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John Le Carre: La chica del tambor

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Una ambulancia aparcaba ante la puerta delantera, con la parte posterior apuntada hacia la entrada. En su interior había frascos de sangre y las sábanas también eran rojas, de modo que al principio se resistió a entrar. En realidad, se resistió con bastante energía y debe de haber repartido golpes considerablemente duros, porque una de las mujeres que la sujetaban la soltó de pronto y se apartó llevándose una mano al rostro. Se había quedado sorda, así que sólo podía oír vagamente sus propios chillidos, pero su principal interés consistía en quitarse el vestido, en parte porque era una puta, en parte porque había en él demasiada sangre de El Jalil. Pero el vestido le resultaba aún menos familiar que en el curso de la última noche, y no logró averiguar si llevaba botones o una cremallera, por lo que decidió no molestarse más por el asunto. Entonces aparecieron Rachel y Rose, una a cada uno de sus lados, y cada una de ellas la cogió por un brazo, exactamente tal como lo habían hecho en la casa de Atenas a su llegada allí para presenciar el teatro de lo real; la experiencia le indicó que toda otra resistencia carecería de sentido. La hicieron subir a la ambulancia y se sentaron una a cada lado de ella, sobre una de las camillas. Bajó los ojos y vio todas las estúpidas caras que la contemplaban: los chicos duros con sus ceños de héroes, Marty y Mike, Dimitri y Raoul, y otros amigos también, algunos de los cuales todavía no le habían sido presentados. Entonces la multitud se apartó y de ella emergió Joseph, tras haberse desembarazado delicadamente del arma con que había disparado a El Jalil, pero aún, desgraciadamente, con bastante sangre en los tejanos y los zapatos deportivos, según advirtió. Llegó al pie de los escalones y levantó la vista hacia ella, y primero fue como si la muchacha mirara su propia faz, porque veía en él exactamente las mismas cosas que veía en sí. Así tuvo lugar una suerte de intercambio de personajes, en el que ella asumió el papel de asesino y de chulo que le pertenecía a él, y él, presumiblemente, el de ella, de señuelo, de puta y de traidora.

Hasta que, de pronto, mientras le miraba, una última chispa de violencia se encendió en ella, y le devolvió la identidad que él le había robado. Se levantó, y ni Rose ni Rachel tuvieron tiempo de sujetarla en su asiento; aspiró muy profundamente y le gritó al hombre que se marchaba…, o al menos así lo creyó ella. Quizás haya dicho simplemente: «No.» Lo más probable es que no le importe a nadie.

27

De los resultados inmediatos y no tan inmediatos de la operación, el mundo supo mucho más de lo que comprendió; y, por cierto, muchísimo más que Charlie. Supo, por ejemplo -o pudo haber sabido, de haber estudiado la letra menuda de la información en las páginas de extranjero de la prensa anglosajona-, que un supuesto terrorista palestino había muerto en un tiroteo con miembros de una unidad especializada de Alemania Occidental, y que su rehén, una mujer, había sido trasladada al hospital en estado de shock, pero, por lo demás, ilesa. Los periódicos alemanes llevaban versiones más sensacionalistas de la historia -«El salvaje Oeste llega a la Selva Negra»-, pero los relatos eran tan serenos, si bien contradictorios, que se hacía difícil sacar nada en limpio de ellos. La vinculación con el fallido atentado con bomba del que fuera objeto el profesor Minkel en Freiburg -en un principio tenido por muerto y más tarde descubierto como milagroso sobreviviente-fue tan graciosamente negado por el encantador doctor Alexis que todo el mundo dio por sentada su existencia. Convenía a las circunstancias, sin embargo, según los más sabios editorialistas, el que no se nos revelara demasiado.

