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Fern Michaels: Una Cinta Roja y Brillante

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Fern Michaels Una Cinta Roja y Brillante

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Dentro de la Antología “El Amor puede Esperar” A Gift of Joy Anthology A bright red ribbon (1995) Con la Navidad como tema común, estas cuatro historias dentro de la "Antología El amor puede esperar", demuestran que la nieve y el frío son un buen escenario para el amor: La Nochebuena de Eve, de Virginia Henley (Christmas Eve) El milagro, de Brenda Joyce (The miracle) Una cinta roja y brillante, de Fern Michaels (A bright red ribbon) Mi verdadero amor, de Jo Goodman (My true love) Sola en su coche y extraviada, una viajera cansada se pierde en una tormenta de nieve. Pero un perro que llevaba un lazo rojo la llevará a un lugar seguro… y en los brazos de un inverosímil héroe. Morgan Ames había estado esperando durante dos años a que su ex-novio le propusiera matrimonio. Él la había dejado en la víspera de Navidad, pero le había comprometido proponerle matrimonio dos años más tarde, si sentía que estaban destinados a estar juntos. Mo trata de volver a casa, pero se queda varada en una tormenta de nieve, es rescatada por un perro, y por Marcus Bishop. Mo empieza a preguntarse si realmente quiere casarse con Keith después de todo.

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El Cherokee se puso en marcha hacia el acceso a la carretera 195. El todoterreno tardó cuarenta minutos en subir por la rampa. En ese momento ella supo que estaba cometiendo un error, pero ya era demasiado tarde y no había modo de dar media vuelta para regresar al apartamento. Hasta donde alcanzaba su vista, los coches estaban pegados unos a otros. La visibilidad era casi nula. Sabía que arriba había una señal verde pero no pudo verla.

– ¡Oh, mierda!

Cuando el coche de delante se deslizó hacia la derecha saliéndose de la carretera, Mo accionó el freno de mano. Volvió a pronunciar su palabrota preferida. Dios, ¿qué haría si el limpiaparabrisas se congelaba? Por el ruido que hacía le pareció que no tendría que esperar demasiado para saberlo.

La radio estaba llena de interferencias que hacían imposible enterarse de algo. Advertencias sobre el mal tiempo. Eso ya lo sabía. No sólo lo sabía sino que estaba participando en ello. Apagó la radio. El reloj del salpicadero indicaba que llevaba más de una hora en la carretera y que ni siquiera estaba cerca de Jersey Turnpike. Al menos no se lo parecía. Con la nieve que caía era imposible leer las señales.

Una blanca Navidad, el día más maravilloso del año. Los dos últimos años había vivido con este único pensamiento. En Navidad nunca ocurría nada malo. ¡Mentira!, se dijo. Keith te dejó en Navidad, Eve, justo delante del árbol. ¡No te mientas a ti misma!

– De acuerdo, de acuerdo -murmuró. -Pero esta Navidad será diferente, esta Navidad todo irá bien.

Keith te lo recompensará, pensó. Créelo. Seguro, y Santa Claus bajará por la chimenea un minuto después de medianoche.

Mo echó una mirada al indicador de gasolina. Estaba en la mitad. Bajó la calefacción. La calefacción consumía gasolina, ¿verdad? Pensó en las botas de Ferragamo que llevaba. Maldita sea, había dejado las de caucho delante de la puerta para no olvidarlas. Seguían delante de la puerta. Ahora deseó tener a mano el traje de esquiar y el gorro de lana, pero los había dejado en casa de su madre el año anterior, cuando fue a esquiar por última vez.

Volvió a intentar poner la radio. La señal era peor que antes. Al igual que la nieve y el hielo acumulándose en el parabrisas. Era preciso que parara y limpiara el parabrisas o de lo contrario sufriría un accidente. Mo dirigió el coche hacia la derecha. Puso el intermitente y se apeó. Luego esperó a que los coches pasaran por la izquierda y calculó cuánto espacio tenía que dejar. La capucha de la parka volaba hacia atrás dejándole al descubierto la cabeza y el rostro. Se las apañó a tientas con el limpiaparabrisas y la espátula. La franja que logró aclarar era irrisoria. Dios, ¿qué iba a hacer? ¿Coger la próxima salida de la maldita carretera y buscar algún resguardo? Siempre había alguna estación de servicio o parada de camiones. El problema era cómo saber si estaba cerca de la salida.

Al volver al todoterreno sintió miedo. Los guantes de piel estaban empapados. Se los quitó y los arrojó al asiento trasero. Deseó tener sus guantes acolchados de esquiar y una humeante taza de té.; Condujo durante otros cuarenta minutos, deteniéndose otra vez para limpiar el parabrisas. Estaba lidiando una batalla perdida y lo sabía. El viento era como una navaja, y la nieve caía con más fuerza. No era una simple tormenta de invierno, era una tempestad. Había gente que moría en las tempestades. Algún idiota incluso había hecho una película sobre personas que practicaron el canibalismo después de un accidente de avión en plena tormenta de nieve. El miedo volvió a apoderarse de ella. ¿Qué le pasaría? ¿Se quedaría sin combustible y moriría congelada? ¿Cuándo la encontrarían? ¿El día de Navidad? Imaginó las lágrimas de sus padres, sus reproches.

