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Fern Michaels: Una Cinta Roja y Brillante

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Fern Michaels Una Cinta Roja y Brillante

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Dentro de la Antología “El Amor puede Esperar” A Gift of Joy Anthology A bright red ribbon (1995) Con la Navidad como tema común, estas cuatro historias dentro de la "Antología El amor puede esperar", demuestran que la nieve y el frío son un buen escenario para el amor: La Nochebuena de Eve, de Virginia Henley (Christmas Eve) El milagro, de Brenda Joyce (The miracle) Una cinta roja y brillante, de Fern Michaels (A bright red ribbon) Mi verdadero amor, de Jo Goodman (My true love) Sola en su coche y extraviada, una viajera cansada se pierde en una tormenta de nieve. Pero un perro que llevaba un lazo rojo la llevará a un lugar seguro… y en los brazos de un inverosímil héroe. Morgan Ames había estado esperando durante dos años a que su ex-novio le propusiera matrimonio. Él la había dejado en la víspera de Navidad, pero le había comprometido proponerle matrimonio dos años más tarde, si sentía que estaban destinados a estar juntos. Mo trata de volver a casa, pero se queda varada en una tormenta de nieve, es rescatada por un perro, y por Marcus Bishop. Mo empieza a preguntarse si realmente quiere casarse con Keith después de todo.

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– Mira cómo está, Murphy. Asegúrate de que respira. Es bueno que la chimenea esté encendida. Si duerme toda la noche entrará en calor.

Se quedó mirando al perro dar vueltas alrededor de la muchacha y olfatear el edredón que se le había deslizado de los hombros. Como antes, le olisqueó la negra melena, deteniéndose lo suficiente para lamerle la mejilla y asegurarse de que tenía la cinta roja. Marcus lo llamó con una señal. Bajaron juntos a la sala de estar, donde estaba el árbol de Navidad.

Sólo eran las seis. Se avecinaba la noche. Preparó dos sándwiches de jamón, cortó uno de ellos en cuatro, luego los dispuso en dos platos acompañados de pepinillos y patatas fritas. Para él una cerveza, y zumo de uva para Murphy. Los colocó sobre la bandeja plegable adaptada a su silla. Entró en la sala, luego se levantó de la silla y se sentó en el sofá. Apretó un botón y la gran pantalla de televisión que había en el rincón cobró vida. Puso el canal del tiempo.

– Murphy, presta atención, has salvado de esto a nuestra invitada. Lo llaman tormenta de nieve. Maldita sea, podían habérmelo dicho a las diez de la mañana. Murphy, ¿sabes lo que no he acabado de entender nunca? ¿Cómo se supone que Santa Claus baja por la chimenea en Nochebuena cuando el fuego está encendido? Todo el mundo lo enciende en Nochebuena. ¿Crees que soy el único que se lo ha preguntado?

Siguió hablando con el perro mientras le daba patatas fritas. Hacía un año que sólo hablaba con Murphy, con la excepción de los médicos y el servicio de la casa. Su negocio funcionaba, estaba a cargo de personas capaces de sustituirle. En este sentido, era más que afortunado.

– ¿Has oído eso, Murphy? Dos metros de nieve. Estamos aislados. Desde la casa grande ni siquiera pueden bajar aquí a ver cómo estamos. Puede que nuestra invitada se quede unos días. -Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y no supo por qué. Finalmente se quedó dormido, al igual que Murphy.

CAPÍTULO 05

Mo abrió un ojo, cobrando conciencia al instante de dónde estaba y de lo que le había pasado. Trató de estirar brazos y piernas. Se mordió el labio inferior para no gritar del dolor. Una ducha caliente, un par de aspirinas y algo de linimento podrían hacérselo todo más soportable. Cerró los ojos, preguntándose qué hora era.

Rezó, agradeciendo a Dios estar viva y mucho mejor del lo que podía esperarse bajo estas circunstancias.

¿Dónde estaba su anfitrión? ¿Su salvador? Supuso que tendría que levantarse para saberlo. Volvió a intentar incorporarse hasta quedar sentada. Con el edredón envolviéndola, se fijó en el mobiliario. Por las cortinas, la alfombra azul claro y la chaise-longue tapizada de satén, le pareció femenino. Además, en la habitación había una ligera fragancia a polvos de tocador. Una ligera fragancia, como si hiciera mucho que la ocupante ya no viviera allí. Se fijó en el gran armario con puertas de persiana que ocupaba toda la pared. Quizá el olor de polvos de tocador procedía de ese lugar. En los armarios suele haber esencias. Bajó la mirada hacia las flores lilas y blancas del estampado del edredón. Combinaba con el juego de cama. ¿Utilizaban los hombres esponjosas toallas amarillas? Si eran objetos abandonados, sí. Su anfitrión le pareció de la clase de hombre que utilizaría el verde, el marrón y el beige.

Vio el reloj que había a la altura de sus ojos, junto al teléfono que no funcionaba.

