John Le Carre - La chica del tambor
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- ¿Aún lamentas lo que has hecho? -preguntó él, con total desapego, como si preguntase: «¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?»
- Son unos cerdos -dijo ella, completamente en serio-. Despiadados, sanguinarios…
Comenzó a sollozar nuevamente, pero se contuvo a tiempo. El tenedor y el cuchillo temblaban tanto, que se vio obligada a dejarlos. Oyó pasar un coche, ¿o era un avión? «Mi bolso -pensó caóticamente-, ¿dónde lo he dejado?» En el cuarto de baño, lejos de sus entrometidos dedos. Volvió a coger el tenedor y vio el hermoso e indomado rostro de El Jalil, que la estudiaba desde el otro lado del canal de la luz de las velas exactamente en la misma forma en que lo había hecho Joseph en la cima de la colina de Delfos.
- Quizá te estés esforzando demasiado por odiarlos -sugirió él, a modo de remedio.
Era la peor comedia que había representado jamás, y la peor de las cenas en que había participado. Su ansiedad por quebrar la tensión era tan grande como su ansiedad por quebrarse. «Esto es lo que Joseph te ha enviado. Cógelo.»
Se puso en pie y oyó cómo su cuchillo y su tenedor caían ruidosamente al suelo. Apenas si alcanzaba a ver al hombre a través de las lágrimas de su desesperación. Comenzó a desabrocharse el vestido, pero sus manos estaban tan confusas que no logró servirse de ellas. Rodeó la mesa hacia donde se encontraba él, que ya se estaba levantando cuando ella le invitó a hacerlo. Los brazos del hombre la estrecharon; la besó y luego la alzó y la llevó al dormitorio como si se tratase de un camarada herido. La dejó sobre la cama y de pronto, Dios sabe por qué desesperado proceso químico de su mente y de su cuerpo, ella lo poseyó a él. Se vio encima de él, desnudándole; le metió dentro de sí como si fuese el último hombre sobre la tierra, en el último día de la tierra; para su propia destrucción y para la de él. Se vio devorándole, succionándole, llenando de él los aullantes espacios vacíos de su culpa y de su soledad. Se vio sollozando, se vio gritándole, llenando de él su propia boca mentirosa, forzándole a volverse para borrar bajo el peso del cuerpo del hombre toda huella de sí misma y del recuerdo de Joseph. Le sintió en su paroxismo, pero le ciñó y le retuvo en son de reto en su interior hasta mucho después de que sus movimientos hubiesen cesado, los brazos cerrados en torno de él, como ocultándose de la tormenta que se avecinaba.
No estaba dormido, pero ya dormitaba. Yacía con el cabello negro desordenado sobre el hombro de ella, el brazo bueno descansando descuidadamente sobre sus pechos.
- Salim era un muchacho de suerte -murmuró, con una sonrisa en la voz-. Una chica como tú es una buena causa para morir por ella.
- ¿Quién dice que murió por mí?
- Tayeh dice que era posible.
- Salim murió por la revolución. Los sionistas volaron su coche.
- El se voló. Leímos muchos informes policiales alemanes sobre el incidente. Yo le dije que nunca fabricara bombas, pero no me obedeció. No tenía talento para esa tarea. No era un luchador por naturaleza.
- ¿Qué ha sido ese ruido? -dijo ella, apartándose bruscamente de él.
Era un ruido sordo, como un crujir de papel, una sucesión de sonidos aislados, y luego, nada. Imaginó un automóvil deslizándose suavemente sobre la grava con el motor parado.
- Alguien que pesca en el lago -dijo El Jalil.
- ¿A esta hora de la noche?
- ¿Nunca has pescado de noche? -rió él, amodorrado-. ¿Nunca has salido al mar en un pequeño bote, con una lámpara, para atrapar peces con tus propias manos?
- Despierta. Háblame.
- Mejor dormir.
- No puedo. Tengo miedo.
El empezó a contar la historia de una misión nocturna que había llevado a cabo en Galilea largo tiempo atrás, con otros dos hombres. Cómo cruzaban el mar en un bote de remos, y era tan hermoso que perdieron toda noción de aquello por lo que se encontraban allí, y, en cambio, se pusieron a pescar. Ella le interrumpió.
- No era un bote -insistió-. Ha sido un coche, he vuelto a oírlo. Escucha.
- Es un bote -dijo él soñoliento.
