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Fern Michaels: Una Cinta Roja y Brillante

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Fern Michaels Una Cinta Roja y Brillante

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Dentro de la Antología “El Amor puede Esperar” A Gift of Joy Anthology A bright red ribbon (1995) Con la Navidad como tema común, estas cuatro historias dentro de la "Antología El amor puede esperar", demuestran que la nieve y el frío son un buen escenario para el amor: La Nochebuena de Eve, de Virginia Henley (Christmas Eve) El milagro, de Brenda Joyce (The miracle) Una cinta roja y brillante, de Fern Michaels (A bright red ribbon) Mi verdadero amor, de Jo Goodman (My true love) Sola en su coche y extraviada, una viajera cansada se pierde en una tormenta de nieve. Pero un perro que llevaba un lazo rojo la llevará a un lugar seguro… y en los brazos de un inverosímil héroe. Morgan Ames había estado esperando durante dos años a que su ex-novio le propusiera matrimonio. Él la había dejado en la víspera de Navidad, pero le había comprometido proponerle matrimonio dos años más tarde, si sentía que estaban destinados a estar juntos. Mo trata de volver a casa, pero se queda varada en una tormenta de nieve, es rescatada por un perro, y por Marcus Bishop. Mo empieza a preguntarse si realmente quiere casarse con Keith después de todo.

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– Hola -dijo con recelo.

– ¿Morgan? -Su madre. Siempre pronunciaba su nombre interrogativamente. -¿Qué ocurre, mamá?

– Morgan, ¿cuándo vienes? Me hubiera gustado que vinieras anoche como te pedimos tu padre y yo. Deberías habernos hecho caso, Morgan.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre? Ya os dije por qué no podía. Ahora mismo estaba a punto de salir.

– ¿Has visto qué día hace?

– No. Mamá, aún está oscuro.

– Morgan, abre las persianas y míralo. ¡Está nevando!

– Mamá, cada año nieva, ¿y qué? Sólo son dos horas coche, quizá tres si se pone a nevar mucho. Voy con el todoterreno. -Subió las persianas de la habitación para ver el exterior. Tragó saliva: sería todo un reto. Hasta donde alcanzaban sus ojos, el mundo era blanco. Se fijó en la luminosidad, y la brillante luz que solía despertarla agradablemente cada mañana era tan tenue como el vapor de sodio luchando contra la primera luz del amanecer y los copos de nieve. -Mamá, está nevando.

– Es lo que estoy diciéndote. Creo que comenzó hacia medianoche. Cuando tu padre y yo nos acostamos parecía que sólo sería un chaparrón, pero ahora hay varios centímetros de nieve. Como parece que la tormenta viene del sur, donde tú estás, seguramente aún caerá más nieve. Papá y yo hemos hablado y estaríamos más tranquilos si esperaras a que acabara la tormenta. El día de Navidad es tan bueno como Nochebuena. Morgan ¿cuánta nieve hay por allí?

– Parece que mucha. Mamá, no puedo ver más allá. Mira, no os preocupéis por mí. Esta tarde tengo que estar en casa. He esperado demasiado tiempo para esto. Por favor, mamá, lo entiendes, ¿verdad?

– Morgan, lo que entiendo es que eres una imprudente. El otro día vi a la madre de Keith y me dijo que no había estado en su casa desde hacía diez meses. Y vive justo al otro lado del río, por Dios. También me dijo que no lo esperaba para Navidad, ¿qué te parece eso? No quiero que arriesgues tu vida por una estúpida promesa.

Morgan se echó a temblar. Las palabras que temía, las palabras que ni siquiera quería oír, acababan de ser pronunciadas: Keith no iría a casa por Navidad. Recuperó la compostura casi en el acto. A Keith le encantaban las sorpresas. Era muy propio de él decir a su madre que no iría a casa para luego presentarse y exclamar «¡Sorpresa!». Si no pensara cumplir su promesa, le hubiera enviado una nota o llamado por teléfono. Keith no era tan insensible. ¿O sí? Ya no sabía qué pensar.

Pensó en los desagradables sentimientos que la habían acosado durante los dos últimos años, sentimientos que había logrado vencer. ¿Había enterrado la cabeza en la arena? ¿Había hecho oídos sordos? ¿Podía ser que Keith quisiera tomarse un descanso de dos años para suavizar la separación, creyendo que así ella se enamoraría de otro hombre y le ayudaría a salir del atolladero en que se hallaba? Sin embargo, ella se había aferrado a él, convencida de que siendo fiel a sus sentimientos tendría su recompensa esta misma noche. ¿Era una tonta? Según su madre, lo era. Esta noche la historia lo diría.

Ahora estaba segura de una cosa, de que nada le impediría ir a casa. Ni las nefastas palabras de su madre, ni por supuesto una tormenta de nieve. Si era una tonta, merecía un castigo.

