El día de Acción de Gracias lo pasó en la propiedad de sus padres, su madre ocupándose de la comida. Fue un día sin novedades. Mo y su padre se durmieron en la sala después de la cena. Más tarde, mientras ponía la correa a Murphy, su madre le dijo:
– Vosotros dos necesitáis un ayudante en la oficina. He concertado una cita con una nueva secretaria y lo primero que haréis el lunes por la mañana será aceptar las solicitudes de trabajo de nuevos ayudantes. Ya estamos casi en Navidad y ninguno de nosotros ha ido de compras. Es la temporada más bonita del año y el tiempo es precioso. Todos necesitamos disfrutar más de la vida. Papá y yo nos iremos de viaje después de Navidad. Iremos a Florida en coche. No quiero oír ni una palabra, John. Y tú, Mo, ¿cuándo fue la última vez que hiciste vacaciones? Ni siquiera lo recuerdas. Bueno, el 10 de diciembre cerraremos tu oficina hasta el 2 de enero. No hay nada más que decir. Si tus clientes se oponen, deja que vayan a otra parte.
– De acuerdo, mamá -cedió Mo.
– Como siempre, Helen, tienes razón -dijo John.
– Sabía que estarías de acuerdo. Cuando estemos en Florida jugaremos al golf.
– Helen, por el amor de Dios. Odio el golf. Me niego a darle a una pelotita con un palo y de ninguna manera pienso ponerme pantalones de golf ni esos malditos gorros con pom-pom.
– Ya veremos -se mofó Helen.
En casa, acurrucada en la cama junto a Murphy, Mo encendió el televisor que finalmente acabaría por hacerla dormir. Se sentía excitada por alguna razón. Era casi Navidad, y Marcus Bishop seguía sin aparecer en su vida. Pensó en el sinfín de veces que había llamado a la Ingeniería Bishop para sólo enterarse de que el señor Bishop estaba ausente e ilocalizable.
– Al infierno contigo, Marcus Bishop. No creo que tu conciencia te permita seguir viviendo después de dejarme plantada con tu perro y olvidarte de él. ¿Qué clase de hombre eres? Él te añora.
Maldita sea, lo estaba perdiendo. Tenía que dejar de hablar sola o se volvería loca.
Advirtiendo su estado de humor, Murphy se le acerco Le lamió las mejillas y alzó las patas sobre su pecho.
– Olvida lo que acabo de decir, Murphy. Marcus te quiere… lo sé. No te ha olvidado. Tal vez la operación fue mal y esté recuperándose en alguna parte. Creo que cuando decía que estaba acostumbrado a la silla y que no le importaba hablaba por hablar. Sí que le importa. ¿Y si han tenido que amputarle las piernas? Oh, Dios, -sollozó. Murphy gruñó, erizándosele el pelaje. -Tranquilo, Murphy. Nada de eso ha pasado, estoy segura.
Se durmió, porque estaba cansada y porque cuando lloraba le resultaba difícil mantener los ojos abiertos.
– ¿Qué vas a hacer, cariño? -preguntó Helen Ames en cuanto Mo cerró la puerta de la oficina.
– Subiré a preparar un pastel de chocolate. Mamá, es 20 de diciembre. Faltan cinco días para Navidad. Escucha, creo que tú y papá tenéis el derecho de iros a Florida mañana. Os merecéis tomar el sol por vacaciones. Murphy y yo estaremos bien. Incluso podría llevarlo a Cherry Hill para que pase la Navidad en casa. Siento que debería hacerlo por él. Quién sabe, quizá Florida os encante y queráis retiraros allí. Mamá, hay cosas peores. Hagas lo que hagas, no obligues a papá a ponerse esos pantalones. ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo. Pero ¿no te importa pasar las Navidades sola con el perro?
– Mamá, de verdad que no me importa. No hemos parado de hacer cosas. Es una buena oportunidad para no hacer nada. Ya sabes que Nochebuena nunca me ha importado mucho. Llamadme cuando lleguéis, y si no estoy dejad un mensaje. Conducid con cuidado y parad de vez en cuando.
– Buenas noches, Mo.
– Buen viaje, mamá.
