Nos acercamos. Al oír el ruido de nuestros pasos, el hombre alzó su rostro. Era un anciano venerable, de rostro lampiño, casi calvo, con grandes ojos celestes, labios finos y rojos, piel nívea, cráneo huesudo con la piel adherida como si fuese una momia conservada en leche. Las manos eran blancas, de dedos largos y finos. Parecía una muchacha marchitada por una muerte precoz. Posó sobre nosotros una mirada primero perdida, como si lo hubiésemos interrumpido en una visión extática, y luego el rostro se le iluminó de alegría.
—¡Guillermo! —exclamó—. ¡Queridísimo hermano! —Se incorporó con dificultad y fue al encuentro de mi maestro, lo abrazó y lo besó en la boca—. ¡Guillermo! —repitió, y las lágrimas humedecieron sus ojos—. ¡Cuánto tiempo! ¡Pero todavía te reconozco! ¡Cuánto tiempo, cuántas cosas han sucedido! ¡Cuántas pruebas nos ha impuesto el Señor!
Lloró. Guillermo le devolvió el abrazo, visiblemente conmovido. El hombre que teníamos delante era Ubertino da Casale.
Había oído hablar yo de él, y mucho, antes incluso de ir a Italia, y todavía más cuando frecuenté a los franciscanos de la corte imperial. Alguien me había dicho, además, que el mayor poeta de la época, Dante Alighieri, de Florencia, muerto hacía pocos años, había compuesto un poema (que yo no pude leer porque estaba escrito en la lengua vulgar de Toscana) con elementos tomados del cielo y de la tierra, y que muchos de sus versos no eran más que paráfrasis de ciertos fragmentos del Arbor vitae crucifixae de Ubertino. Y no era ése el único mérito que ostentaba aquel hombre famoso. Pero quizá el lector pueda apreciar mejor la importancia de aquel encuentro si intento recapitular lo que había sucedido en esos años, basándome en los recuerdos de mi breve estancia en Italia central, en lo que había comentado entonces ocasionalmente mi maestro, y en lo que le escuché decir durante las muchas conversaciones que mantuvo con los abades y los monjes a lo largo de nuestro viaje.
Intentaré exponer lo que entendí, aunque dudo de mi capacidad para hablar de esas cosas. Mis maestros de Melk me habían dicho a menudo que es muy difícil para un nórdico comprender con claridad los acontecimientos religiosos y políticos de Italia.
En la península, donde el poder del clero era más evidente que en cualquier otro lugar, y donde el clero ostentaba más poder y más riqueza que en cualquier otro país, habían surgido, durante no menos de dos siglos, movimientos de hombres que abogaban por una vida más pobre, polemizando con los curas corruptos, de quienes se negaban incluso a aceptar los sacramentos, y formando comunidades autónomas, mal vistas tanto por los señores, como por el imperio y por los magistrados de las ciudades.
Por último, había llegado San Francisco, y había predicado un amor a la pobreza que no contradecía los preceptos de la iglesia; por obra suya la iglesia había aceptado la exigencia de mayor severidad en las costumbres propugnada por anteriores movimientos, y los había purificado de los elementos de discordia que contenían. Debería haberse iniciado, pues, una época de sosiego y santidad, pero, como la orden franciscana crecía e iba atrayendo a los mejores hombres, se tornó demasiado poderosa y ligada a los asuntos terrenales, de modo que muchos franciscanos se plantearon la necesidad de volver a la pureza original. Cosa bastante difícil de conseguir, si se piensa que hacia la época en que me encontraba yo en la abadía la orden tenía más de treinta mil miembros, repartidos por todo el mundo. Pero así estaban las cosas, y muchos de esos frailes de San Francisco impugnaban la regla que había adoptado la orden, pues sostenían que esta última se conducía ya como las instituciones eclesiásticas que al principio se había propuesto reformar. Y sostenían que ya en vida de Francisco se había producido esa desviación, y que sus palabras y sus intenciones habían sido traicionadas. Fue entonces cuando muchos de ellos redescubrieron el libro de un monje cisterciense que había escrito a comienzos del siglo XII de nuestra era, llamado Joaquín, y a quien se atribuía espíritu de profecía. En efecto, aquel monje había previsto el advenimiento de una nueva era en la que el espíritu de Cristo, corrupto desde hacía mucho tiempo por la obra de los falsos apóstoles, volvería a realizarse en la tierra. Y los plazos que había anunciado parecían demostrar claramente que se estaba refiriendo, sin conocerla, a la orden franciscana. Y esto había alegrado mucho a no pocos franciscanos, incluso quizá demasiado, ya que a mediados del siglo, en París, los doctores de la Sorbona condenaron las proposiciones de aquel abad Joaquín, aunque parece que lo hicieron porque los franciscanos (y los dominicos) se estaban volviendo demasiado poderosos, y demasiado sabios, dentro de la universidad de Francia, y pretendían eliminarlos acusándolos de herejes. Pero no lo consiguieron, con gran bien para la iglesia, puesto que así pudieron divulgarse las obras de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio, que nada tenían de herejes. Por lo que se ve que también en París las ideas estaban confundidas, o que alguien trataba de confundirlas en beneficio propio. Y éste es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores para beneficio de sí mismos. Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!
