John Le Carre - La chica del tambor
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- ¿Qué ocurre? -dijo ella cuando él, súbitamente, se desprendió de ella-. ¿Te he hecho daño?
En vez de responder, él alargó su mano buena y, con un gesto imperativo, le cerró los labios con un ligero pellizco. Luego se fue incorporando cautelosamente sobre el codo. Ella también se puso a escuchar. El ruido de una ave acuática al elevarse desde el lago. El chillido de las ocas. El canto de un gallo, el repique de una campana. Escorzado por el campo cubierto de nieve. Ella percibió que el colchón se elevaba a su lado.
- No hay vacas -dijo él desde la ventana.
Estaba de pie a un lado de la ventana, aún desnudo, pero con la pistola cogida por la correa encima del hombro. Y, por un segundo, en el punto culminante de su tensión, ella imaginó la imagen espectacular de Joseph parado frente a El Jalil, iluminado al rojo por la estufa eléctrica, separado de él por sólo la delgada cortina.
- ¿Qué ves? -susurró finalmente, incapaz de seguir soportando la tensión.
- No hay vacas. Y no hay pescadores. Y no hay bicicletas. Veo demasiado poco.
Su voz estaba llena de acción contenida. Las ropas estaban junto a la cama, donde ella las había arrojado en su frenesí. Se puso los pantalones oscuros y la camisa blanca, y se ciñó la pistola en su lugar, debajo de la axila.
- No hay coches, ni luces en movimiento -dijo sin alterarse-. Ni un obrero camino de su trabajo. Y no hay vacas.
- Las habrán llevado a ordeñar.
El negó con la cabeza.
- No se ordeña durante dos horas.
- Es la nieve. Las tienen dentro.
Algo en la voz de ella llamó su atención; la actividad había aguzado su conciencia.
- ¿Por qué buscas excusas?
- No es eso. Sólo trato…
- ¿Por qué buscas justificaciones para la ausencia de toda vida alrededor de esta casa?
- Para disipar tus temores. Para consolarte.
Una idea cobraba cuerpo en él…, una idea terrible. Podía leer en el rostro de ella, y en su desnudez; y ella, a su vez, alcanzaba a percibir sus sospechas.
- ¿Por qué quieres disipar mis temores? ¿Por qué estás más asustada por mí que por ti?
- No lo estoy.
- Eres una mujer buscada. ¿Por qué eres tan generosa como para amarme? ¿Por qué hablas de consolarme, y no de tu propia seguridad? ¿Qué culpa tienes en el alma?
- Ninguna. No me gustó matar a Minkel. Quiero salir de todo esto. ¿El Jalil?
- ¿Tiene razón Tayeh? ¿Murió por ti mi hermano, después de todo? Respóndeme - insistió, muy serenamente-. Quiero una respuesta.
Todo el cuerpo de la mujer imploraba perdón. El calor en su rostro era terrible. Ardería para siempre.
- El Jalil…, vuelve a la cama -susurró-. Hazme el amor. Regresa.
¿Por qué estaba él tan sereno si habían rodeado completamente la casa? ¿Cómo podía mirarla así, mientras el círculo se cerraba a su alrededor cada segundo?
- ¿Qué hora es, por favor? -preguntó, sin dejar de mirarla-. ¿Charlie?
- Las cinco y media. ¿Qué importa eso?
- ¿Dónde está tu reloj? Tu pequeño reloj. Quiero saber la hora, por favor.
- No lo sé. En el cuarto de baño.
- Quédate donde estás, por favor. De otro modo, es probable que te mate. Veremos.
Fue a buscarlo y se lo tendió sobre la cama.
- Ten la amabilidad de abrirlo para mí -dijo, y la observó mientras ella luchaba con el broche.
- ¿Qué hora es, por favor, Charlie? -volvió a preguntar, con una terrible ligereza-. Ten la amabilidad de decirme, en tu reloj, qué hora del día es.
- Las seis menos diez. Más tarde de lo que yo creía.
Se lo arrebató y miró la esfera. Digital, veinticuatro horas. Conectó la radio y ésta dejó oír un gemido musical antes de que volviera a apagarla. Lo acercó al oído y luego lo sopesó en la mano.
- Desde anoche, cuando te separaste de mí, no tuviste mucho tiempo para ti misma, me parece. ¿Es así? Ninguno, en realidad.
- Ninguno.
- ¿Y entonces cómo hiciste para comprar pilas nuevas para este reloj?
- No las compré.
- ¿Y cómo es que funciona?
- No necesita… No estaban agotadas… Funciona durante un año con las mismas pilas… Son especiales…, de larga vida…
Ella había llegado al final de su intervención. Completa y definitivamente, aquí y para siempre, porque acababa de recordar el momento en que, en la cumbre de la colina, él la había hecho detenerse junto a la furgoneta de Coca-cola para registrarla; y el momento en que él había dejado caer las pilas en su bolsillo, antes de devolver el reloj a la mochila y arrojarla en el interior del vehículo.