Pocas horas antes había apilado las bolsas de vivos colores navideños llenas de regalos delante de la puerta. Cinco bolsas llenas a rebosar sólo para Keith. Se preguntó qué había pasado con el regalo que le compró dos años antes. ¿Su madre lo habría llevado a casa de la madre de Keith o seguiría en el armario del sótano? Nunca se lo había preguntado.

Este año había gastado mucho dinero en él. Incluso había tejido un calcetín y lo había llenado de toda clase de golosinas y detallitos para él. En el dobladillo del calcetín rojo había bordado su nombre con hilo verde. ¿Era una tonta? Mo se puso la parka forrada de borreguillo. Abrigada, cargó con las bolsas que pudo y descendió por las escaleras al vestíbulo. Antes de salir y enfrentarse al tiempo se vio obligada a hacer tres viajes. Tuvo que utilizar la pala y calentar el coche.

Cuando metió la pala en el maletero del todoterreno estaba exhausta. La calefacción y la refrigeración anticongelante funcionaban a toda pastilla, pero aun así tuvo que rascar el hielo del parabrisas y de la ventanilla de su lado. Comprobó si en la guantera estaba la linterna. Hurgó en el pequeño recinto, segura de que tendría que haber pilas de recambio, pero no encontró ninguna. Se fijó en el indicador de gasolina; estaba a más de la mitad, lo suficiente para llegar a casa. Anoche, al volver del trabajo había querido llenar el depósito, pero no lo hizo por tener prisa por llegar a casa y acabar de envolver los regalos para Keith. Dios, se había pasado horas haciendo complicados lazos y adornos para los paquetes envueltos en papel dorado. Seguro que con más de la mitad del depósito tendría suficiente para llegar a casa. El Cherokee consumía poca gasolina. Si estaba en lo cierto, para este trayecto no gastaría más de un cuarto del depósito. Bien, de momento no se preocuparía por ello. Si las condiciones de la carretera lo permitían, pararía en la 95 o cuando estuviera en Jersey Turnpike.

Cuando Mo se quitó la parka y las botas se sintió entumecida por el frío. Dudó entre tomar una taza de té o moverse para entrar en calor. Quizá debería esperar a que pasara la hora punta de tráfico. Quizá debería llamar a Keith y preguntarle directamente y sin rodeos si se reuniría con ella delante del árbol de Navidad. Si lo hacía, podría estropear las cosas. Sin embargo, ¿por qué arriesgar su vida conduciendo en medio de una feroz tormenta si al final era para nada? No le importaría evitar la compasiva mirada de sus padres y hacer el viaje al día siguiente por la mañana y regresar por la noche para curarse las heridas. Si realmente él no iba a presentarse, las cosas irían así. Como no tenía ninguna garantía, no vio más opción que la de adentrarse en la tormenta.

Deseó tener un perro o un gato al que acariciar, un cuerpo caliente al que amar desinteresadamente. Los últimos dos años deseó muchas veces tener un animal, pero no se atrevía a aceptar que necesitaba a alguien. ¿Qué importaba que ese alguien tuviera cuatro patas y el cuerpo cubierto de pelo?

Tenía la agenda en la mano, pero se sabía de memoria el número de Keith en Nueva York. No estaba en el listín, pero lo había conseguido preguntando en la agencia de corredores de bolsa en la que Keith trabajaba. Lo había conseguido con artimañas. ¿Y qué? No había roto la promesa marcando el número de teléfono. Sólo lo hizo para tranquilizarse sabiendo que si le urgía podía llamarlo. Al coger el teléfono portátil de la encimera de la cocina irguió la espalda. Se fijó en el reloj colgado en lo alto: las siete cuarenta y cinco. Él aún estaría en casa. Marcó el número. El teléfono sonó cinco veces antes de que se activara el contestador automático. Quizá estuviera en la ducha. Siempre iba con prisas, saliendo de casa por las mañanas con el pelo aún mojado.

«Vamos, adelante, si no contesto ya sabes lo que tienes que hacer. O estoy durmiendo o liado con algo. Deja tu mensaje, pero procura no contar intimidades. Espera la señal.»

En Nueva York debía de hablarse con prisas. El acento ronco y grave que Mo oyó la trastornó. Colgó. Poco después se puso la parka y los guantes de piel. Apagó la calefacción de su acogedor apartamento, se fijó en el pequeño árbol de Navidad sobre la mesilla y pensó un deseo.

CAPÍTULO 02

En cuanto salió, le cayeron grandes copos de nieve encima v el fuerte viento le impidió avanzar con facilidad. Llegó al Cherokee. Puso la tracción en las cuatro ruedas y encendió el limpiaparabrisas.

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