Eran las 3.15. Santo Dios, había dormido doce horas. Era Navidad. Sus padres estarían muy preocupados. ¿Dónde estaría Keith? Jugueteó con la fantasía de que andaría buscándola, pero sólo por un minuto, a Keith no le gustaba el frío. Sólo fingía que le gustaba esquiar porque estaba de moda.

Se levantó apretándose el cinturón de la holgada bata y caminó por la habitación en busca de la esencia que le resultaba familiar. En un lado del armario había ropa de mujer; en el otro, de hombre. Así pues, había una señora. En el vestidor, cerca de la chaise-longue, había una fotografía de una mujer morena, muy atractiva, y de su anfitrión. Los dos sonreían y él le rodeaba los hombros. Una pareja muy guapa. Ella no tenía ninguna fotografía así con Keith. Se sintió decepcionada.

Mo corrió las cortinas y parpadeó. Nunca había visto tanta nieve. Temió que el todoterreno estuviera sepultado bajo la nieve. ¿Cómo iba a encontrarlo? Quizá el perro supiera hallarlo.

En el baño, Mo se desnudó y se duchó con agua bien caliente. Luego se puso la misma ropa interior, los calcetines y la bata. Había entrado en calor, y eso la reconfortó. Tenía la piel irritada por el viento. Necesita crema. ¿Su anfitrión tendría alguna allí, en el baño? Miró debajo del lavabo y encontró lo que necesitaba: cosméticos y perfume. La señora debía de haberse ido apresuradamente y enfadada. Las mujeres no suelen olvidarse los cosméticos así como así.

Ahora estaba preparada para presentarse ante su anfitrión y sentarse a comer.

Él estaba en la cocina preparando puré de patatas. La mesa estaba puesta para dos personas, y en el suelo había un plato. En medio de la mesa había un gran pavo.

– ¿Puedo ayudar? -dijo ella con voz ronca.

Él la miró.

– Puedes sentarte. Soy Marcus Bishop. Feliz Navidad.

– Soy Morgan Ames. Feliz Navidad a usted y a Murphy. No sé cómo agradecerle que me haya acogido. He mirado fuera y hay muchísima nieve. Creo que nunca he visto tanta, ni siquiera en Colorado. Pero aquí todo parece maravilloso. Huele muy bien, y creo que sabrá igual de bien.

Él parecía divertirse con su entusiasmo.

– Lo intento. La mayoría de las veces sólo hago cosas a la plancha. Éste ha sido mi primer intento con un gran plato. No te garantizo nada. ¿Te importaría bendecir la mesa?

– Por supuesto que no -repuso ella. -Tengo mucho que agradecer.

Rezó, agradeciendo a Dios estar viva y mucho mejor de lo que podía esperarse bajo estas circunstancias.

En los labios de Bishop se dibujó una sonrisa Murphy gimió, sintiéndose desplazado. Mo se sonrojó.

– Lo siento. Ya ve, he prometido…

– Hiciste un trato con Dios -dijo Marcus.

– ¿Cómo lo sabe? -Cielos, él sí que era atractivo. La fotografía de la habitación no le hacía demasiada justicia.

– Cuando se está muy cerca del último momento todos dependemos de la ayuda del Señor. La mayoría de las veces lo olvidamos. Lo duro es vivir siendo consecuente con esas promesas.

– Nunca lo había hecho antes. Ni siquiera cuando las cosas me iban mal. Nunca le pedía ayuda. Esta vez fue distinto. He visto que soy mortal. ¿Está diciendo que he hecho mal?

– No exactamente. Es algo tan natural como respirar. La vida es preciosa. Nadie está dispuesta a perderla. -La voz se le quebró levemente.

Mo miró a su anfitrión y, antes de que él bajara la cabeza, advirtió cierta expresión de dolor en sus ojos. Quizá la señora Bishop… había fallecido. Se puso nerviosa y pensó en cambiar de tema.

– ¿Qué lugar es éste, señor Bishop? ¿Estoy en una ciudad o es el campo? Por la ventana sólo he visto una casa en la colina.

– Estamos en la ladera de Cherry Hill.

Ella asintió y probó la comida.

– Está delicioso -dijo. -No me di cuenta de que conduje tanto. Apenas había visibilidad. No sabía si había pasado por el puente Delaware o no. Seguí las luces del coche que iba delante, pero de pronto las perdí y me quedé sola. Luego el coche se averió, seguramente por la helada.

– ¿Adonde ibas? ¿De dónde venías?

– Vivo en Delaware. Mis padres viven en Woodbridge, Nueva Jersey. Iba a casa por Navidad, como miles de personas. Mi madre me llamó y me alertó sobre la nieve. Como tengo un Cherokee con tracción en las cuatro ruedas creí poder arreglármelas. Cuando emprendí el viaje, por un instante pensé en dar media vuelta. Ahora desearía haber hecho caso de mi intuición. Seguramente es la segunda cosa más estúpida que he hecho en mi vida. Así pues, vuelvo a darle las gracias. Allí fuera podía haber muerto, y todo por querer ir a casa. Intenté llamar por teléfono desde la habitación pero no había línea. ¿Cuánto cree que tardará en volver?

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