Pero estaba hablando de la herejía (si acaso la hubo) joaquinista. Y hubo en la Toscana un franciscano, Gerardo da Borgo San Donnino, que fue repitiendo las predicciones de Joaquín, causando gran impresión entre los frailes menores. Así surgió entre estos últimos un grupo que apoyaba la regla antigua contra la reorganización intentada por el gran Buenaventura, que más tarde llegó a ser general de la orden. Cuando, en el último tercio del siglo pasado, el concilio de Lyon, salvando a la orden franciscana de los ataques de quienes querían disolverla, le concedió la propiedad de todos los bienes que tenía en uso, derecho que ya detentaban las órdenes más antiguas, sucedió que algunos frailes de las Marcas se rebelaron; porque consideraban que así se traicionaba definitivamente el espíritu de la regla, pues un franciscano no debe poseer nada, ni como persona ni como convento ni como orden. Aquellos rebeldes fueron encarcelados de por vida. A mí no me parece que predicaran nada contrario al evangelio, pero cuando entra en juego la posesión de los bienes terrenales es difícil que los hombres razonen con justicia. Según me han dicho, años después, el nuevo general de la orden, Raimondo Gaufredi, encontró a estos presos en Ancona, los puso en libertad y dijo: «Quisiera Dios que todos nosotros y toda la orden nos hubiéramos manchado con esta culpa». Signo de que no es cierto lo que dicen los herejes, y de que aún quedan en la iglesia hombres de gran virtud.
Entre esos presos liberados se encontraba Angelo Clareno, que luego se reunió con un fraile de la Provenza llamado Pietro di Giovanni Olivi que predicaba las profecías de Joaquín, y más tarde con Ubertino da Casale, y de ahí surgió el movimiento de los espirituales. Por aquellos años ascendió al solio pontificio un eremita santísimo, Pietro da Morrone, que reinó con el nombre de Celestino V, y los espirituales lo recibieron con gran alivio: «Aparecerá un santón, se había dicho, que observará las enseñanzas de Cristo; su vida será angélica, temblad, prelados corruptos.» Quizá la vida de Celestino fuese demasiado angélica o demasiado corruptos los prelados que lo rodeaban o demasiado larga para la guerra con el emperador y los otros reyes de Europa. El hecho es que Celestino renunció a su dignidad papal y se retiró para vivir como ermitaño. Sin embargo, durante su breve reinado, que no llegó al año, todas las esperanzas de los espirituales fueron satisfechas: a él acudieron y con ellos fundó la comunidad llamada de los fratres et pauperes heremitae domini Celestini. [25] «los hermanos y pobres eremitas del señor Celestino».
Por otra parte, mientras el papa debía mediar entre los más poderosos cardenales de Roma, se dio el caso de que algunos de ellos, como un Colonna o un Orsini, apoyaran en secreto las nuevas tendencias favorables a la pobreza —actitud bastante sorprendente en hombres poderosísimos que vivían rodeados de comodidades y riquezas desmedidas—, y nunca he podido saber si se limitaban a utilizar a los espirituales para lograr sus propios fines políticos, o si consideraban que el apoyo a las tendencias espirituales justificaba de alguna manera los excesos de su vida carnal… Y tal vez hubiera un poco de cada cosa, hasta donde me es dado entender los asuntos italianos. Precisamente, Ubertino es un buen ejemplo: cuando, por haberse convertido en la figura más destacada entre los espirituales, se expuso a ser acusado de herejía, el cardenal Orsini lo nombró limosnero de su palacio. Y el mismo cardenal ya lo había protegido en Aviñón.
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