John Le Carre - La chica del tambor
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Kurtz discutió también con Charlie las formas de explicar su brusca desaparición de Londres, y ella convino pasivamente en una historia en que se mezclaban el temor al acoso policial, un ligero colapso nervioso, y un amante misterioso al que habría conocido tras su estancia en Mikonos, un hombre casado que la había invitado a bailar y que finalmente se había desembarazado de ella. Cuando comenzó a adiestrarla en esto, y presumiblemente a probarla en aspectos menores, ella se puso pálida y se echó a temblar. Una manifestación similar tuvo lugar cuando Kurtz le anunció, no sin cierta falta de prudencia, que «el más alto nivel» había decidido que ella podría pedir la ciudadanía israelí en el momento en que lo deseara, por el resto de su vida.
- Dale esto a Fatmeh -dijo de pronto, y Kurtz, que para entonces tenía entre manos una cantidad de nuevos asuntos, hubo de consultar el fichero para recordar quién era Fatmeh, o quién había sido.
En cuanto a su carrera, dijo Kurtz, había algunas cosas apasionantes esperándola para cuando se sintiera dispuesta a enfrentarse con ellas. Un par de importantes productores de Hollywood se habían interesado sinceramente por Charlie durante su ausencia, y esperaban con ansiedad que ella regresara a la Costa e hiciera algunas pruebas de cámara. Uno de ellos, a decir verdad, tenía en reserva un pequeño papel, que le parecía muy probablemente adecuado para ella; Kurtz no conocía más detalles. Y también estaban sucediendo algunas cosas buenas en los escenarios teatrales de Londres.
- Yo sólo quiero regresar a donde estaba -dijo Charlie. Kurtz respondió que eso podía arreglarse, querida, sin ningún problema.
El psiquiatra era un joven brillante de ojos risueños y con un pasado militar, y no se sentía en absoluto inclinado al autoanálisis ni a ninguna otra clase de tenebrosa introspección. En realidad, parecía tener menos interés en hacerla hablar que en convencerla de que no debía hacerlo; en su profesión, debe de haber sido un hombre muy discutido. La llevó a pasear en su coche, primero por los caminos costeros, luego hasta Tel Aviv. Pero cuando, imprudentemente, señaló algunas de las pocas hermosas casas árabes antiguas que habían sobrevivido al desarrollo, Charlie empezó a balbucear de ira. La llevó a restaurantes discretos, nadó con ella y llegó a echarse a su lado en la playa y a darle un poco de conversación, hasta que ella le dijo, con un extraño temblor en la voz, que preferiría hablar con él en su despacho. Cuando supo que a ella le gustaba montar, pidió caballos, y pasaron un gran día cabalgando, durante el cual la muchacha pareció olvidarse por entero de sí misma. Pero al día siguiente volvió a estar demasiado quieta para el gusto de él, y le dijo a Kurtz que esperara al menos otra semana. Y, en efecto, aquella misma noche ella tuvo un prolongado e inexplicado ataque de vómitos, que resultaba de lo más insólito si se tomaba en cuenta lo poco que comía.
Vino Rachel, que había reanudado sus estudios en la universidad, y se mostró franca y dulce y relajada, completamente distinta de la versión, más dura, que Charlie había conocido en Atenas. También Dimitri había vuelto a estudiar, dijo; Raoul estaba considerando la posibilidad de hacer la carrera de medicina y quizá llegar a ser médico militar; por otra parte, tal vez reanudara arqueología. Charlie sonrió con amabilidad ante estas noticias de matiz familiar: Rachel dijo a Kurtz que había sido como hablar con la abuelita. Pero en definitiva, ni sus orígenes en el País del Norte, ni sus alegres modales de inglesa de clase media consiguieron el impacto deseado en Charlie y, al cabo de un rato, aunque gentilmente, ésta le preguntó si podría hacerle el favor de dejarla sola nuevamente.