El había perdido todo interés por ella. El reloj acaparaba su atención por entero.
- Dame esa impresionante radio que hay junto a la cama, por favor, Charlie. Haremos un pequeño experimento. Un interesante experimento tecnológico relacionado con la radio de alta frecuencia.
- ¿Puedo ponerme algo? -susurró ella. Se puso el vestido y le alcanzó la radio, un aparato moderno de plástico negro, con un selector como un dial telefónico. Colocando uno junto al otro el reloj y la radio, El Jalil conectó esta última y probó todas las estaciones hasta que en una se oyó un gemido que se elevaba y descendía como una alarma antiaérea. Entonces cogió el reloj, levantó con el pulgar la tapa de la cámara destinada a albergar las pilas, y dejó caer éstas al suelo, tal como debía haber hecho la noche anterior. El gemido dejó de oírse. Como un niño que ha llevado a cabo con éxito un experimento, El Jalil volvió la cabeza hacia ella y fingió sonreír. La muchacha trataba de no mirarlo, pero no pudo evitarlo.
- ¿Para quién trabajas, Charlie? ¿Para los alemanes? Ella negó con la cabeza.
- ¿Para los sionistas?
Tomó su silencio por una respuesta afirmativa.
- ¿Eres judía?
- No.
- ¿Crees en Israel? ¿Qué eres?
- Nada -dijo ella.
- ¿Eres cristiana? ¿Los ves como los fundadores de tu gran religión?
Ella volvió a negar con la cabeza.
- ¿Es por dinero? ¿Te han sobornado? ¿Te han chantajeado?
Ella quería gritar. Apretó los puños y llenó de aire sus pulmones, pero el caos la estranguló y, en cambio, se puso a sollozar.
- Se trataba de salvar la vida. Se trataba de tomar parte. De ser algo. Yo le amaba.
- ¿Traicionaste a mi hermano?
Las obstrucciones desaparecieron de su garganta, para dar paso a una mortal uniformidad en el tono.
- No le conocí. Nunca en mi vida hablé con él. Me lo mostraron antes de matarlo, el resto fue inventado. Nuestra relación amorosa, mi conversión…, todo. Ni siquiera escribí las cartas, lo hicieron ellos. También escribieron la carta de él para ti. La carta en que se hablaba de mí. Yo me enamoré del hombre que se ocupaba de mí. Eso es todo.
Lentamente, sin agresividad, él extendió la mano izquierda y le tocó el rostro, aparentemente para asegurarse de que ella era real. Luego se miró las puntas de los dedos, y luego volvió a mirarla, estableciendo alguna comparación en su interior.
- Y eres la misma inglesa que malvendió mi país -observó con tranquilidad, como si le costara muchísimo creer lo que veía con sus propios ojos.
Levantó la cabeza y, cuando lo hizo, ella vio cómo su rostro era arrebatado por la desaprobación y luego, bajo la potencia de aquello con que le había disparado Joseph, encenderse. A Charlie le habían enseñado a estarse quieta cuando apretaba el gatillo, pero Joseph no hizo eso. No confiaba en que sus balas hicieran el trabajo que les correspondía, y corría tras ellas, tratando de llegar antes al blanco. Se precipitó por la puerta como un intruso cualquiera, pero, en vez de detenerse, se abalanzó hacia el interior al tiempo que disparaba. Y disparó con los brazos completamente extendidos, para reducir aún más la distancia. Ella vio encenderse el rostro de El Jalil, le vio dar una vuelta en redondo y arrojarse con los brazos abiertos hacia la pared, en busca de protección. Así, los proyectiles penetraron en su espalda, destrozando su camisa blanca. Sus manos se abrieron ante el muro -una de cuero, la otra real- y su cuerpo destrozado resbaló hasta quedar en cuclillas como el de un jugador de rugby, mientras intentaba desesperadamente abrirse paso a través de la materia. Pero, para entonces, Joseph se encontraba ya lo bastante cerca como para, con los pies, apresurar su caída. Detrás de Joseph entró Litvak, a quien ella conocía como Mike y al que siempre había atribuido, ahora lo com-prendía, una naturaleza enfermiza. Mientras Joseph retrocedía, Mike se arrodilló y colocó en el dorso del cuello de El Jalil una última y certera bala, seguramente innecesaria. Detrás de Mike entró aproximadamente la mitad de los verdugos del mundo, vestidos con trajes de hombrerana negros, seguidos por Marty y la comadreja alemana y dos mil camilleros y conductores de ambulancias y médicos y mujeres de rostro severo, que la sujetaron, le limpiaron los vómitos y la condujeron por el corredor y al aire fresco de Dios, aunque con el pegajoso y caliente olor de la sangre prendido a su nariz y a su garganta.
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