Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Sin embargo, como sucede en esos casos, por un lado Angelo y Ubertino predicaban con arreglo a la doctrina, y por el otro grandes masas de simples recibían esa predicación y la difundían por el país, al margen de todo control. Así Italia se vio invadida por los que llamaban fraticelli o frailes de la vida pobre, que muchos consideraron peligrosos. Era difícil distinguir entre los maestros espirituales, que mantenían relaciones con las autoridades eclesiásticas, y sus seguidores más simples, que simplemente vivían ya fuera de la orden, pidiendo limosna y viviendo de lo que cada día obtenían con el trabajo de sus manos, sin detentar propiedad alguna. Y a éstos la gente los llamaba fraticelli y eran como los begardos franceses, que se inspiraban en Pietro di Giovanni Olivi.

Celestino V fue sustituido por Bonifacio VIII, y este papa dio muy pronto muestras de extrema severidad con los espirituales y los fraticelli en general: precisamente cuando el siglo ya fenecía, firmó una bula, Firma cautela , por la que condenaba de un solo golpe a los terciarios y vagabundos pordioseros que se movían en la periferia de la orden franciscana, y a los propios espirituales, incluyendo a los que se apartaban de la vida en la orden para retirarse a vivir como ermitaños.

Más tarde, los espirituales intentaron obtener de otros pontífices, como Clemente V, el consentimiento para poder apartarse de la orden de modo no violento. Creo que lo hubiesen conseguido de no mediar el advenimiento de Juan XXII, que frustró todas sus esperanzas. Al ser elegido, en 1316, escribió al rey de Sicilia incitándolo a expulsar de sus tierras a aquellos frailes, que en gran número habían buscado allí refugio. También mandó apresar a Angelo Clareno y a los espirituales de Provenza.

No debió de ser empresa fácil y encontró resistencia en la misma curia. Lo cierto es que Ubertino y Clareno lograron que se les permitiera abandonar la orden, y fueron acogidos por los benedictinos el primero y por los celestinos el segundo. Pero Juan no mostró piedad alguna con aquellos que siguieron llevando una vida libre: los hizo perseguir por la inquisición y muchos acabaron en la hoguera.

Sin embargo, había comprendido que para destruir la mala hierba de los fraticelli, que socavaban la autoridad de la iglesia, era necesario condenar las proposiciones en que se basaba su fe. Ellos sostenían que Cristo y los apóstoles no habían tenido propiedad alguna ni individual ni común, y el papa condenó esta idea como herética. Lo que no deja de ser asombroso, porque, ¿cómo puede un papa considerar perversa la idea de que Cristo fue pobre? Pero un año antes se había reunido en Perusa el capítulo general de los franciscanos, y había sostenido, precisamente, dicha idea; por tanto, al condenar a los primeros, el papa condenaba también este último. Como ya he dicho, aquella decisión del capítulo le ocasionaba gran perjuicio en su lucha contra el emperador. Así fue como a partir de entonces muchos fraticelli, que nada sabían del imperio ni de Perusa, murieron quemados.

Pensaba yo en todo esto mientras miraba a Ubertino, ese personaje legendario. Mi maestro me había presentado, y el anciano me había acariciado una mejilla, con una mano cálida, casi ardiente. El contacto de aquella mano me había hecho comprender muchas de las cosas que había oído decir sobre este santo varón, y otras que había leído en las páginas del Arbor vitae . Comprendí el fuego místico que lo había abrasado desde la juventud, cuando, siendo aún estudiante en París, se había retirado de las especulaciones teológicas y había imaginado que se transformaba en la Magdalena penitente; y las relaciones tan intensas que había mantenido con la santa Angela da Foligno, quien lo había iniciado en los tesoros de la vida mística y en la adoración de la cruz; y por qué un día sus superiores, preocupados por el ardor de su prédica, lo habían enviado de vuelta a la Verna.