Entretanto, en el servicio de Kurtz se había agregado cierto número de valiosas lecciones a la gran suma de conocimientos técnicos y humanos que formaban el tesoro de sus muchas operaciones. Los no judíos, a pesar del lógico prejuicio existente en contra suya, no sólo eran utilizables, sino, en ocasiones, esenciales. Una muchacha judía jamás hubiese podido desenvolverse tan eficazmente en el terreno intermedio. Los técnicos también estaban fascinados por el funcionamiento de las pilas en el radio-reloj; nunca es demasiado tarde para aprender. Una historia expurgada del caso fue preparada rápidamente para su uso en los entrenamientos, y surtió gran efecto. En un mundo perfecto, se sostenía, el oficial del caso debía haber advertido al hacer el cambio que las pilas no correspondían al modelo del agente. Pero al menos las reunió en grupos de dos cuando la señal local cesó, y resolvió el problema inmediatamente. El nombre de Becker, claro está, no aparecía en ninguna parte; en forma totalmente independiente de las cuestiones de seguridad, Kurtz no había oído últimamente nada bueno de él, y no estaba dispuesto a verle canonizado.
Y, por último, a fines de la primavera, tan pronto como la cuenca del Litani estuvo lo bastante seca como para permitir el paso de los tanques, los peores temores de Kurtz y las peores amenazas de Gavron se cumplieron: el largamente esperado avance israelí hacia el interior del Líbano tuvo lugar, acabando con aquella fase de las hostilidades o, según se considere la situación de uno o de otro lado, anunciando la siguiente. Los campos de refugiados que habían acogido a Charlie fueron higienizados, lo cual significa, aproximadamente, que las motoniveladoras entraron para enterrar los cuerpos y completar lo que los tanques y los bombardeos aéreos habían iniciado; una lamentable fila de refugiados partió hacia el norte, dejando atrás sus cientos, luego sus miles, de muertos. Grupos especiales erradicaron los puestos secretos de Beirut en que había estado Charlie; de la casa de Sidón sólo quedaron los pollos y el huerto de las mandarinas. El edificio fue destruido por un grupo de Sayaret, que también acabó con los dos chicos, Kareem y Yasir. Llegaron de noche, desde el mar, exactamente como Yasir, el gran oficial de inteligencia, siempre había predicho, y emplearon una clase especial de balas explosivas norteamericanas, aún en la lista secreta, a las que bastaba con tocar el cuerpo para matar. El conocimiento de todo esto -de la efectiva destrucción de su breve relación amorosa con Palestina- le fue prudentemente ahorrado a Charlie. Podía trastornarla, dijo el psiquiatra; con su imaginación y su introversión, era perfectamente lógico que llegase a sentirse responsable del conjunto de la invasión. Mejor evitarle el tema, por lo tanto; dejar que lo descubra cuando se encuentre en condiciones. En cuanto a Kurtz, durante un mes o más, fue difícil verle o, en caso de verle, reconocerle. Su cuerpo pareció reducirse a la mitad de su tamaño, sus ojos eslavos perdieron el brillo, llegó, en suma, a representar su verdadera edad, cualquiera que ésta fuese. Luego, un día, como un hombre que ha logrado superar una larga y devastadora enfermedad, regresó y, en cuestión de horas, al parecer, reanudó su labor al frente del extraño feudo que regía con Misha Gavron.
En Berlín, Gadi Becker flotó al principio en un vacío comparable al de Charlie; pero ya había flotado en él antes y era en cierto modo menos sensible a sus causas y sus efectos. Volvió a su piso, y a sus escasas perspectivas comerciales; la insolvencia estaba una vez más a la vuelta de la esquina. Si bien pasaba días discutiendo telefónicamente con comerciantes mayoristas o transportando cajas de un lado del almacén a otro, la depresión mundial parecía haber golpeado a la industria berlinesa del vestido más dura y profundamente que a ninguna otra. Había una muchacha con la que dormía a veces, una criatura más bien imponente que había dejado atrás la vertical de los treinta, afectuosa hasta el exceso e inclusive, para satisfacer sus prejuicios hereditarios, vagamente judía. Al cabo de varias jornadas de fútil reflexión, él la telefoneó y le dijo que estaba temporalmente en la ciudad. Sólo durante unos días, dijo; quizá sólo uno. Percibió la alegría de la mujer ante su regreso, y las divertidas protestas ante su desaparición; pero también percibió las oscuras voces del interior de su propia mente.
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