, el nombre de su relación.

- Profesor, ha sucedido algo terrible -empezó con ímpetu-. Los estúpidos del hotel enviaron su cartera a mi habitación con mi equipaje; me vieron hablando con usted, supongo, y allí estaba mi equipaje y estaba su equipaje, y de alguna forma ese chiquillo tonto se metió en la tonta cabeza que ésta era mi cartera…

Se volvió hacia Joseph para decirle que se le había terminado el texto.

- Entregue la cartera al profesor -ordenó él.

Minkel estaba de pie, sin expresión alguna en el rostro y perdido en sus pensamientos, como un hombre al que se le comunica una larga condena a prisión. Minkel se desvivía por sonreír. Las rodillas de Charlie estaban paralizadas, pero, con la mano de Joseph en el codo, se las arregló para lanzarse hacia adelante, alcanzando la maleta al hombre mientras pronunciaba algunas líneas más.

- Sólo que yo no la vi hasta hace media hora, la metieron en el armario y mis vestidos, colgados, la ocultaban; entonces, cuando la vi y leí la etiqueta, estuve a punto de desmayarme…

Minkel hubiese cogido la cartera, pero tan pronto como ella se la ofreció, otras manos la hicieron desaparecer en el interior de una gran caja negra dispuesta en el suelo, de la que salían como serpientes gruesos cables. De pronto, todos parecieron asustarse de ella y se refugiaron tras los sacos de arena. Los fuertes brazos de Joseph la llevaron a reunirse con él; con una mano la obligó a bajar la cabeza hasta que ella se encontró mirándose la cintura. Pero no antes de que hubiese visto a un buzo enfundado en un pesado traje blindado, que se aproximaba a la caja. Llevaba un casco con un espeso visor de vidrio y, debajo de éste, un tapabocas de cirujano para evitar empañarlo desde el interior. Una orden que llegó amortiguada conminó al silencio; Joseph la había atraído junto a sí y la sofocaba con su cuerpo. Otra orden determinó un alivio general; las cabezas volvieron a elevarse, pero él siguió sujetándola allí abajo. Ella oyó sonidos de pies con metódica prisa y, cuando al fin el hombre la liberó, vio a Litvak alejarse con precipitación, con lo que evidentemente era una bomba de su propia fabricación, mucho más tosca que la de El Jalil, con cables aún sin conectar que pendían de ella. Entretanto, Joseph la guiaba firmemente de regreso al centro de la habitación.

- Prosigue con tus explicaciones -le ordenó al oído-. Estabas contando cómo leíste la etiqueta. Continúa a partir de allí. ¿Qué hiciste?

Inspiración profunda. El parlamento se reanuda:

- Entonces, cuando pregunté en recepción, me dijeron que usted estaría fuera durante la noche, que tenía su conferencia en la universidad; de modo que cogí un taxi y…, quiero decir que no sé cómo me podrá perdonar. Mire: debo marcharme. Buena suerte, profesor, que pronuncie un gran discurso.

A una señal de Kurtz, Minkel había sacado un llavero del bolsillo y fingía buscar una llave, si bien no tenía cartera que abrir. Pero Charlie, bajo la apremiante dirección de Joseph, ya se alejaba hacia la puerta, en parte andando, en parte arrastrada por el brazo con que él le rodeaba el talle.

«No lo haré, Joseph; no puedo, he agotado mi coraje, como tú dijiste. No me dejes ir, Joseph, no.» Oyó a sus espaldas órdenes apagadas y los sonidos de pasos precipitados mientras todo el mundo parecía batirse en retirada.

- Dos minutos -gritó Kurtz tras ellos, a modo de advertencia. Se hallaban nuevamente en el corredor con los dos jóvenes bien parecidos y sus armas.

- ¿Dónde le encontraste? -preguntó Joseph en voz baja y con tono seco.

- En un hotel llamado Edén. Una especie de casa de citas, en las lindes de la ciudad. Cerca de una farmacia. Tiene una furgoneta de Coca-cola, de color rojo. FR ocho-nueve-seis- dos-dos-cuatro. Y un turismo Ford. No he retenido el número de matrícula.

- Abre tu bolso.

Ella lo abrió. Rápidamente, tal como él hablaba. Extrayendo del interior del bolso el pequeño transmisor de pulsera de la muchacha, lo remplazó por uno similar, procedente de su propio bolsillo.

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