La mañana del 23 de diciembre Mo se levantó temprano, se preparó huevos con beicon y luego sacó a Murphy a pasear. Durante la noche había soñado que estaba en Cherry Hill, que había comprado un árbol de Navidad, lo había decorado, había preparado una cena para ella y Murphy, y… pero entonces despertó. Bueno, iba a vivir el sueño.
– ¿Quieres ir a casa, viejo amigo? Reúne tus cosas. Vamos a comprar un árbol y recorrer el trayecto. Mañana hará un año que nos conocemos. Tenemos que celebrarlo.
Poco después de mediodía, Mo se encontró arrastrando un pequeño abeto por el patio trasero de Marcus. Como antes, se escurrió por la puerta del perro y cruzó la cocina hasta la puerta del patio. Tardó bastante en localizar la caja de los adornos de Navidad, pero, con las chimeneas encendidas, la cabaña se caldeó rápidamente.
En la puerta principal colocó la corona de flores con el lazo rojo. De nuevo en el interior de la casa, colocó las luces del árbol y entre sus ramas puso adornos de vivos colores. De cuclillas, empujó el árbol hasta que quedó perfectamente ubicado en el rincón. Era maravilloso, pensó tristemente en cuanto acabó de decorarlo. Lo único que faltaba era Marcus.
Pasó el resto del día limpiando y quitando el polvo. Cuando terminó sus labores, hizo un pastel y preparó un estofado con carne de hamburguesa.
Durmió en el sofá porque no tuvo fuerzas para acostarse en la cama de Marcus.
El día de Nochebuena comenzaba a caer, agrisándose y nublándose. Parecía que fuese a nevar, pero el hombre del tiempo había dicho que este año no serían unas Navidades blancas.
Vestida con téjanos, zapatillas de deporte y una cálida camisa de franela, Mo comenzó los preparativos para la cena. La casa estaba invadida del olor de la fritura de cebollas, el aroma del árbol y de las galletas de jengibre que estaban haciéndose en el horno. Casi se sintió aturdida al fijarse en el árbol con los regalos a sus pies, regalos para Murphy y para Marcus. Cuando se marcharan, después de Año Nuevo, los dejaría allí.
A la una metió el pavo en el horno. El budín de pasas y ciruelas, hecho por ella misma, estaba enfriándose en la encimera. Las patatas y el malvavisco estaban junto al budín. Las semillas de sésamo y el brócoli estaban listos para la cocción en cuanto sacara el pavo del horno. Echó una última mirada a la cocina y a la mesa dispuesta para una persona antes de retirarse a la sala a mirar la televisión.
Murphy saltó del sofá con el pelaje erizado. Gruñó y comenzó a corretear por la habitación, yendo de aquí para allá. Asustada, Mo se levantó para mirar por la ventana. No había nada excepto los árboles desnudos que rodeaban la casa. Encendió más luces, incluso las del árbol. Como precaución, atrancó las puertas y ventanas. Murphy siguió gruñendo inquieto. Al poco empezó a emitir agudos gañidos, pero no se acercó a la puerta. Mo corrió las cortinas y encendió las luces del exterior. Comenzaba a inquietarse. ¿Debía llamar a la policía? ¿Qué diría? ¿Mi perro se está comportando de un modo extraño? Maldición.
Los lamentos de Murphy eran muy extraños. Quizá no fuera un perro preparado para defender a su dueño, su propiedad y su casa. Desde que lo tuvo nunca se había puesto a prueba. Para ella sólo era un gran animal capaz de querer incondicionalmente.
En un instante de pánico dio una vuelta por la casa y comprobó los cerrojos de todas las puertas. Las puertas eran robustas y sólidas, pero no se tranquilizó.
El ruido del exterior era espantoso y parecía proceder de la zona de la cocina. Se armó con un cuchillo de trinchar en una mano y una sartén de hierro en la otra. Murphy seguía correteando y gimiendo. Ella esperó.
Al ver que el pomo de la puerta giraba se preguntó si tendría tiempo de correr a la puerta principal y subir al Cherokee. Tenía miedo de arriesgarse y miedo de que Murphy echara a correr en cuando estuviera fuera.
Al ver que se movía la cortina de la puerta del perro se quedó helada. Murphy también lo vio y soltó un ladrido ensordecedor. Mo dio un paso hacia la izquierda, alzando la sartén, con los hombros erguidos y el cuchillo en la misma posición.
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