Escruté aquel rostro de rasgos delicadísimos, como los de la santa con la que había mantenido tan fraternal comercio de sentimientos exaltadamente espirituales. Intuí que debía de haber sabido adoptar una expresión muchísimo más dura cuando, en 1311, el concilio de Vienne había emitido la Exivi de paradiso , por la que eliminaba a los superiores franciscanos hostiles a los espirituales, pero imponía a estos últimos la obligación de vivir en paz dentro de la orden, y aquel campeón de la renuncia no había aceptado ese sensato compromiso y había luchado a favor de la constitución de una orden independiente, inspirada en las reglas más severas. En aquella ocasión ese gran luchador había perdido la batalla, porque era el momento en que Juan XXII llamaba a una cruzada contra los seguidores de Pietro di Giovanni Olivi (entre quienes se lo incluía) y condenaba a los frailes de Narbona y Béziers. Pero Ubertino no había vacilado en defender ante el papa el recuerdo del amigo, y el papa, subyugado por su santidad, no se había atrevido a condenarlo (aunque más tarde condenara a los otros). En aquella ocasión le había ofrecido una vía de escape aconsejándole, y después ordenándole, que ingresase en la orden cluniacense. Ubertino, que, a pesar de su apariencia frágil y desprotegida, debía de ser habilísimo para conquistar la protección y la complicidad de ciertos personajes de la corte pontificia, aceptó entrar en el monasterio de Gemblach, en Flandes, pero creo que nunca llegó a pisarlo, y permaneció en Aviñón, amparado en la figura del cardenal Orsini, para defender la causa de los franciscanos.

Sólo últimamente (según los comentarios confusos que llegaron a mis oídos) su situación en la corte se había vuelto precaria y había tenido que alejarse de Aviñón, donde el papa había dado orden de perseguir a aquel hombre indomable como hereje que per mundum discurit vagabundus. Se decía que habían perdido su rastro. Aquella tarde, al escuchar el diálogo entre Guillermo y el Abad, supe que estaba oculto en esta abadía. Y ahora lo tenía frente a mí.

—Guillermo —estaba diciendo—, tuve que huir en medio de la noche porque, como sabes, estaban a punto de matarme.

—¿Quién quería verte muerto? ¿Juan?

—No. Juan nunca me ha amado, pero siempre me ha respetado. En el fondo fue él quien, hace diez años, me ofreció la posibilidad de eludir el proceso obligándome a entrar en los benedictinos, y acallando así a mis enemigos. Hubo muchos rumores, muchas ironías a propósito del campeón de la pobreza que entraba en una orden opulenta, que vivía en la corte del cardenal Orsini… ¡Guillermo, sabes muy bien lo que me importaban las cosas de esta tierra! Pero así pude permanecer en Aviñón y defender a mis hermanos. El papa teme a Orsini; no se hubiese atrevido a tocarme un pelo. Hace sólo tres años me encomendó una misión ante el rey de Aragón.

—¿Entonces quién quería eliminarte?

—Todos. La curia. Trataron de asesinarme dos veces. Trataron de cerrarme la boca. Ya sabes lo que sucedió hace cinco años. Dos años antes se había producido la condena de los begardos de Narbona, y Berengario Talloni, a pesar de formar parte del tribunal, había apelado ante el papa. Eran momentos difíciles. Juan ya había emitido dos bulas contra los espirituales, y el propio Michele da Cesena había cedido… Por cierto, ¿cuándo llegará?

—Estará aquí dentro de dos días.

—Michele… ¡Hace tanto tiempo que no lo veo! Ahora se ha arrepentido, comprende lo que queríamos, el capítulo de Perusa nos ha dado la razón. Pero entonces, en 1318, cedió ante el papa y le entregó a cinco espirituales de Provenza que se negaban a someterse. Quemados, Guillermo… ¡Oh, es horrible!

Ocultó la cabeza entre las manos.

—Pero, ¿qué sucedió exactamente una vez que Talloni hubo apelado? —preguntó Guillermo.

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