De pronto se dio cuenta de que delante no había ninguna luz. Había procurado con demasiada prudencia mantener la distancia con el coche de delante. Pisó el acelerador con la esperanza de encontrarlo. Santo cielo, ¿se había salido de la carretera? ¿Había cruzado el puente Delaware? ¿Estaba en la zona de Jersey? No lo sabía. Volvió a encender la radio pero no recibió más que interferencias. La apagó. Miró fugazmente el espejo retrovisor. No vio la más mínima luz. Detrás no había nada. Gimió de miedo. Era el momento de parar, salir del coche y ver qué había. W Antes de apearse abrió la cremallera de la bolsa de lona que iba en el asiento del copiloto. Buscó una camina y se la ató en la cabeza para que la capucha de la Parka se aguantara. Cogió un par de calcetines de dormir enrollados y se los puso en las manos. Le sentaron como un guante. ¿Tenía dos pares? Encontró otro par y se lo puso. Encogió los dedos. No tenían agujeros para los dedos. Maldita sea. Se acordó de las tijeras de manicura que llevaba en el monedero. En un minuto hizo unos agujeros y pudo conducir con firmeza. Sal fuera, a ver qué hay, se ordenó. Limpia los parabrisas, utiliza la linterna. Utiliza todas tus fuerzas.

Mo hizo todo aquello. Nieve virgen. Nadie la había pisado antes que ella. Casi le llegaba hasta las rodillas. Si caminaba, le entraría nieve en las botas y los pantalones. A la altura de las rodillas. ¡Oh, Dios! Dentro de nada se le congelarían los pies. Puede que no la encontraran hasta el deshielo de la primavera. ¿Dónde estaba? ¿En un campo? Lo único que sabía era que no estaba en la carretera.

– Te odio, Keith Mitchell -dijo. -De verdad, te odio. ¡Todo esto es por tu culpa! No, no lo es -sollozó. -Si soy tan malditamente estúpida es culpa mía. Si me quisieras, me esperarías. Esta noche sólo era una cita. Mi madre te diría que me he retrasado por la tormenta. Podrías quedarte en casa de mi madre o ir a casa de la tuya. Si me quisieras. Ahora estoy aquí, en peligro, porque… quise creer que me querías. Como yo te quería. ¡Milagros navideños, idioteces!

Mo reinició su camino en el Cherokee.

¿Cómo era posible, se preguntó, que hiciera tanto frío y sin embargo estuviera sudando? Se secó el sudor de la frente con la manga de la parka. Nunca había estado tan aterrada. Por lo que sabía, podría estar conduciendo sobre un lago o un estanque. Se estremeció. Quizá debería apearse y caminar. Probar suerte en la nieve. Estaba en una situación imposible de vencer y lo sabía. Estúpida de mí, pensó. Quizá la nieve no fuera tan profunda como creía. Quizá sólo se acumulaba en ciertos lugares. Dejó de especular cuando el Cherokee dio una sacudida, avanzó a trompicones y por último se aró en seco. Esperó un segundo antes de volver a darle el contacto. Aún quedaba gasolina de reserva. El motor tosió y se ahogó. Apagó la calefacción y el limpiaparabrisas, luego volvió a intentarlo en vano. Salir del coche y caminar era la única solución.

Mo se desplazó sobre el asiento trasero hasta el maletero. Con los dedos fríos y temblorosos abrió las cerraduras de las maletas. Sacó finos jerséis de lentejuelas -que seguramente no abrigarían en absoluto- de la bolsa. Se quitó la parka y se puso tantos jerséis vistosos como pudo. De nuevo con la parka, se puso medias hasta las rodillas y los dos últimos pares de calcetines en las manos. Era mejor que nada. Se metió en el bolsillo las llaves del todoterreno y se colgó del cuello la cinta del monedero. Estaba preparada. Al salir del Cherokee emitió un fuerte suspiro.

El viento era más afilado que un cuchillo. Dio varios pasos en la nieve que le llegaba hasta los muslos y se quedó exhausta. Se le heló la bufanda de seda con la que se tapaba. Tenía las cejas y las pestañas cubiertas de copos de nieve helados. Deseó cerrar los ojos, dormir. ¿Cómo demonios se las arreglaban los esquimales? Sintió un impulso de reír histéricamente.

De pronto se encontró tumbada boca abajo sobre un montón de nieve. Se arrastró. Era lo máximo que podía hacer. Ponerse de pie equivalía a escalar el Everest. Se arrastró hasta que sus brazos ya no pudieron más, luego se levantó y volvió a intentar caminar. Repitió el proceso una y otra vez hasta sentirse tan casada que apenas Podía moverse.

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