La luna había encontrado un espacio entre las cortinas, y brillaba sobre el piso. Levantándose, ella fue hasta la ventana y, sin tocar las cortinas, miró hacia afuera. Había pinos por todas partes; la luna sobre el lago era como una escalera blanca que bajara hasta el centro del mundo. Pero no había bote alguno en ninguna parte, ni luz alguna para atraer a los peces. Regresó a la cama y él deslizó el brazo derecho sobre su cuerpo, atrayéndola hacia sí; pero, al percibir su resistencia, gentilmente, se apartó, volviéndose con languidez sobre la espalda.
- Háblame -volvió a decir ella-. El Jalil, despierta. -Le sacudió violentamente, luego lo besó con desespero en los labios-. ¡Despierta! -repitió.
Así que despertó para ella, porque era un hombre amable, y la había escogido como hermana.
- ¿Sabes qué llamaba la atención en tus cartas a Michel? -preguntó. El arma. «Desde ahora, soñaré con tu cabeza sobre mi almohada, y tu pistola debajo»… Palabras de amante, hermosas palabras de amante.
- ¿Por qué llamaba la atención? Dímelo.
- Tuve con él una conversación exactamente igual a ésta una vez. Precisamente sobre este mismo tema. «Oye, Salim», le dije. «Sólo los cowboys duermen con sus pistolas debajo de la almohada. Aunque no recuerdes ninguna de las cosas que te he enseñado, recuerda ésta. Cuando estés acostado, ten la pistola a un lado de la cama, donde puedas ocultarla mejor, y donde tienes la mano. Aprende a dormir así. Aun cuando duermas con una mujer.» Dijo que lo recordaría. Siempre me lo prometía. Luego, olvidaba. 0 encontraba una nueva mujer. 0 un nuevo coche.
- Entonces rompía las reglas, ¿no? -dijo ella, cogiendo la mano enguantada del hombre, considerándola en la penumbra, pellizcando uno a uno los dedos muertos. Eran de algodón, todos, menos el más pequeño y el pulgar.
- ¿Cómo te ocurrió esto? -inquirió ella con prontitud-. ¿Fueron los ratones? ¿Cómo sucedió? Despierta.
Le llevó largo tiempo responder:
- Un día, en Beirut… Yo soy un poco tonto, como Salim. Estoy en el despacho, llega la correspondencia, tengo prisa, espero cierto paquete, lo abro. Fue un error.
- ¿Así? ¿Cómo es posible? Lo abriste y había un explosivo, ¿no es eso? Te voló los dedos. ¿Y qué pasó con la cara?
- Cuando desperté, en el hospital, estaba Salim. ¿Sabes una cosa? Estaba muy contento de que yo hubiese cometido una estupidez. «La próxima vez, antes de abrir un paquete, muéstramelo o lee las señas», dice. «Si viene de Tel Aviv, mejor que lo devuelvas al destinatario.»
- ¿Por qué haces tus propias bombas, entonces? ¿Si sólo tienes una mano?
La respuesta estuvo en el silencio. En la quietud crepuscular del rostro del hombre, vuelto hacia ella, con su mirada fija, franca y grave de luchador. En todo lo que ella había visto desde la noche en que firmara contrato con el teatro de lo real. «¡Por Palestina, vale! ¡Por Israel! ¡Por Dios! ¡Por mi sagrado destino! Para devolver a los bastardos lo que los bastardos me hicieron a mí. Para reparar la injusticia. Con injusticia. Hasta que todo lo justo vuele hecho añicos, y la justicia sea finalmente libre de separarse de los escombros y recorrer las calles despobladas.»
De pronto, él le preguntaba a ella. Y ya sin encontrar oposición.
- Cariño -susurró ella-. El Jalil. ¡Oh, Cristo! ¡Oh, cariño! Por favor.
Y todas las demás cosas que dicen las putas.
Amanecía, pero ella aún no le dejaría dormir. A la pálida luz del día, una exaltación insomne la poseía. Con besos, con caricias, se valía de todas las artes que conocía para regalarle con su presencia y mantener su pasión ardiente. «Eres el mejor -le susurraba-, y yo nunca gano primeros premios. El más fuerte, el más valiente, el más inteligente de los amantes que tuve jamás. ¡Oh, El Jalil, El Jalil! ¡Cristo! ¡Oh, por favor!» «¿Mejor que Salim?», preguntó él. «Más paciente que Salim, más mimoso, más agradecido. Mejor que Joseph, que me envió a ti en una bandeja.»
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