La sucesión de otros incidentes menores en torno del hemisferio occidental dio lugar a especulaciones ocasionales acerca de las actividades de una u otra organización terrorista árabe, pero, en realidad, con tantos grupos rivales como hay en estos días, era muy difícil señalarlas con precisión. El estúpido asesinato, en pleno día, por ejemplo, del doctor Anton Masterbein, el humanitario jurista suizo, defensor de los derechos de las minorías e hijo del eminente financiero, fue colocado directamente ante la puerta de una organización falangista extremista que poco antes había «declarado la guerra» a los europeos manifiestamente simpatizantes de la «ocupación» palestina del Líbano. El atentado ocurrió cuando la víctima salía de su casa para dirigirse al trabajo -sin protección, como de costumbre-, y el mundo se sintió profundamente conmovido durante al menos la primera parte de una mañana. Cuando el editor de un periódico de Zurich recibió una carta en que se exigían responsabilidades, que estaba firmada «Líbano Libre» y que fue declarada auténtica, se pidió a un joven diplomático libanés que abandonara el país y él lo hizo, tomando el asunto con filosofía.

La voladura del coche de un diplomático del Rejectionist Front a la salida de una mezquita recientemente reconstruida en el bosque de Saint John apenas si fue considerada como noticia en lugar alguno; era el cuarto asesinato similar en igual número de meses.

Por otra parte, el sanguinario apuñalamiento del músico y columnista radical italiano Albert Rossino, y de su acompañante alemana, cuyos cuerpos desnudos y difícilmente reconocibles fueron descubiertos semanas más tarde junto a un lago del Tirol, fue comunicado por las autoridades austriacas, que lo consideraron carente de toda significación política, a pesar del hecho de que ambas víctimas tuvieran vinculaciones con medios extremistas. Con las pruebas disponibles, prefirieron tratar el caso como un crimen pasional. La dama, una tal Astrid Berger, era bien conocida por sus extraños apetitos, y se estimó probable, a pesar de lo grotesco que podía parecer, que no hubiese una tercera parte implicada. Una serie de otras muertes, menos interesantes, pasó virtualmente inadvertida, como también ocurrió con el bombardeo israelí de una antigua fortaleza en el desierto, en la frontera siria, de la cual fuentes de Jerusalén afirmaron que había sido empleada como base de entrenamiento de terroristas extranjeros por los palestinos. En cuanto a la bomba de cuatrocientas libras que explotó en la cima de una colina, en las afueras de Beirut, que destruyó una lujosa villa de veraneo y mató a sus ocupantes -entre los cuales se contaban Fatmeh y Tayeh-, resultó tan indescifrable como cualquier otro acto de terror en aquella trágica región.

Pero Charlie, en su refugio de junto al mar, no supo nada de esto; o, más exactamente, lo supo todo de una manera general, y estaba demasiado aburrida o demasiado asustada como para escuchar los detalles. Al principio, no podía hacer otra cosa que nadar o dar plácidos paseos sin objeto hasta el final de la playa y regresar, cerrándose el albornoz hasta el cuello mientras sus guardaespaldas la seguían a una respetuosa distancia. En el mar, tendía a sentarse en la zona menos profunda y sin olas, y a frotarse con el agua como si se jabonara, primero la cara y luego los brazos y las manos. Las otras muchachas, en instrucción, se bañaban desnudas; pero cuando Charlie declinó seguir tan liberador ejemplo, el psiquiatra les ordenó volver a vestirse y esperar.

Kurtz iba a verla cada semana; algunas, dos veces. Era extremadamente gentil con ella; paciente y leal, aun cuando ella le gritaba. La información que le llevaba era práctica, y toda para beneficio de ella.

Se había inventado un padrino para la muchacha, un viejo amigo de su padre que se había hecho rico y había muerto recientemente en Suiza, dejándole una crecida suma de dinero, el cual, al proceder del extranjero, estaría libre de impuestos a la transferencia de capital en el Reino Unido.

Se había hablado con las autoridades británicas, y éstas habían aceptado -por razones de las que Charlie no podía tener conocimiento- el hecho de que el seguir indagando en las relaciones de la muchacha con ciertos extremistas europeos y palestinos no serviría a ningún fin útil. Kurtz estaba también en condiciones de garantizarle que Quilley tenía una buena opinión de ella: la policía, dijo, había en realidad insistido en explicarle que sus sospechas respecto de Charlie habían sido producto de una información equivocada.

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